Huberto Orio corrió en motos de tierra en la categoría Mecánica Nacional durante unos diez años, desde fines de los 70 a fines de los 80. Su hijo Adrián lo acompañó muchas veces a las carreras, primero como niño y después como adolescente. Acompañaba, miraba y aprendía. Por eso, no fue de extrañar que terminara estudiando mecánica y abriendo un taller especializado en vehículos de dos ruedas.
―Lo construimos en 15 días con un amigo, usando maderas y costaneros. Ese taller llegó a tener fotos de mujeres y todo ―cuenta Adrián, y se ríe. ―Arreglábamos ciclomotores, principalmente. Así estuvimos un año hasta que abrí otro taller por mi cuenta, ya sin fotos, allá por el 97. Me hubiera gustado arreglar motos de cross o de carrera, pero no quise entrar en ese mundo porque tenía que estar disponible las 24 horas.
Orio Motos estaba sobre la Interbalnearia, a la altura de San Luis, y funcionó hasta 2014 cuando se impuso la gastronomía.
―La cocina y un taller mecánico no se parecen en nada. La mecánica es ingrata. Venís y te arreglo la moto, pero salvo que haga una reconstrucción, queda igual. Le arreglaste una cosa y si después se rompe otra cosa ya dicen que fue por tu culpa. Hoy manualmente creo que todavía podría arreglar algo, pero perdí velocidad de diagnóstico. Eso es lo más difícil de la mecánica, como para los médicos: diagnosticar.
La transición de un mundo al otro no fue traumática, se dio en etapas. Primero, por curiosidad, hizo algunos cursos: un taller de cocina internacional con Marcelo Bornio (“hacíamos arroces, pastas y pescados”); otro con Santiago Cerisola, Osvaldo Gross y Dolly Irigoyen (“la del canal Gourmet”); con Claudia Errazola hizo arte en caramelo, y cocina de vanguardia con Esteban Briozzo. Por esos tiempos se estresaba cuando cocinaba para sus amigos: “Se ve que era falta de confianza; me llevó años sentir que podía cocinar profesionalmente”.
Pero un día llegó la fe. Armó un equipo con su pareja, Mariela, y con una amiga de ambos, y se presentaron en CocinArte, un evento gastronómico en Paysandú.
―Hicimos un pollo con puré de topinambur y salsa de butiá y sacamos la medalla de plata en la categoría amateur. No sé si porque fue la primera medalla o qué, pero la disfrutamos más que cuando hicimos un conejo con espuma de topinambur y un postre de gelatina de arazá y nos dieron la de oro.
En el verano de 2013 Adrián decidió dejar el taller de motos por unos meses y trabajó durante la temporada en Punta del Este. En el verano de 2014, junto con una amiga, abrieron un restaurante en Cuchilla Alta: Arazá Bistró. Al terminar el verano Adrián volvió al taller, pero su cerebro ya tenía muchos recuerdos de aromas y sabores. Tras varias charlas con Mariela, decidieron que había que dar el salto. En setiembre de ese año fue la última vez que se reparó una moto en aquel taller de San Luis. En noviembre, en Maldonado, abrió sus puertas Macachín.
―Abrir fue horrible, el primer mes y pico no venía nadie, sólo amigos ―cuenta Mariela. Y se ríe.
La cabecita | “La comida empieza en el cerebro, ahí acumulás recuerdos de sabores, temperaturas, hasta de texturas. De ahí después salen los platos”, explica Orio. Silvia González, su madre, da fe de que el cerebro de Adrián acumuló esas memorias desde muy temprano: “Cuando tenía un año y medio él abría el horno de la cocina, se paraba sobre la puerta y batía ollas y sartenes viejos que estaban en las hornallas. Y a los 12 años me esperaba con la cena pronta cuando volvía de trabajar. Igual hacía una carne rellena al horno con esa edad”, asegura con el cariño y el orgullo con que se relatan las hazañas de los hijos. Esa predisposición gastronómica viene también desde su abuelo materno, que trabajó toda su vida como repostero. Don Osvaldo González entró a trabajar a Postres Chajá con 11 años. Cuando se independizó lanzó el Postre Nevado, una variante del Chajá pero más económica. Cuenta Silvia: “Se vendían en el estadio y también por los barrios, a los gritos. Los llevaban en cajones de madera y gritaban: ‘Postre nevado’. Llegó a tener vendedores en todas las capitales. Un día vendió y armó Punta Ballena, que fue un éxito cuando ya la había vendido”.
