Para la generación 83 y para tantos militantes de la izquierda, el estilo radical y principista de Guillermo Chifflet siempre fue algo que llamó la atención. Los más cercanos sabíamos de su irreverencia ante las formas y las maneras de la sociedad y de tantas organizaciones y personas preocupadas por la apariencia y la simulación. Y fue su irreverencia lo que sedujo a tantos, mientras que en otros generaba un profundo rechazo, especialmente entre aquellos atados a la imagen y no a los contenidos, más preocupados por el acartonamiento del poder que por la intención real de cambiarlo.

Chifflet atraía por todo esto. La admiración del presidente Luis Lacalle Pou y ese vínculo tan singular entre dos polos tan disímiles fue el resultado de la franqueza; Lacalle Pou era lo que era, sin falsedades, y Chifflet, también. La relación, al fin y al cabo, habla bien de los dos.

En esa forma de ser también se escondía una concepción libertaria, enraizada en lo más profundo de la historia del socialismo uruguayo. El vínculo con los anarquistas –Emilio Frugoni empezó su militancia con ellos– y con la izquierda no comunista inevitablemente tiñó el discurso y las opciones de esa manera de entender el socialismo y la militancia de izquierda en Uruguay. Guardo en mi biblioteca varios libros de Chifflet, entre los que se destacan los de Luce Fabbri y los de su padre, Luiggi, subrayados y anotados con esa letra exacta de Chifflet. Kroptkine y Bakunin tenían también un lugar en sus estantes, al igual que la historia de la CNT española y la biografía de Buenaventura Durruti. No fue casual que sumara sus esfuerzos y su pluma al proceso de radicalización del socialismo en la década de 1950, y que asumiera para siempre, coherente, todas las consecuencias de esa opción.

El derrotero de la revolución

Ese socialismo era libertario por sus influencias, pero democrático por su concepción. Y Chifflet asumió esa “idea” casi como un dogma. “Decir lo que se piensa y hacer lo que se dice” fue para él un paradigma, mucho antes de que Liber Seregni popularizara la frase. Y por ello, también, pagó costos políticos, muchas veces injustos, especialmente en la interna.

El Flaco asumió la revolución socialista y el antiimperialismo tercerista sin ambigüedades, entendiendo la revolución como una opción radical, no por gritar más fuerte, sino por ir a la raíz de las causas de las injusticias. Caminó la ruta del antiimperialismo tercerista desde sus inicios en la década de 1950 y luego bajo el impacto de la Revolución Cubana, con la que fue solidario e incondicional siempre. Así, la opción revolucionaria, marcada por la impronta leninista, tenía en el azar del devenir histórico, en la llegada de ese instante que puede ser difícil de ver para el común de la gente, el momento bisagra que hace viable lo imposible. Sus afectos y lealtades mantuvieron el vínculo con Raúl Sendic, Arturo y Pedro Dubra, Julio Marenales, Fernando Rodríguez y tantos otros, y esto hizo que fuera visto como “protupa” entre aquellos que poco entendían de coherencia en las ideas. Mientras su partido entraba en un laberinto inentendible –en aquella época, claro– Chifflet se mantuvo, obviamente, en las visiones terceristas y socialistas que había ayudado a construir desde 1950, sin virar hacia un alineamiento prosoviético tan incomprensible como asombroso.

Luego de la debacle de su partido, en 1973, pocos quedaron, en una estructura diezmada; uno de ellos fue Chifflet, que siguió toda la dictadura uniendo pedazos, pensando y diciendo. “Hice todo el daño que pude”, decía cuando le preguntaban cómo fue su vida en aquellos años negros. Me consta. Sus escritos de ese entonces, muchos publicados en el extranjero, y sus trabajos sobre la crisis del comunismo en Polonia y en Afganistán hicieron renacer una visión histórica del socialismo nacional en su crítica al modelo soviético, que se había perdido en el laberinto del marxismo-leninismo, y de las alianzas férreas con concepciones ideológicas que terminaron por desperfilar para siempre a su partido. Quizá en esos trabajos resuene el eco lejano de su estadía en Yugoslavia a principios de la década de 1960, donde vivió la experiencia de la autogestión y de un camino alternativo al soviético.

