No es raro encontrar chacinados fuera de las parrilladas. La morcilla nutre las entradas de varios restaurantes sofisticados, en las ferias gastronómicas se consiguen salchichas de cordero con curry, está la parcialidad del chorizo casero contra la del industrial, y los cursos para obtener nociones de charcutería se llenan.
“Me parece que se está volviendo al producto”, dice la cocinera Florencia Curcio. “Si antes los platos en los restaurantes eran súper elaborados, se complicaban con recetas muy técnicas; ahora a lo que se está aplicando más tiempo y cuidado es a hacer cada producto casero. Es la tendencia, desde los quesos hasta los panes, los embutidos y los fermentados. La gente está aprendiendo a hacer, que es como también aprendés a consumir, porque podés evaluar qué estás pagando y qué tipo de producto querés abonar para que lo sigan produciendo. Está yendo para atrás el tema de lo industrial, la gente está abriendo los ganchos. Creo que es una cosa global”.
Junto con Inés Marracos y Gabriela Miconi, hasta hace poco formó parte de Gaucha, “un espacio de intercambio en el que cada una volcaba sus recorridos y sus intereses personales. Por ejemplo el pan, que vengo trabajándolo hace cuatro años. Se dio naturalmente una investigación familiar y con amigos que se colgaron en el tema, aunque no son panaderos ni gastrónomos. Fue un poco eso lo que quisimos contar desde Gaucha: que la gente puede involucrarse en un oficio y no tiene por qué dedicarse a la cocina. Vos te podés enganchar y a la vez te alimentás mejor o tenés esa linda cosa para regalar”. Marracos, que continúa con el emprendimiento, destaca la campaña que iniciaron en Gaucha “de recuperación de saberes que están un tanto olvidados. Con esto queremos reconectar a las personas con estos oficios que a su vez conectan directamente con el origen de los alimentos, los ciclos de la vida y la naturaleza. La idea es generar productores y consumidores más conscientes”.
Curcio señala que “los embutidos tienen una barrera un poco más alta porque no todo el mundo tiene embutidora y no todos acceden a la carne de primera que necesitás, con la trazabilidad que necesitás. Porque si no le querés meter todos los conservantes y los procesos químicos por los que pasa el embutido industrial tenés que partir de carnes que hayan estado muy cuidadas en todo el proceso, si no es un peligro. Para esto, que no teníamos tanta información de primera mano, recurrimos a Laurence Lamare, compañera de Slow Food, que sabemos que tiene una metodología de trabajo excelente. Ella dio cuenta de su experiencia. Hay miles de sistemas para embutir; los italianos tienen uno que se llama salumi, cada maestro con su librito”.
Los encuentros con la francesa Laurence Lamare, radicada en Maldonado, se repetirán a principios de agosto en fecha a definir, pero se pueden dejar consultas a través del correo contacto@ gauchacocina.uy. “Lo lindo de los talleres es que la experiencia es irrefutable; no es que sea la única forma, pero ahí la gente podía plantear todas las dudas a alguien que realmente lo hace y vende, que pasó por un montón de errores y perdió partidas. Esta gente vive de eso, entonces creo que ahí hay un diferencial. No desmerezco la docencia, pero en este momento queríamos acercar gente común, que no fuera una experiencia formal, académica”, remata Curcio, quien por estos días se apronta para dar a conocer un proyecto parecido pero distinto, de reuniones entre el aprendizaje y el buen vivir, esta vez en el Kitchen Studio de Sinergia Design.
Visita
El microbiólogo chileno Marcos Somana cruzó la cordillera con un salame imperdible que invita a probar. Maestro charcutero y asesor cárnico, pasó los últimos años ligado al negocio familiar La Carnicería, “siempre buscando la manera de cómo mejorar para ofrecer productos más complejos”, y ahí descubrió la charcutería, “procesos grandiosos en los que la carne se transforma”. De todo eso va el seminario teórico-practico participativo que viene a dar este fin de semana en La Obrería (Pérez Castellano 1457). “Desde mi perspectiva la charcutería es un oficio que, como otros, ha estado implícito e inmerso en nuestras tradiciones gastronómicas; obviamente son nuestras culturas y ubicación las que le terminan dando forma en esos productos icónicos que tanto nos gustan”. Somana dice que al mismo tiempo “hay una base teórica-práctica transferible y universal”. Los participantes no tienen que llevar materiales, y además de irse con la panza llena, se llevan un recetario y un certificado. “Mis seminarios son didácticos basados en enseñar criterio, entender lo que pocos explican para así poder elaborar productos de calidad e inocuos, temas que cualquier persona puede comprender, desde público en general, estudiantes de gastronomía, hasta tecnólogos en alimentos. El panorama es bastante amplio elijas o no dedicarte al oficio; lo importante es que conociendo seremos más críticos al momento de hacer, comprar o consumir charcutería”.
