Aun en tiempos de covid-19 la seguridad sigue siendo uno de los temas prioritarios en la agenda pública. La emergencia sanitaria se vio sacudida por la irrupción de la ley de urgente consideración (LUC) en el Parlamento.

El proyecto, que supera los 500 artículos, tiene un extenso capítulo dedicado a la seguridad. Tal como plantea la Asociación de Fiscales, “son reformas proyectadas que aparentan responder a una serie de verdades establecidas o mitos que existen en la opinión pública”. Un relato que está instalado y que parece casi inamovible. Ocupa un lugar tan central que ha sido leitmotiv de campañas políticas y ha provocado plebiscitos nacionales que acompañaron las últimas dos elecciones.

Los políticos saben que este relato tiene una adherencia aproximada de 47% de la población, convocatoria que hoy en día supera la de todos los partidos políticos. En materia de seguridad es innegable que no se ha sabido desarrollar estrategias que generen un impacto en la criminalidad. Quizás porque todas apuntan a lo mismo. Quizás porque el ruido de esa porción enorme del electorado tiene una incidencia que supera toda capacidad técnica.

También por lo evidente: la gestión en seguridad ha fallado y los delitos no paran de aumentar. Tampoco la complejización de la criminalidad y el aumento de su poderío asociado a las economías ilegales, en particular el narcotráfico. La construcción de alternativas que pasen de la teoría a la práctica ha sido un debe de estos años. También la capacidad de comunicar cuáles son las líneas de acción para abordar el tema que más preocupa a uruguayas y uruguayos.

“Seguridad” se define como la ausencia de riesgo, también como la confianza hacia algo o alguien. A contramano va la LUC, que con una serie de propuestas enfila hacia un camino que aumenta la tensión y reduce la confianza de la población en las instituciones. No es cierto que la fuerza vaya a generar mayores niveles de confianza. Es posible que tenga un buen impacto inicial, pero la violencia no se sostiene sin consecuencias.

Algunos de los principales nudos críticos del capítulo de seguridad de la LUC son la normativa sobre el sistema carcelario, los adolescentes en conflicto con la ley, y la Policía. El mismo gobierno que va a tener que administrar la seguridad y el sistema carcelario es el que propone medidas que van a profundizar la crisis en la materia.

Sobre cárceles y penas

Las cárceles son un problema para el país y para todos los gobiernos; ya lo está viendo el gobierno que asumió después de 15 años de ser oposición. Las cárceles son una deuda histórica de todos los gobiernos. Y a ninguno le sirve que el sistema carcelario reviente.

Uruguay tiene una de las tasas de prisionización más altas de América Latina y está entre las 30 más altas del mundo. La benignidad del sistema penal es un mito: 3,5 de cada 1.000 uruguayos están presos. Entre los varones de menos de 29 años esa tasa llega casi a uno de cada 100.

Ni el aumento de penas ni la creación de nuevos delitos han mejorado la seguridad. Los últimos años son una demostración al respecto. La inflación punitiva no soluciona el problema. Lo único que ha provocado es la saturación del sistema carcelario.

Las cifras son fotos de la crisis del sistema. La reincidencia es altísima: de 6.000 personas que van presas al año, unas 3.500 tienen antecedentes. En los últimos 15 años hubo alrededor de 500 muertos en las cárceles. La tasa de homicidios intracarcelarios es 19 veces la tasa del afuera. La tasa de suicidios cuadriplica a la del afuera.

En la LUC no hay ninguna medida que apunte a mejorar las cárceles. No hay una perspectiva de salud ni de género en toda la propuesta. Se sigue apuntando a un encierro masivo en un sistema que atraviesa una crisis crónica. Esta ley va a sobrepoblar las cárceles y puede hacer colapsar el sistema.

A Uruguay le llevó muchos años reducir el hacinamiento. En 2005, cuando se decretó la emergencia humanitaria del sistema penitenciario, el hacinamiento trepaba a 160%. El máximo aceptado por la Organización de las Naciones Unidas es 110%. El hacinamiento se ha reducido drásticamente, llegando en la actualidad a 97,5%. Este indicador estaría en riesgo por las propuestas de la LUC.

