Lo que [Europa] no le perdona a Hitler no es el crimen contra el hombre [...] sino contra el hombre blanco, y haber aplicado en Europa procedimientos colonialistas que hasta ahora sólo concernían a los árabes en Argelia, a los coolies de la India y a los negros de África. Aimé Césaire, Discurso sobre el colonialismo.

Entre los libros de historia que me han resultado más provocativos y removedores se hallan El poder de curar y los dos tomos de la Historia de la sensibilidad, de José Pedro Barrán. El primero de ellos nos hace pensar en el médico como un personaje –y una forma de poder– con un protagonismo y preponderancia crecientes, sobre todo de la segunda mitad del siglo XIX en adelante. Parte de ese poder social se origina en el “poder de curar” y contener –y si es posible, desterrar– la enfermedad y la muerte. Iba a faltar poco para que el discurso médico se convirtiera en discurso social y político (una forma de ver y pensar las cosas, de comportarse) derramándose y proyectándose sobre el todo económico, social, político y cultural con el propósito de gestión de los cuerpos y las vidas en función del modo de producción.

Los dos tomos de la Historia de la sensibilidad, por su lado, me ayudaron a visualizar una serie de cambios culturales (en la percepción, en los valores, en la sensibilidad, en las costumbres) ocurridos hacia 1860 –el paso del Uruguay “bárbaro” al “civilizado” o “moderno”–: uno de ellos, el modo de pensar, vivir y relacionarse con la muerte. Si en el Uruguay “bárbaro” la muerte era más cercana y familiar, y era vivida de forma más natural y hasta festiva, en la “modernidad” la muerte pasó a pensarse como algo más lejano, sombrío, temible, y a ser ocultada de diversa manera, sacada del lenguaje y de la escena (devenida en obscena).

La actual pandemia del coronavirus vuelve a poner en evidencia y a resaltar, en algunos casos en forma exacerbada, el papel de estos personajes y discursos, y de estos rasgos de la sensibilidad moderna. Esto se manifiesta especialmente tanto en el modo de hablar (o no hablar) de las enfermedades y la muerte (por ejemplo, el motivo del número de contagios y muertes como sustento de una ideología y una política), y también en el modo en que reaccionamos ante el espectáculo de la muerte, o de la muerte en escena (momentáneamente escapada del fuera de escena). Ambos fenómenos, el discurso médico devenido en discurso social y político y la puesta en escena e irrupción selectiva de la enfermedad, impactan en el modo en que reaccionamos y nos comportamos ante la muerte, de un modo en parte racional (tomamos medidas), pero también irracional (hay un surplus irracional).

Así, no deja de llamarme la atención la falta de contextualización y puesta en perspectiva, o puesta en relación, de los números de contagios y muertos. Por ejemplo, desde enero hasta la fecha (pasados tres meses y medio) los fallecidos por coronavirus en el mundo ascienden a aproximadamente 146.000. En algunos países metropolitanos (Italia, España, Francia, Reino Unido) suman entre 15.000 y 22.000. En Estados Unidos, que más que un país es un continente, ya suman casi 35.000. Estos cinco países totalizan casi 109.000, es decir, entre 2/3 y 4/5 del total de muertes. En el resto del mundo, hasta este momento, totalizan bastante menos, si bien no sabemos qué va a suceder, pues la pandemia llegó más tarde. En muchos países aún no pasan de las decenas, y en algunos (como en Islandia, Singapur, Eslovaquia, Nueva Zelanda, Costa Rica, Uruguay) no han llegado a diez, aunque seguramente se supere esa cifra.

No obstante, y pese a estas notorias diferencias que, por diversos motivos (cantidad de habitantes, estrategias tomadas, características de los sistemas de salud, etcétera) se constatan entre los países metropolitanos y el resto, y que se hacen visibles en las noticias, tablas y gráficas que pueblan el mundo de la información, a la vez, involuntariamente, ocultan o no nos dejan pensar en cómo se comparan esos números con otras enfermedades y muertes que acontecen cada año, cada día. De eso no sólo no se habla, por alguna razón tampoco hace parar la rueda del gran mercado el mundo.

