No es “la cocina de” ni “los viajes de”, tampoco “los secretos de”, aunque tomen un poco de cada canasta los Relatos y recetas que Lucía Soria, la chef de Jacinto, la jurado de MasterChef, pone en librerías en estos días editada por Grijalbo ($ 990). Para Francis Mallmann, su mentor en el oficio, lo que Soria decide colocar entre tapas duras, con fotos del paso a paso y primeros planos que harían que una asadera con vegetales mereciera el rótulo de escandalosa, es “un estilo de vida”.

En poco menos de 20 páginas iniciales, la cocinera cuenta en primera persona episodios que van hilando escenas familiares, gusto y vocación, como cuando en Los Negros, en José Ignacio, quedaba admirada calculando cómo un par de manos con un par de cosas podían “hacer algo tan rico”, asi nomás, y cómo el tiempo fue cerniendo los ingredientes básicos: “Esa capacidad se logra con los años, pero también tiene que ver con lo que comiste, con cómo te cocinaron tu mamá, tu abuela, tu padre”. Dice Mallmann, de algún modo contradiciendo lo anterior, que ya la conoció con “la hermosa y sencilla medida del gusto: sal de mar, pimienta y aceite de oliva”. Compara, como en un acto de sinestesia, su modo de cocinar “sin necesidad de disfraz alguno” con su forma de vestir y andar. “La he observado cocinando afuera, en la paz de fuegos de campo bajo las estrellas, y también en la batalla imperdonable y aguda de centenares de comensales, aguerrida, gallarda y certera”.

Las instrucciones de uso del volumen confirman una voluntad de ir al grano, de organizarse desde cuánto ir sacando de la heladera para tener lista la mise en place (término que si no aprendimos en academias, nos enseñó alguna plataforma), es decir, todo dispuesto antes de empezar, pero, fundamental, disfrutando del proceso. Lejos del juicio implacable de la figura mediática, el juego acá tiene reglas más laxas: “Cociná con ganas, observá con atención y tratá de hacer lo mejor que puedas”. Revisando tapes de Lucía Soria no es difícil toparse con consejos atendibles que también la perfilan, como la preocupación por colocar distintas texturas en una misma preparación, igual que el despliegue de nociones con otro grado de arbitrariedad o picardía, como que “las cosas en un plato tienen que ser impares porque así lo dicen los japoneses”. Del mismo modo, en su libro comparte caminos posibles y piques, técnicas de corte y estructuras de trabajo, mientras brinda libertad para buscar, por ejemplo, la proporción justa en que cada uno considera hacer intervenir los condimentos. Pero decide y anticipa que, aunque siendo argentina y viviendo en Uruguay, donde la cultura de la carne impera, el apartado sobre animales de tierra es breve ya que abusamos de su consumo.

Así, al aire de la chef, el lector encontrará, pasando revista a unas 80 recetas de diversa dificultad, muchos panes y postres, la “fórmula para hacer una buena ensalada” o para logar una vinagreta, pastas, frutos de mar, pero, sobre todo, una cantidad de formas de ponerle gracia a un plato, a la que no casualmente Soria y sus editores agrupan en el capítulo uno como básicos. Entre esos básicos figura la pangritata, el labneh, las alcaparras fritas, los chips de ajo, la salsa romesco, el confit de limón, la criolla de zucchini. Hay que reconocer en esos detalles todo eso que además de las flores en el salón, la luz de los ventanales, el servicio, la calidad del producto, el equilibrio de las combinaciones, hizo que esquinas como las del restaurante Jacinto fueran punto de referencia en la plaza gastronómica de Montevideo mucho antes de que su dueña tuviera frecuencia semanal ante las cámaras. La posibilidad de replicarlo en la propia mesada, o acumular experiencia en el intento, no parece ser un mal plan.