Estaba dibujando torpemente unas margaritas. A tres cuadras de la República de padres hay una esquina con ocho baldosas que recuerdan a las personas secuestradas en el barrio por la última dictadura cívico-militar argentina. Como no podía hacer en Ciudad Vieja mi foto para adherir a la marcha del 20 de Mayo, la iba a hacer allí, en esa esquina.

Una noticia muy triste postergó la actividad plástica y me obligó a contar lo que estoy escribiendo. Hoy falleció Ramona Medina, vocera de la Garganta Poderosa en la villa 31, ese pueblo postergado y atacado en una de las zonas más codiciadas de la ciudad de Buenos Aires. Esa zona que, de hacerse realidad el sueño de algunos –y la pesadilla de tantos– de meter lanzallamas a las villas, sería sin dudas el punto cero. Porque si hay algo que molesta más que una villa, es una villa bien ubicada.

Lo que voy relatar ocurrió hace 20 días. Empecé este relato varias veces y lo descarté porque me dijeron que a otros que les pasó lo mismo y se quejaron, los trataron de pesados, de quejarse de llenos, y porque entre tantos padecimientos graves, parece casi irrespetuoso. Son tiempos de elegir muy bien la soga de la que se tira, sea el gobierno más o menos cercano a tus intereses.

Llegué a Ezeiza hace 20 días, después de vivir casi ocho años en Uruguay. Mi hermano me esperaba para traerme a la República de padres, en la que se había preparado una parte del territorio para que cumpliera aquí el aislamiento obligatorio de dos semanas sin poner en riesgo a nadie.

Si bien en Montevideo el aislamiento no es obligatorio, nos habíamos cuidado mucho, porque ni “todo” el despliegue estatal ni su criterio respecto de lo urgente y lo importante dejaban otra cosa que una enorme sensación de desamparo.

El vuelo especial para repatriados de Aerolíneas Argentinas aterrizó alrededor de las 15.30. Una vez dada la señal de desajustar cinturones de seguridad, la tripulación indicó que, para un desembarco ordenado, debían bajar primero los pasajeros que no tuvieran como destino final la ciudad de Buenos Aires. La otra mitad (aproximada) del avión tuvimos que esperar, con motores apagados y sin ventilación, por más de media hora. El encierro, la ansiedad y el calor volvían al ambiente un caldo asfixiante. Pero se aplica, y más que nunca, el principio de elegir de qué soga hay que tirar, y “no se puede respirar” es una de esas sogas que hay que dejar pasar, a menos que sea real, que literalmente no se pueda respirar.

Finalmente bajamos, salimos de esa pequeña cápsula caldosa tratando de empatizar con nosotros mismos, de no mirarnos con temor ni rechazo, de no proyectar.

Nuestra caminata triunfal hacia Migraciones se vio interceptada por cámaras térmicas y un montón de personas que nos indicaban que debíamos presentar el documento en un mostrador y firmar un documento en el que aceptábamos ser ingresados en un centro de aislamiento por 14 días. Voy a economizar la parte del escándalo reduciendo el relato a una cuestión: ninguna de las personas que estaban allí era funcionaria de la ciudad de Buenos Aires. Ninguna. No había nadie con responsabilidad. Lo más parecido eran las funcionarias precarizadas de la dirección de tránsito porteña. Ante mi negativa a identificarme y permitir que tomara una foto de mi DNI una persona sin derecho a hacerlo, el inspector Cardozo, de la Policía de Seguridad Aeroportuaria, fue quien se hizo responsable por el manejo de mis datos e hizo el trámite que, por supuesto, yo no firmé.

A partir de allí me permitieron hacer migraciones, retirar el equipaje, pasar a la aduana, y me subieron a un ómnibus cuya capacidad se completó conmigo. En ese ómnibus estuvimos encerrados más de tres horas, en lo que constituyó el evento más riesgoso que me tocó vivir desde que empezó la pandemia. Casi 40 personas provenientes del exterior, más de tres horas, secuestradas en un ómnibus, sin agua y sin baño, porque estaba cerrado con una llave que estaba en otro lugar.

Luego de que cuatro personas rodeáramos al chofer, este accedió a abrir la puerta. Entonces sí, apareció un joven voluntario a gritarnos que no podíamos bajar, que estaban organizando los listados para dividirnos en dos hoteles. Hacía más de dos horas que intentaban armar dos grupos de 20. Y no había manera de hacerles entender que nos estaban cagando la vida. Había un veterano con muchas medidas de protección que bajó y dijo: “Tengo 83 años, necesito tomar agua, necesito ir al baño, soy grupo de riesgo, me van a enfermar”. Ahora se me caen las lágrimas; en ese momento estallé en una espiral de angustia sin poder entender cómo se deja en manos de personas de buena voluntad el manejo logístico de la pandemia más grave que hemos vivido todos.

Le pedí a la Policía que me detuviera, que me acusaran de cualquier cosa, que era necesario que interviniera una fiscalía, un juzgado, alguien con criterio y responsabilidad. No me haga escupirlo, oficial, esto no es contra usted. A ese ómnibus yo no me subo otra vez. Quisieron llevarme al hotel en patrullero, reduciendo todo mi planteo a una necesidad de show que, claramente, no existía. El voluntario me acusó de estar retrasando todo, de que por no querer subir al bus seguíamos todos allí. Cedí a la psicopateada sólo después de que una voluntaria me dijera que ellos sólo querían ayudar. Pero nos están cagando la vida, hermana. Tenés razón, pero sólo queremos ayudar.

Subí al bus enajenada, entre lágrimas y puteadas. Ya sin que por mí se estuviera retrasando nada, el bus se mantuvo en el lugar unos 20 minutos más antes de hacer las cuatro cuadras que nos separaban del hotel. Llegados allí, subió el voluntario a cargo del Ibis Hotel, convertido en centro de aislamiento, a hacer su speech. Alguien le dijo que nos explicara abajo, que necesitábamos salir de ahí. Respondió que si lo interrumpíamos sólo íbamos a demorar más todo. Porque la culpa era nuestra. No importa qué: cállese, no interrumpa.

Ya en las habitaciones, la estadía fue al estilo Cambiemos: según tus posibilidades económicas. Si tenés la capacidad económica, podés comprar por alguna plataforma lo que quieras, que los voluntarios te lo suben a la habitación. Durante siete días estuve allí. Cuatro veces por día me tocaban la puerta y me dejaban en un banquito comida sobre la cual no tengo quejas. Ojalá las viandas escolares fueran siquiera la mitad de lo que eran estas. Tal vez el jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, quiera anotar el menú y aplicarlo en las escuelas. O no.

O no, porque mientras la ciudad dilapidaba recursos para someternos a una situación de riesgo extremo, mantenía a un pueblo sin suministro de agua potable. Porque al Ibis tendrían que haber enviado a la gente de la 31 que tenía síntomas o había tenido contacto con alguien que los tuviera. Pero no. De la 31 se acuerdan cuando alguien les pregunta para cuándo las torres en ese lugar, cómo es que los negros siguen ahí, entre Retiro y Recoleta. Cómo es que en 12 años de gobierno no van a haber resuelto esa situación. Y no la van a resolver. Ya no hay cómo. Ramona ya no puede gritar por su pueblo. Qué vergüenza me da cada uno de los días que pasé en ese hotel. Qué vergüenza me da cada plato de comida. No eran para mí. Eran los de Ramona. Qué vergüenza me das, Rodríguez Larreta.

Lila Michalski, desde Buenos Aires.