Así, si el coronavirus ya ha cobrado más de 146.000 víctimas, en 2018 enfermaron de tuberculosis 10 millones de personas, que resultaron en 1,5 millones de muertes (sobre todo en el Tercer Mundo). En cuanto al dengue, el número de contagios contabilizados pasó de 2,2 millones en 2010 a más de 3,4 millones en 2016, ocasionando decenas de miles de muertes en el mundo, cada año. De cáncer mueren 10 millones de personas por año. Y no hay que olvidar los millones de muertes que causan otras enfermedades (diarrea, ébola, malaria, VIH, diversas clases de gripe), las afecciones cardiovasculares –la principal–, o los millones de personas que sufren de desnutrición y mueren de hambre. Ninguna de estas otras plagas ha merecido, hasta ahora, un parate y una toma tan decidida, radical y generalizada de medidas.

Las 146.000 muertes por coronavirus también palidecen, o al menos cobran otra dimensión y significado, cuando las comparamos y contrastamos con las muertes anuales “normales” en el mundo o en las distintas regiones y países. En efecto, en el mundo mueren 150.000 personas cada día. Multiplicado por los días del año arroja la espantosa suma de 57 millones de muertos, cada año. En Estados Unidos, donde la cifra de muertes por coronavirus trepó a 20.000, cada año mueren 2,8 millones de personas; entre ellas, 160.000 de afecciones respiratorias crónicas y 55.000 por gripes y neumonía. En Uruguay, cada año mueren 30.000 personas, 3.000 por gripes y afecciones respiratorias (en tercer lugar, después de las enfermedades cardiovaculares, 10.000, y las oncológicas, 7.000). En otras palabras, si bien los números del coronavirus son prematuros, pues apenas han pasado dos o tres meses y es posible que crezcan y se multipliquen por cuatro o por cinco (en cuyo caso podrían llegar al medio millón, y no sabemos qué habría pasado sin medidas de contención (¿se habrían multiplicado por diez? ¿por cien?), esa cifra, desde una perspectiva estrictamente numérica, demográfica, de algún modo cambia de sentido y de valor cuando se la compara con los 57 millones, o las 155.000 muertes diarias. Y sin embargo, el coronavirus nos ha movido a reaccionar rápida y fuertemente, a alterar nuestra forma de vida de un modo radical e impensado –parar el mundo– como nunca se ha hecho frente a otras afecciones y desafíos tanto o más urgentes.

Pero el modo en que reaccionamos –en que reaccionaron los gobiernos– al ver lo que estaba pasando en los países centrales, abriendo una caja de Pandora con consecuencias difíciles de prever, acaso tenga que ver no tanto con los números y su culto cotidiano sino con la imagen que nos devuelve Europa, el desafío y dilema moral que supone. Una imagen que interpela el ADN del humanismo más profundo y el mandato a actuar que de ello surge. Me refiero sobre todo al espectáculo de la muerte: el espectáculo de “la muerte en la plaza”. Parques y estadios llenos de camillas. Veredas con gente entubada, muriendo en la calle. Historias de gente que se muere sola, olvidada, en sus apartamentos oscuros. Cuerpos tirados, hediondos y quemados, enterrados, sin parientes, sin ritual. La muerte en la escena, a la vista de todos. Espectáculo, neuróticamente –paradójicamente– viralizado por los medios (que exhiben la muerte que quieren tapar, o que quieren tapar exhibiéndola). Y aquí acaso radique la razón-sin-razón de nuestra respuesta moderna, de parar todo, de huir, de encerrarnos y aislarnos, de cerrar ventanas y fronteras, como si esto pudiera alejar y ahuyentar la enfermedad y la muerte de nuestras ciudades, de nuestras vidas, y detener y erradicar la muerte en el mundo.

Llegado a este punto, me vino a la memoria la historia “bárbara” de Miseria, el personaje de El herrero y la muerte, un cuento medieval que reaparece con diversos nombres en el cuento, la novela y el teatro. Haciendo uso del enigmático tercero de los deseos que Dios le concedió a Miseria, y habiendo quedado la Parca pegada a la rama sin poder “hacer lo suyo”, el mundo se descalabró de tal forma que hasta San Pedro vino a pedirle que por favor la dejara bajar. Ese final –medieval, bárbaro– siempre me desconcertó, pues está claramente reñido con mi sensibilidad moderna, “civilizada”. Pero tampoco debemos renunciar a la racionalidad dejándonos atrapar por el espectáculo (selectivo) de la muerte que impresiona nuestras emociones y nuestra humanidad, ni por la opacidad de unos números y gráficas que, sacados de contexto, aislados y sin perspectiva, ocultan más de lo que muestran y nos inducen a una acción frenética, cautiva del pánico y sin el concierto de la razón.

Gustavo Remedi es doctor en Literatura Hispanoamericana y profesor en el Departamento de Teoría y Metodología Literarias del Instituto de Letras de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República.