“¿Quieren una internet gobernada por ingenieros y emprendedores, o quieren una manejada por burócratas y abogados desde aquí en Washington?”. Si en este espacio pecamos de reduccionistas, qué adjetivo le cabría al mismísimo Ajit Pai, presidente de la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC, por sus siglas en inglés), que impulsó esta iniciativa que modifica lo regulado por Barack Obama en 2015 con sus “reglas de una internet libre y abierta”. Lo que parece un mero cambio de etiqueta supone una rotunda transformación, ya que los proveedores de internet pasaron de estar sujetos a la autoridad pública de la FCC a ser servicios de información, con la potestad de brindar servicios diferenciales.
Los posibles escenarios son varios: acuerdos entre las grandes empresas y los proveedores para ofrecer sus servicios a una velocidad competitiva –y, por qué no, reducir los de su competencia–, emprendimientos pequeños perjudicados por no tener capacidad monetaria para obtener una velocidad mayor, medios de comunicación, páginas, y opiniones “penalizadas” con una conexión lenta, o directamente bloqueados a causa de lo que plasman en sus sitios.
Más allá de las consecuencias, que no son pocas ni leves, sorprende el cambio de escenario en Estados Unidos. En 2012 fuimos testigos de empresas e internautas poniendo el grito en el cielo ante SOPA y PIPA, las leyes antipiratería que les daban el poder a los proveedores de servicios para cerrar los sitios que consideraran que albergaban algún tipo de contenido que infringiera los derechos de autor. Ante este anuncio, los opositores fueron muy firmes: apagones en páginas icónicas como Wikipedia, rechazo abierto y explícito de Facebook, Twitter, Mozilla y tantos otros, marchas multitudinarias. Entonces, el resultado fue diametralmente opuesto, cuando la administración de Obama juró no presentar ningún proyecto que afecte la arquitectura fundamental de la red.
Parece al menos llamativo que esto no se reprodujera con la net neutrality; no sólo es la influencia de la administración Trump –tan distinta y tan distante de su predecesora–, sino que la propuesta es otra. SOPA y PIPA eran, al fin y al cabo, intentos de quebrantar el principio de la neutralidad de la red pero desde la égida del Estado. La censura que los proveedores realizaran sería siempre custodiada por la FCC y avalada por el Departamento de Justicia, lo que le daba al gobierno un papel protagónico en el control de internet.
Esa es la diferencia, y vaya si la es. Puede que sea una cuestión de percepción: la censura estatal disfrazada de derecho de autor suena más atemorizante que mejorar la competitividad del mercado en pro de los consumidores, aunque este último pueda representar el mismo daño. Los argumentos que se daban en contra de SOPA y PIPA se repiten casi en su totalidad ahora, pero no ha habido ni la mitad de las voces para esgrimirlos. Pareciera que las molestias del empresariado son selectivas: la neutralidad que la respete el Estado, no el mercado.