Las horas previas al Desfile se vivieron con gran incertidumbre en los locales de ensayo de las comparsas, y también en las mentes de los concurrentes expectantes con heladeras de espuma plast, bolsas y cajas de plástico con alimentos y bebidas prontas. El pronóstico meteorológico había anunciado lluvia, y cerca de la hora de comienzo de la celebración apareció en escena una fuerte ola de viento y el cielo se volvió gris, como un claro anuncio de tormenta.
A esa hora, cerca de las 20.00, los conjuntos estaban vestidos y maquillados; muchos de ellos luego de un viaje hacia Montevideo desde Durazno, Maldonado o Río Negro, como la comparsa Hechiceros.
Buena parte del público esperó ubicado en sus lugares: de pie, en los palcos o cerca del pavimento pintado de blanco, en las tres filas de sillas instaladas por los organizadores del evento que se fueron ocupando en el correr de la noche hasta llegar a su punto cúlmine cerca de la medianoche, con las Llamadas a pleno a ambos lados del vallado.
A las 20.00 dos comparsas quedaron listas a los dos lados de Gutiérrez Ruiz, para subir o bajar hacia Isla de Flores. En sus dos primeras cuadras, previas al recorrido del concurso, los conjuntos comenzaron a desfilar a puro chico, repique y piano para los vecinos y afortunados que libremente pueden ocupar ese comienzo de la fiesta, desde sus casas, balcones y en las veredas.
Allí se forma un clima especialmente íntimo y familiar. La gente alienta a cada conjunto antes de arrancar esta nueva llamada y comparte su emoción.
Por unos minutos, que pueden ser diez o quince, la próxima comparsa debe permanecer en pausa hasta que un funcionario municipal les señale “adelante”. También es la oportunidad de las primeras fotos. Vedettes y tamborileros aprovechan los segundos previos y puede que le pidan ayuda a algún vecino para concretar su retrato.
Las propias comparsas se aplauden entre sí, la que está a punto de salir y la que con muchos nervios debe esperar justo en el margen del festejo, y con la tentadora perspectiva visual que les permite relojear todo lo que se les viene.
Ahí está lleno de gente, sin demasiado orden. En una esquina se arma una barra grande de jóvenes que pueden entrar y salir de una casa; algunos de ellos se amontonan en un balcón y otros en la azotea.
En la esquina de enfrente el almacén del barrio se queda abierto hasta cerca de la una. Un tamborilero compra un refresco light; dice que necesita “azúcar”. Otro, un paquete de chicles finos.
Sigue el viento, a veces se detiene y vuelve con mayor intensidad, pero no llueve y arranca el desfile.
Cenceribó, la última campeona y que en la madrugada se convertirá en bicampeona, arrasa con tambores naranjas, rojos y amarillos y la impronta de su vedette Yamila Pintos. Cerca del jurado se detiene con ritmo muy clásico, las bailarinas rodean a la cuerda y deslumbran con una figura original de todo el conjunto: un dibujo en movimiento de un grupo de seres que parecen mucho más de los que se anotaron, una comparsa imaginada en un papel de movimientos coordinados y notable belleza.
- Leé más sobre esto: Cenceribó, la última campeona, ganó las Llamadas 2022
Unas cuadras más adelante, llegando a Santiago de Chile, el balcón de una casa se conserva cerrado con las dos hojas de celosías protegiendo a sus dueños de cualquier atisbo de fiesta. Por las dudas también tiene un tejido de hilos color verde. En el medio de la madera y el tejido, un pequeño gato blanco y negro mira el desfile impávido. Me sostiene la mirada todo el tiempo que yo necesite hasta que vuelvo sobre el desfile.
La sorpresa del curioso animal resulta un atractivo para cualquiera que pase por ahí. Un joven decide probar suerte, pero de repente la dueña de casa abre los postigos y rezonga a su mascota, que se escapó de nuevo de su vista para ver las Llamadas. La ocasión la obliga a quedarse un rato y presenciar todo el paisaje, pero como no le gusta demasiado conversa con el joven sobre las razones de su elección personal. Le cuenta: “Ayer eran la una y yo me dije ‘me voy a acostar’, pero imposible”.