Tortilla de panchos
El reloj dice que son las 18.15 del sábado 15 de julio de 2017. En el salón de Macachín, un pequeño restaurante que pasa casi desapercibido a pocos metros del Campus de Maldonado, se ve una imagen que podría ser de otro tiempo y lugar. La mujer plancha manteles y servilletas en una mesa. El hombre toma mate en una silla que inclina hasta que tiene las patas delanteras en el aire y el respaldo apoyado en una pared, aunque como él es largo, mantiene los pies firmes en el piso. Él es Adrián Orio, mecánico y cocinero. Ella es Mariela Risotto (sí, un apellido casi designio), empleada de un estudio notarial, sommelier y conejillo de indias gastronómico desde hace 26 años:
―¿Te sedujo cocinando?
―No. Cuando nos conocimos me hizo una tortilla de frankfurters ―responde Mariela, y ríen ambos―. En esa época comíamos panchos todos los días. Y de postre, Batón.
Macachín es, para ellos, una demostración de coherencia, la reivindicación de una forma de entender el mundo. Adrián forma parte de Slow Food, un movimiento internacional nacido en Italia que busca rescatar los sabores locales en contraposición a la estandarización de materias primas y sabores en la gastronomía.
―Mi filosofía es usar productos locales, pesca artesanal, frutos nativos, cosas de recolección, como el catay, que es picante, fuerte, pero se va enseguida, no dura en la boca como el ají. O la totora, que cuando es verde su fruto es como una mazorca, y si la hervís la comés como un choclo. Hasta el polen se le usa. Cortás la parte masculina de la flor, la ponés en una bolsa y la sacudís. El polen queda ahí y si bien no he experimentado, tengo entendido que lo usan como harina para panes y cosas así.
Mariela agrega que el único producto no uruguayo que ofrecen es un té orgánico de California.
―Todo lo demás es de acá, y la mayoría es hecho por gente que trabaja con pequeñas producciones. Acá no vas a encontrar un refresco o una cerveza industrial. Ni siquiera un convenio de exclusividad con una bodega. Imaginate si por ahí pruebo un vino que me parezca recomendable y no lo puedo ofrecer a mis clientes porque hice un acuerdo comercial. No tiene sentido, perderíamos libertad.
Adrián la escucha y asiente en silencio. Después dirá que no sabe si él es un gran hombre, pero que está seguro de tener una gran mujer.
―Ella es la que más apoya, porque la locura de Macachín es mía.
El apoyo al que hace referencia no es simbólico ni espiritual, es concreto: la casa de la pareja es en San Luis, el restaurante está en Maldonado y Mariela trabaja en Montevideo. El resultado es que viven separados buena parte de la semana.
―Yo me vengo para acá los viernes, después de trabajar y nos volvemos juntos los domingos. Como Adrián tiene libre los lunes, se queda en casa hasta el martes a mediodía, cuando nos volvemos a separar. Esto te da satisfacciones, sí, pero tiene su precio.
La cocina y la tele | “Algo que me marcó como cocinero investigador, creativo, fue mirar programas del Negro Capdepon*. Eso me marcó montones. Fui un par de veces a comer a su restaurante, Carumbé, que estaba en Solís. Él era un crack. Ahora miro Masterchef porque va en mi día libre. Es un programa de televisión y se mira como lo que es, pero entretiene, distiende. Lo que está pasando es que mucha gente quiere aprender cocina, pero lo que ve en la tele no es el trabajo de un restaurante, no tiene nada que ver. En la tele ves todo impecable, ollas a estrenar y la gente siempre riéndose, pero la cocina como trabajo es estresante. No en lugares como Macachín, que son chicos, pero en los de servicio grande son estresantes. Nosotros tratamos siempre de meterle humor, pero nos peleamos igual. Nano y Mariela entre ellos no tanto, pero yo con los dos sí [risas]”. * Juan Pablo Capdepón (1974-2008), chef y comunicador, condujo los ciclos Rutas y sabores y Las cacerolas del Negro por canal 10.