La solución ante la falta de plazas no es la construcción de más cárceles. Las unidades penitenciarias tienen costos millonarios. La última construcción de una cárcel en el país, la Unidad 1 Punta de Rieles, de participación público-privada, es un modelo de todo lo que no hay que hacer. Producto de la tensión generada por un sistema que apunta al encierro masivo, ya 400 de las 1.960 plazas de la cárcel están destruidas. Y no serán reparadas, debido a los costos estrafalarios que propone la empresa. Aunque las plazas no están en uso, la empresa sigue cobrando su usufructo diario.

Un sistema carcelario gigante no es financiable y no aporta más que trayectorias violentas y perpetuidad en el crimen.

En la iniciativa en general se hace foco únicamente en los delitos cometidos para hacer una valoración de seguridad, dejando de lado la consideración de las trayectorias penitenciarias. No hay una relación directa entre el delito cometido y la conducta intracarcelaria. Hay personas que cometen delitos leves y desarrollan conductas violentas dentro de la cárcel. Por otra parte, personas que cometen delitos muy graves pueden tener progresividad en el sistema. Para hacer una valoración técnica respecto de derechos y beneficios penitenciarios es preciso valorar más allá del delito cometido.

La inclusión del hurto agravado y la rapiña entre los delitos que inhabilitan procesos de libertades anticipadas y salidas transitorias, entre otras cosas, no hace más que bloquear para la mayoría de la población carcelaria esta posibilidad. No parece una decisión azarosa; la limitación masiva es voluntaria.

La aplicación de prisión preventiva va en el mismo sentido. La prisión preventiva se aplica cuando hay un riesgo de fuga, de entorpecimiento de la causa o de seguridad para quienes están involucrados en la causa. En el caso del hurto agravado no hay por qué presumir que alguna de estas cosas puede pasar. No habría razón técnica para incluir este delito.

Considerando la complejidad del narcotráfico, los delitos asociados a drogas tienen un enfoque sumamente limitado dentro de la propuesta. Se aumentan las penas y se apunta a los eslabones más débiles de la cadena de distribución. En los agravantes subyace un corte evidente de clase, en particular asociado al agravante por tráfico de pasta base y por distribución en el ámbito del hogar. Esta medida tiene un fuerte impacto sobre las mujeres. Una de cada tres mujeres que están presas lo están por delitos de drogas. Son los eslabones más débiles, de fácil reemplazo, que venden en el ámbito del hogar porque son también quienes se ocupan de los cuidados de sus familias.

Permitir el derribo de aviones es habilitar la pena de muerte. Además de que se podría asesinar a personas inocentes, quienes transportan las drogas no son significativos para esta economía ilegal. En lugar de proponer mecanismos de captación e investigación –que podrían derivar en un impacto real sobre las redes de narcotráfico– se propone la pena de muerte para los transportistas.

Las salidas transitorias, que están entre las cuestiones más publicitadas de la propuesta, no son un problema para la seguridad. Menos de 1% de la población carcelaria dispone de salidas transitorias. En el caso de la Unidad 4 Santiago Vázquez (ex Comcar), sólo 24 de los 3.558 varones que están presos acceden a salidas transitorias. Estas salidas son otorgadas por la Justicia bajo condiciones estrictas y tras superar diversas evaluaciones. Las personas que acceden a esas salidas suelen atravesarlas con responsabilidad, ya que es el paso previo a salir en libertad.

Condicionar las salidas transitorias a la colocación de dispositivos electrónicos es una limitación. La cantidad de estos dispositivos es limitada. Tienen altos costos de compra y de mantenimiento. La distribución debería ser nacional para abarcar las 27 cárceles que hay en todo el país. Además, se suma trabajo a la Dirección de Monitoreo Electrónico de la Policía sin mencionar cómo será fortalecida. ¿El Estado puede sostener esta propuesta o es meramente una excusa burocrática para limitar –aún más– las salidas transitorias desde el Poder Ejecutivo?