Esa bajada es uno de los puntos preferidos de las y los candomberos, como la subida de Palermo entre Martínez Trueba y Salto, donde con un poco de suerte, las cuerdas se detienen para regalar uno de los ya clásicos cortes rítmicos.
Estos arreglos musicales pueden servir para conseguir algunos puntos más en el juicio del jurado, pero su verdadero atractivo es su capacidad de conectar a la comparsa con la gente, en una especie de juego sonoro de subidas y bajadas, cambios de ritmo y sorpresas, que finaliza siempre en una explosión que reinicia la fiesta con mayor intensidad.
Pasa Cuareim 1080. Una primera fila de tambores pintados de cielo avanza pesadamente. Adelante Wellington Silva -uno de los responsables del conjunto- vestido de traje blanco, lleva una valija del mismo color en su mano izquierda; un poco más adelante, el personaje de Cachila Silva camina atento y con notoria seriedad, igual que el del molde original. Se luce la vedette Serrana Sequeira con un traje negro y dorado de plumas, y tacos muy altos.
Detrás, la comparsa Valores viene a toda velocidad. Es su toque, pero esta noche aceleran un poco más el ritmo. La cantante Chabela Ramírez, al frente de las bailarinas, ordena la coreografía y dirige al grupo con ademanes que indican: hacia la izquierda, derecha, esperar o apurarse.
Comienza una leve llovizna. Un tamborilero de Valores lleva los ojos inyectados en sangre, y los dientes apretados. El público reconoce la intensidad y buen ritmo y les devuelve un gran aplauso. Una mama vieja discute acaloradamente con el gramillero, y luego comienzan a reír.
Desde Maldonado llega Generación Lubola. Una de sus bailarinas, cerca del final del desfile, pronuncia “ay, no puedo más”. Un dibujo gigante sostenido con unas pocas maderas y tres hombres recrea el conventillo de Medio Mundo.
La fiesta sucede también y de diversas maneras, por otros lugares cercanos.
En la calle Durazno, paralela a Isla de Flores, un hombre protegido con una frazada cuida vehículos y baila con el sonido de los tambores bien cerca. Es frecuente cruzarse con vecinos sentados en las puertas de sus casas, scrolleando su teléfono, algunos totalmente ajenos a la tradición. Allí también hay un sinfín de puestos de comida en medio tanques. Pasa gente apurada hacia los dos lados del desfile y, en una esquina, una puerta abierta permite ver una familia mirando el espectáculo en su televisión.
En Durazno y Gutiérrez Ruiz, punto clave donde se preparan la mitad de las comparsas, explotan fuegos artificiales en el cielo. La Facala está a punto de salir. El viento está más fuerte que nunca y viene con lluvia, y la sensación térmica indica un frío bárbaro. Algunos vuelven un rato al ómnibus. También regresa la incertidumbre con cuatro comparsas prontas para salir. Quince minutos después deja de llover. Dos carritos de supermercado cargan botellas de agua y otros implementos de reparación de La Facala.
Más abajo, le toca el turno a Sarabanda que sale desde el otro lado de Gutiérrez Ruiz. Enfrente, con Isla de Flores en el medio, su colega Hechiceros aplaude a la histórica comparsa del Cordón. César Pintos (86), su fundador, desfila como una joya, en el interior de un carro amarillo y negro, bien carnavalero, hecho con tela pintada y poco más.
Dos jóvenes inclinadas sobre las vallas bailan cada coreografía y le gritan “¡reina!” a las bailarinas de Hechiceros. Sus banderas, acorde con su propuesta, llevan calaveras, que representan al mismo tiempo reminiscencias de la cultura afro en Uruguay, como la de sus ancestros y sus costumbres.
La Rodó homenajea a la diosa Iemanyá. Detrás de la cuerda, un hombre lleva un cañón de papel picado. Antes de salir, su forma de entrar en clima o de pasar el rato es arrojar con su mano dos o tres papeles no muy lejos del piso. A pocos metros, justo en la línea de salida, espera su turno la comparsa LCV (La Ciudad Vieja) Una de sus bailarinas pone un pie en el desfile, se arrodilla y le da un beso a Isla de Flores. Luego mira al cielo y agradece.
.