Desde marzo, el país está procesando discusiones simultáneas sobre numerosos cambios, vinculados con la asunción de nuevas autoridades estatales, la emergencia sanitaria y el proyecto de ley de urgente consideración (LUC). En esta dinámica, complicada por el distanciamiento físico y social, pueden pasar inadvertidas algunas cuestiones de mucha importancia, como las relacionadas con el nuevo Código del Proceso Penal y el papel de la Fiscalía General de la Nación.

Este nuevo diseño, que llevó mucho tiempo definir y que está vigente desde hace menos de dos años y medio, ha recibido fuego cruzado, en algunos casos por intereses corporativos internos del sistema judicial y en otros por cuestiones ideológicas, a veces “por izquierda” y a veces “por derecha”.

No es necesario profundizar en la filosofía del derecho para ver que, cuando una sociedad establece normas y organiza el modo en que se resuelven las infracciones, no está reconociendo un “orden natural” inmutable, sino que expresa complejas relaciones de fuerzas. Estas van variando, a medida que ganan o pierden poder distintos sectores y se modifican las ideas predominantes sobre lo que es natural, aceptable y justo.

Todo esto confluye en torno a la llamada Operación Océano, que reveló una indignante trama de delitos de abuso sexual contra adolescentes, cometidos por varones poderosos debido a su posición económica, política e institucional.

Mantienen mucho peso en la sociedad ideas inaceptables sobre este tipo de conductas. De distintos modos se minimiza la responsabilidad de los delincuentes, o incluso se intenta presentar como culpable a la parte débil. Esto protege sobre todo los privilegios, ante la ley y la opinión pública, de quienes están del lado dominante en muchas desigualdades. Los abusos son cometidos por personas de todos los niveles socioeconómicos, en cantidades alarmantes, pero su impunidad fortalece muy especialmente a los más fuertes.

El peso de las ideas reaccionarias se refuerza porque, en una faceta más del mismo problema, gran parte del circuito de información y formación de opinión construye un relato de los hechos que encubre a los victimarios o relativiza la violencia de sus conductas. Y que, al mismo tiempo, maneja en forma irresponsable datos sensibles sobre sus víctimas, a las que se presupone ubicadas en una posición social en la que “no importan” sus derechos a la intimidad o a no ser estigmatizadas.

Además, se han producido filtraciones que, objetivamente, alertaron a muchos de los implicados, permitiéndoles eliminar evidencias (que serían útiles para proteger a otras posibles víctimas) y recurrir de antemano a asesoramiento legal de calidad. Todo esto valiéndose de la misma red de altos contactos que utilizaron para cometer delitos, y que potenció su superioridad sobre las adolescentes.

El Ministerio Público está haciendo un esfuerzo por cumplir con su deber para que este caso no termine con culpables ilesos y con la consolidación de circunstancias propicias para los abusos. Es responsabilidad de todos no sabotear ni obstaculizar ese trabajo, tan necesario.