La obligatoriedad del trabajo es una de las cuestiones inviables que plantea el proyecto. El Estado se expone a generar una responsabilidad que no va a poder cumplir. Las razones son varias. Para empezar, no todas las personas tienen capacidad de trabajo. Esta debe ser evaluada, tanto en lo físico como en lo psicotécnico. Las limitaciones de la población carcelaria en este sentido son varias: ocho de cada diez personas tienen un uso problemático de drogas, 10% vive en situación de discapacidad y se estima que 20% son analfabetas, porque no aprendieron a leer ni escribir o por desuso.

En el sistema no faltan “ganas de trabajar”, lo que falta es trabajo. De ninguna manera hay plazas laborales para cubrir las 12.000 personas privadas de libertad. Tampoco hay una posibilidad real de poder crear esas plazas. Menos aún, porque no está sobre la mesa, que esas plazas sean asociadas a la formalidad y la legislación vigente.

Pero, por sobre todas las cosas, las condiciones de seguridad para que esta medida se lleve adelante no están dadas. No hay forma de que las 12.000 personas que habitan el sistema puedan trabajar. Hoy en día hay sectores de diversas cárceles que tienen la circulación sumamente limitada producto de los altísimos niveles de conflictividad. Hay un riesgo real de letalidad. Si todas las personas estuvieran obligadas a trabajar el Estado no tiene forma de garantizarles la supervivencia.

Una de las políticas que mejor han funcionado dentro de las cárceles es la redención de pena por estudio o trabajo. Logra que las personas adhieran a actividades socioeducativas y laborales, a la vez que reduce la estadía penitenciaria. Es una posibilidad de recortar trayectorias penitenciarias y de promover alternativas fuera del delito. Eliminar esta posibilidad va a aumentar la permanencia de las personas en la cárcel y, por ende, la acumulación de población carcelaria, va a desmotivar la adherencia a procesos formales y, lo más riesgoso, va a generar tensión adentro, porque nadie quiere perder derechos. Esto puede desembocar en motines u otras formas de protesta. En los contextos de encierro las manifestaciones son en general vehiculizadas por la violencia.

La creación de un Consejo de Política Criminal y Penitenciaria es una buena noticia, pero su integración es sumamente limitada y muestra desde qué lugar se piensa el delito. El Estado debe estar representado a pleno y no solamente por el Ministerio del Interior, el Poder Judicial y la Fiscalía. Es clave la participación del Ministerio de Desarrollo Social y el Ministerio de Educación y Cultura, entre otras carteras. El Comisionado Parlamentario Penitenciario debería formar parte. También se debería dar lugar a la articulación con la academia y la sociedad civil.

Adolescentes en conflicto con la ley

La LUC plantea un drástico aumento de penas para los adolescentes. Una discusión que se reedita luego de ser saldada en un plebiscito nacional en 2014. En aquel entonces, los adultos eran responsables de 94% de los delitos. Se estima que hoy en día la vinculación de los adolescentes con el delito es aún menor. Actualmente hay menos de 300 adolescentes privados de libertad.

La vinculación de los adolescentes con los delitos graves, como el homicidio, es marginal en el sistema y no es representativa de la criminalidad adolescente. En 2017, en 17 de los homicidios hubo participación de adolescentes, en 2018 fueron 18 casos y en 2019 fueron 13 (3% de los homicidios cometidos).

Aumentar las penas de la población adolescente no mejora la seguridad. Por el contrario, perpetúa las trayectorias delictivas. La primera infancia y la adolescencia son las etapas vitales de mayor aprendizaje. El cerebro adolescente es como una esponja que asimila su ambiente. Las cárceles estimulan la violencia. La vinculación temprana con el sistema carcelario y la violencia perpetúa las conductas, condicionando esas trayectorias de vida a seguir en un ciclo de violencia. Los daños generados por esta propuesta son irreversibles. Se elimina la posibilidad de rehabilitación y de quiebre de la trayectoria delictiva.

El recorte de programas de semilibertad para adolescentes, que aparecen como una alternativa mucho más efectiva, tiene un impacto negativo, reduciendo las posibilidades de estas personas de romper con su trayectoria delictiva.