Su resistencia al Pacto del Club Naval le hizo rechazar la candidatura a la Cámara que todos intentamos que aceptara. No hubo forma, ni ruegos, ni amenazas de sanción, ni pedidos solidarios. En 1984 decidió construir desde otros ámbitos el camino de la revolución. Hasta que se dio cuenta de cuánto había cambiado la izquierda y también el partido al que pertenecía.

Finalmente fue diputado en 1989, cuando el Frente ganó por primera vez la Intendencia de Montevideo. Estábamos exultantes. Para otros fue un mal necesario, algo políticamente inevitable debido al peso y al prestigio del protagonista. No estar en determinadas roscas tiene su costo y su cuota de rechazo.

No le dieron mucho margen de protagonismo, pero su papel en la Comisión de Derechos Humanos fue determinante en varios aspectos, especialmente en la dignificación de las cárceles y de los detenidos. Su presencia, junto con Gervasio Guillot, en los motines de los complejos carcelarios es legendaria.

Intervenía en todos los ámbitos de la vida parlamentaria, porque era un militante incansable y su capacidad de estudio estuvo al servicio de esa militancia. Tanto cuando fue edil en la década del 50, junto a Hugo Prato, Mario Jaurena, Andrés Cultelli y Gualberto Damonte, como en el Parlamento, sus propuestas fueron programáticas y sus discursos dieron, siempre, el tono de tribuna que el Parlamento tuvo para la izquierda. Sus debates, dentro y fuera de la cámara, fueron famosos y reconocidos, incluso por sus adversarios más enconados.

Su salida del Parlamento ocurrió de la manera menos querida. Su discrepancia con el mantenimiento de tropas en Haití era conocida, y las alternativas para el cambio de su posición fueron infructuosas. El tiempo le dio la razón. Para muchos su renuncia fue un golpe, para otros un alivio. Si bien el Flaco no había perdido aún su tradicional sentido del humor, entre ácido y sarcástico, algo se había roto definitivamente. El tiempo y los hechos profundizaron la herida.

No es el momento ni el lugar de analizar los acontecimientos entre su renuncia y su partida. Tristeza y decepción se unieron para llevarlo a silencios íntimos y a opciones políticas que reflejaron el hartazgo ante el uso y el abuso. Su apoyo a la candidatura de José Mujica en 2009 y a Constanza Moreira cinco años después fueron señales de hastío y también de decepción.

Siempre se pone el acento en la dimensión ética de Chifflet; algunos lo hacen por admiración, otros para desperfilar el lado político, que hace ruido en ciertas conciencias. Algunos homenajes quieren colocarlo en el “socialismo romántico”, tal vez intentado empezar un proceso de canonización que lo limpie de sus vetas más incómodas para el establishment, escondiendo lo obvio. Chifflet fue un revolucionario en el sentido más amplio del término, en sus actitudes pero también en su propuesta. Sus dos libros, El crimen del señor Bush y De la discusión nace la luz, sobre Emilio Frugoni, ponen en evidencia su visión política. El primero estudia la invasión a Panamá y condena el imperialismo, en una época en que cierta izquierda dudaba de su existencia; el segundo rescata al Frugoni maestro y revolucionario, al luchador “antisistema”, jugado al cambio radical a pesar de todo y contra todos.

Guillermo Chifflet ya no está, y su tiempo tampoco. Fue un actor militante en una época heroica, con sus contradicciones, sus glorias y sus fracasos. Se negó a ser un simple testigo y fue, siempre, un actor de primera línea. Ojalá que su legado, su rebeldía, su irreverencia, su sentido del humor, su chispa inacabable perduren en aquellos que apostamos al cambio social y humanista, pero rescatando una actitud que siempre fue cercana, contraria al formalismo, a la hipocresía.

En un tiempo, como nos pasará a todos, ni siquiera quedará su recuerdo, en un mundo muy distinto al que soñó construir. La utopía de Chifflet está muy lejos aún, en décadas, tal vez en siglos. Las luchas, entonces, continuarán. Quizás en esas luchas del futuro habrá un joven que se rebele, una mujer que luche por sus derechos, un trabajador que se oponga al abuso. Ellos no lo van a saber, pero en sus rebeldías habrá un gramo, una molécula, un átomo, tal vez, de lo que Guillermo Chifflet sembró a lo largo de su vida. Aunque sólo fuera por eso, su vida mereció ser vivida, y algunos podremos comentar con orgullo que caminamos un trecho a su lado.