Si hacemos caso a las ficciones policiales que nacen desde la diminuta y lejana Islandia, en lugar de imaginar un paradisíaco lugar helado y casi desierto tenemos un contexto plagado de asesinos seriales, donde estadísticamente te matan más rápido que en Detroit.

La realidad, obviamente, es otra. Con poco más de 300.000 habitantes y una tasa de unos tres homicidios al año, los detectives imaginados por las diferentes historias que nacen en este país están muy lejos de la realidad. Sin embargo, el aislamiento, el ostracismo, el clima y un contexto distante bien parecen haber alimentado una ola de policial negro, desde las estupendas novelas protagonizadas por el inspector Erlendur Sveinsson creadas por Arnaldur Indridason a la reciente serie Trapped, de Baltasar Kormakur (que cuenta con una primera temporada excelente y una segunda temporada penosa, lo que confirma la teoría de que Netflix nunca sabe cuándo parar).

A estas creaciones se suma ahora un muy digno exponente: The Valhalla Murders.

Caen como moscas

En apenas dos capítulos –de ocho–, la serie planta firmemente su premisa: en rápida sucesión, ocurre una serie de asesinatos similares (víctimas de puñaladas, con los ojos mutilados) que pronto son vinculados con un hogar para niños llamado Valhalla, que funcionó únicamente entre 1986 y 1988.

Los detectives que investigan el caso son dos, y también sus peculiaridades van a ser perfiladas en esos episodios iniciales. Kata (Nina Dogg Filippusdóttir) es una experimentada policía que está pasando por un mal momento con su hijo adolescente, lo cual la lleva a ser bastante descuidada y falible. Arnar (Bjorn Thors), aunque islandés, llega a ayudar desde Noruega, adonde se había ido para alejarse de su familia. Ellos, al frente de un equipo minúsculo (es Islandia, por lo que una unidad de investigación no son más de cinco personas), investigarán el caso que tendrá ramificaciones incluso personales (porque, nuevamente, es Islandia; otra que comercial de Nix de esos de “acá todos nos conocemos”).

La serie es efectiva por completo, y esta contundencia se basa en tres pilares. El primero es que sus personajes –con actuaciones a tono– son humanos, creíbles, falibles –Kata en particular es capaz de grandes deducciones y de metidas de pata igualmente terribles–, y que su historia personal no cumple una función de relleno, sino que los tridimensionaliza y vuelve totalmente verosímiles en su accionar.

El segundo es que es un policial de procedimiento cabal, creíble y muy bien escrito. Puede objetarse que no es especialmente sorprendente (cualquier espectador avezado irá deduciendo a los culpables con un capítulo con anticipación), pero esto funciona, por el contrario, contribuyendo a la verosimilitud. Los culpables, las explicaciones para sus acciones, la resolución del misterio: todo es sólido, creíble, muy bien fundamentado, algo que uno debería dar por sentado en las historias policiales, pero que no ocurre siempre.

Por último, hay un giro en la trama que resulta novedoso y fresco, porque –teniendo en claro la identidad de al menos alguno de los responsables– el problema para Kata y Arnar ya no es descubrir al culpable, sino poder probar su culpabilidad de manera contundente, algo que la inmensa mayoría de las series policiales deja de lado pero que acá reanima la trama como un paso lógico y, una vez más, muy bien utilizado.

Aunque quizá la fiebre de las series policiales de cada punto del mundo puede haber pasado, o al menos disminuido, The Valhalla Murders vale cada minuto de su duración y amerita una buena maratón en estos días de retraimiento (o cualquier otro día).