Los adolescentes que sean condenados a las penas máximas van a tener escasas posibilidades de salir de la cárcel. La adaptación a la violencia va a dejarles reducidas chances de romper con la trayectoria delictiva producto del distanciamiento social y comunitario y la adaptación a vivir preso. Difícilmente puedan romper con el ciclo de la violencia y con las dinámicas delictivas que la misma cárcel ofrece, configurando así un riesgo para la seguridad.

El sistema penal adolescente tendrá un enorme problema de gestión, ya que deberá administrar la privación de libertad de personas que van desde los 13 hasta prácticamente los 28 años. Superan incluso la figura de “adulto jóven” que la misma ley plantea para personas de 18 a 25 años que habitan en las cárceles de adultos.

Policía

Tras la reforma policial, aumentó mucho la confianza en la Policía. Es una de las instituciones en las que las personas más confían. La transparencia en los procedimientos y la posibilidad de auditar la actuación policial forman parte de los principales cambios. La LUC implica un aumento de la discrecionalidad de la Policía y la reducción de las garantías, elementos que irán en detrimento de la confianza de la población en la institución.

La presunción de inocencia parece innecesaria, ya que por la vía de los hechos es algo que se aplica. El año pasado fueron abatidas 32 personas mientras cometían delitos. Ningún policía fue formalizado. Cabe destacar que prácticamente todos los policías estaban fuera del horario de servicio.

Nada prohíbe el porte de armas para policías y militares retirados hoy en día, como para toda la población bajo determinadas circunstancias. Es redundante reivindicar esta posibilidad. Y no se deberían reducir los requisitos y controles vigentes por el solo hecho de ser ex policías o ex militares.

Habilitar a los policías retirados el derecho a reprimir delitos en flagrancia no hace más que poner en riesgo a la población y, en particular, los pone en riesgo a ellos. Esas personas pueden estar desactualizadas y no se dedican actualmente al combate del delito. Tampoco se sabe cuál es su condición física y mental para actuar ante un hecho delictivo y tener determinadas potestades, como la detención de personas.

La Policía activa tiene ciertas condiciones para actuar ante los delitos, y una capacidad de reacción por estar en actividad. El servicio se cumple con un mínimo de dos policías, con todo el equipamiento y protecciones necesarias (arma, chaleco antibalas, radio, etcétera). Están fortalecidos por un monitoreo permanente del lugar donde se encuentran y una conexión directa con la central de comunicaciones en caso de requerir apoyo de otros equipos. A su vez, la población tiene mecanismos para auditar estos procedimientos. Los policías en situación de retiro no tienen estas condiciones y es probable que actúen en su entorno comunitario, que quedaría así expuesto. Esta medida favorece además al mercado gris de la seguridad, que muchas veces se caracteriza por la precarización laboral de los policías.

En lugar de apuntar a mano de obra retirada y desactualizada que podría estar en riesgo, si existe una necesidad de más población armada y activa para abordar el delito se debería aumentar el cupo de ingreso a la Policía, con la adecuada formación en la Dirección Nacional de Educación Policial y el equipamiento correspondiente.

Otro de los artículos que aumentan la discrecionalidad es la legítima defensa, que debe ser racional, proporcional y progresiva. Agregar “en cuanto sea posible” hace que la normativa sea más laxa, sin establecer límites claros.

La conducción de testigos contra su voluntad y la posibilidad de retenerlos durante 24 horas es inconstitucional. El testigo debe recurrir voluntariamente o por orden judicial, no puede ser obligado.

Finalmente, el artículo que refiere al agravio a la autoridad policial, que establece penas de penitenciaría para quienes insulten o agredan a un policía, no plantea garantías sobre los criterios de aplicación y podría generar abusos policiales. Es un riesgo para las manifestaciones sociales y para todas aquellas personas que interactúen en tensión con la Policía. También puede limitar el derecho de la comunidad de solicitar información sobre un procedimiento policial. Será la palabra de unos contra la de otros, y parece que la palabra de la Policía valdrá más. El distanciamiento entre lo civil y lo policial es un error. Va a impactar directamente en la confianza en la institución, elemento clave para la seguridad y la convivencia.