El martes se produjo un incidente significativo en la Cámara de Representantes. La primera media hora de las sesiones ordinarias está dedicada a exposiciones de cinco minutos ajenas a los asuntos del orden del día. Mientras la diputada Verónica Mato realizaba una de ellas, el presidente del organismo, Martín Lema, le llamó la atención primero y le quitó el uso de la palabra después, alegando que violaba el reglamento.

Mato sostenía que en la cámara se les presta menos atención a las intervenciones de las diputadas, señalaba que eso es una forma más de violencia de género, y lo vinculaba con problemas generales de la sociedad. Lema consideró que infringía la norma reglamentaria que prohíbe las “expresiones hirientes”. La importancia del episodio no debería ser exagerada ni menospreciada.

Es un hecho que el respeto mutuo en el Parlamento deja bastante que desear, y que la mala práctica de distraerse con conversaciones laterales, celulares o computadoras es más frecuente durante la llamada “media hora previa”, en la que no siempre se habla de asuntos relevantes. Pero también es notorio que los malos modales afloran en mayor o menor medida según quién hace uso de la palabra: se les tiene más consideración a los altos dirigentes, a los veteranos y a los varones, aun cuando no tiene demasiado interés lo que dicen.

En este sentido, era muy pertinente lo que señalaba Mato, e incluso el hecho de que Lema se haya permitido silenciarla ratifica lo que ella afirmaba. No pasa lo mismo cuando, acerca de otros temas, hay legisladores que realmente se desbocan, sin que nadie los haga callar porque pueden herir la sensibilidad ajena.

Las transformaciones culturales de los últimos tres lustros no se debieron sólo a que Vázquez o Mujica fueran presidentes. Por eso, van a seguir siendo cada vez más las mujeres que toman conciencia de que son discriminadas.

Parece claro que incidieron, además, otros dos factores que corresponde tener en cuenta. Por un lado, Mato es frenteamplista y Lema es nacionalista; por otro, la diputada era en ese momento portavoz de una posición feminista que ha ganado terreno, y que les resulta particularmente molesta a quienes se proponen restaurar una “normalidad” conservadora.

Los políticos están, a menudo, convencidos de que la sociedad es obra suya. A partir de esa equivocada creencia, muchos de los actuales oficialistas piensan que los 15 años de gobierno del Frente Amplio fueron la causa principal de todos los cambios de la sociedad uruguaya que los perturban, y que ahora ellos pueden y deben revertir esos cambios. Esto es lo que a menudo subyace al reclamo de que los frenteamplistas “asuman que perdieron”.

Resulta, sin embargo, que las transformaciones culturales de los últimos tres lustros no se debieron sólo a que Tabaré Vázquez o José Mujica fueran presidentes (y los frenteamplistas deberían entender que no son de su propiedad). Algunos de esos cambios se produjeron a pesar de Mujica o de Vázquez, y no van a desaparecer ahora porque el presidente sea Luis Lacalle Pou.

Por ejemplo, van a seguir siendo muchas –y probablemente cada vez más– las mujeres que toman conciencia de que son discriminadas y no agachan la cabeza, aunque esto les parezca irritante a los conservadores y reaccionarios en cuestiones de género que hay, lamentablemente, en todos los partidos.