Reconvertida
“Los cocineros están insatisfechos con lo que hay para trabajar en el mercado y quieren elevar el estándar, por eso quieren elaborar sus cosas. Me parece legítimo, y además preparar dos kilos de chorizo te toma media hora. Con un curso ya tienen las bases para poder lanzarse”, asegura Laurence Lamare, originaria de Saint Germain. “Hay mucha gente que lo hace en el campo con cualquier recorte y a ojo, pero para sacar un producto que sea igual cada vez tienes que tener las bases sobre manipulación y de temperatura de la carne. Es muy fácil elaborar los productos crudos; después está el paté, que es más complicado, pero también se hace. Además, yo les doy las bases pero el producto va a ser suyo y le van a dar su identidad. Respetando las reglas de proporción, después inventan lo que quieren, porque es enorme el abanico de posibilidades”.
Vinculada a Uruguay a partir de su primer matrimonio, cuando se separó la vuelta a Francia la enfrentó con un país en el que ya no se hallaba. Así que entusiasmó a sus hijas y a su nueva pareja con venirse al sur, donde compraron una chacra. Criada en un ambiente curioso por lo culinario, de joven Lamare había tenido ocupaciones de algún modo vinculadas a la gastronomía, aunque sin meter manos en la masa: “Trabajé en restaurantes, fui periodista, fui relacionista pública para Fauchon, una casa muy famosa de repostería que tiene más de 100 años; también trabajé para Moët y Chandon”. Pero su formación más específica fue en L’école Nationale des Charcutiers Traiteur- Ceproc: “Fui parte de la primera promoción de gente en reconversión, adultos que nos formamos y pasamos el mismo diploma que los jóvenes. Éramos 12”, cuenta. Todo empezó porque ni a ella ni a su marido les gustaba la oferta local. “Por eso me formé en chacinería tradicional francesa, porque acá la propuesta era muy pobre”.
Aparte, Juana V, la chacra donde se mudaron y a la que por cábala le mantuvieron el nombre, había sido un salón de té y cada tanto la gente llamaba para reservar mesa. La historia de cómo se les ocurrió montar una fábrica de chacinados y de las habilitaciones que tuvieron que conseguir es “larga y penosa”, recalca Lamare, que también se queja de los monopolios. “Cuando empezamos a hacerla funcionar, como había que seguir las reglas de bromatología de la industria nos dimos cuenta de que no era viable económicamente”. Así que durante un año reconvirtieron el establecimiento para hacer carne madurada, pero a largo plazo tampoco funcionó. Hasta hoy los clientes solicitan sus ya famosas salchichas especiadas, pero Lamare, que actualmente elabora panes franceses, responde que sólo está habilitada a servirlas en el local, por encargo o si las elabora directamente en el sitio donde se vayan a consumir. “No soy políticamente correcta, pienso que la escala de este país no es para industria. Tendría que haber 1.000 personas trabajando cada uno en lo suyo, empleando dos personas. Es menos peligroso, pienso, porque uno que trabaja su producto a pequeña escala y que vende directo a sus clientes es más responsable que otro que tiene 100 empleados y no puede estar atrás de cada uno averiguando si se lavan las manos”. Por eso organiza las sesiones de formación, porque se convenció de que “fomentar que cada uno haga sus chacinados es la única forma de que cambien las cosas”.
Lo que no es igual, observa, es la composición del chorizo industrial que probó en 1992, la primera vez que vino. “Empeoró, claramente. Creo que usan mucha más gelatina y lo estiran con fécula de mandioca y soja; en toda la chacinería hay soja. Acá el reglamento te autoriza a sacar un producto con 70% de grasa. Esto no se permite en Francia, no existe. Los criterios son 25% –yo trabajo con 20%–. Además, cuando aprendés las cosas bien aprendés a distinguir cada tipo de grasa: en el cerdo hay tres clases y sólo una sirve para hacer un producto de buena calidad. Para chorizo hay que usar la grasa dura que está desde la nuca hasta el lomo, ese es el tocino. Hay otras especialidades con la grasa blanda, por ejemplo la butifarra; nosotros tenemos un equivalente en Francia que se llama rillette, salvo que lleva menos grasa. Después está el porcentaje de sal, de especias; hay que ser muy cuidadoso con las medidas, se pesa todo, es súper preciso. Por ejemplo, la nuez moscada es medio gramo por kilo. No es a ojo, como hacen muchos”.