Mise en place
A las 19.30, en la cocina de Macachín están sus dos integrantes fijos, Adrián y su sobrino Laureano, que estudia Educación Física en el Campus y es su asistente. Además está Matías, amigo de Laureano y estudiante de cocina, que vino de pinche a aprender. Y Silvia, la madre de Adrián, que se arrimó a dar una mano esta noche. En el salón, Mariela pone los manteles ya planchados sobre las mesas. Es una jornada especial: se ofrece un menú degustación de siete pasos pensados hasta el último detalle. Se nota en la pizarra que todos miran y repasan antes de empezar a ordenar los materiales. Allí están descriptos los platos, uno por uno y con todos sus ingredientes. Además, están dibujados de la manera en la que tienen que presentarse a los comensales.
―Los ojos tienen importancia, porque primero lo ves y lo olés. Aunque la gente no se da cuenta del olor; no olemos mucho los humanos. La ubicación es importante, no sólo para la vista sino para comer. Si ponés una proteína, va adelante, para que puedas cortarla sin problemas. Si te pongo las papas adelante y la carne atrás, se te va a complicar.
Para arropar tanta idea es que uno de los muebles más importantes de Macachín incluye todo tipo de vajilla. Platos redondos profundos sólo en su centro, platos cuadrados, platos triangulares, piedras rectangulares travestidas en platos y hasta platos con forma de plato.
La idea de un menú degustación como el de esa noche es lo que más atrae a Adrián como comensal. “A mí me gustaría que fuera como el final de la película Ratatouille, llegar, sentarse y decirle al cocinero: ‘Sorprendeme’”.
Los siete pasos de esa noche eran, según se anunciaba en el Facebook del restaurante: hongos deliciosos, chorizo, pascualina, chupín, asado, arroz con leche y zapallo en almíbar. Pero una frase alertaba: Versiones creativas de Macachín. Lo que quiere decir romper esquemas.
Por ejemplo, el chorizo al vino blanco se presentó en rodajas apoyadas sobre puré de boniato, y decorado con una tirita de morrón en escabeche y un chip de cebolla. La deconstrucción del choripán. La pascualina en realidad era una minitortilla de pascualina, que encima llevaba la yema de un huevo secada en sal, junto a una barra de hojaldre y queso parmesano. Una vez armado el plato, un golpe de soplete terminaba la preparación.
El asado fue el plato que llevó más horas de elaboración. Primero lo cocinó durante tres horas y media en una asadera con vino tinto, todo cubierto por papel aluminio. Luego lo deshuesó, lo prensó y lo mandó al freezer durante otra hora y media. Después lo sacó, lo cortó en porciones exactamente iguales con una regla T, le dio un golpe de plancha como para sellarlo y lo mandó al horno. Al sacarlo ya había hecho chicharrones con la grasa, así que colocó un par sobre la carne y otra vez soplete, antes de mandarlo a la mesa acompañado de verdes de su propia quinta y un chimichurri fermentado.
El arroz con leche era espuma de arroz con leche y el zapallo en almíbar venía envuelto en una capa ultradelicada de caramelo y montado en una “tierra” de chocolate.
Cada plato fue presentado a los comensales por Adrián o por Laureano. Cada plato hizo llegar a la cocina aplausos de aprobación. La noche terminó con el cocinero feliz .
―Viéndote, parece que la cosa es aprender técnicas, experimentar y aplicarlas. ¿Es como jugar?
―Hay un juego, sí, pero tratándose de un trabajo, no sé si es tan así. Si no hubiera algo placentero, no podría hacerlo ni loco. Macachín es un paso. El día que no cree y no crezca en esto tengo que dejar de hacerlo, estoy segurísimo. Cuando llegue a un techo no sé si podré seguir. Igual no volvería a las motos, lo más seguro es que ponga un vivero ―concluye, a las risas.
Fermentos | ―Un paradigma que ha cambiado últimamente es el de lo fermentado. Antes estaba mal y ahora es moda. ―Se lo está revalorizando. Se dejó de usar por que se impuso la idea de que todo tiene que ser estéril, y el error de que las bacterias son todas malas. Cada ser humano tiene como tres kilos de bacterias y microbios. No me acuerdo el porcentaje, pero las nocivas son muy pocas en comparación con las que no lo son. Te aportan, sobre todo en lo digestivo y lo inmune, muchas cosas buenas. Dependiendo del producto, lo mejoran mucho. A veces desarrollan sabores que el producto crudo o cocido de la forma tradicional no tiene. Una mermelada hecha con higos que dejes fermentar un par de días queda totalmente diferente. La famosa salsa Pitzer: el método casero es fermentando primero el tomate. Pero comercialmente se dejó de hacer.