Existe la idea persistente de que se llega al placer de disfrutar el café gracias a la perfección de los procesos de elaboración que desembocan en la oscura bebida en nuestra taza. Pero es sabido, para quienes amamos este rito, que tomar un café o, para el caso, disfrutarlo, es algo que está muy relacionado también con el momento que destinamos a hacerlo. Por lo menos en partes iguales. Entonces, dejando de lado a todos esos consumidores voraces, bebedores de oficina, fanáticos del fastfood de última moda y bebedores compulsivos de sticks, podemos decir que aquellos que apelamos a una cultura del café hemos encontrado a nuestro mejor aliado en la cafetería. Y es que una cafetería no es, o no debe ser, un espacio cualquiera.

Desde las primeras cafeterías inglesas hasta la actualidad ha existido un arte peculiar, que consiste en desarrollar esos espacios en los que uno puede sentirse a gusto para, parsimoniosamente, saborear un café. Solo o acompañado, el ritual exige distensión, y para eso es necesario un ambiente que acompañe, que se adapte a lo que el cultor del café espera; un espacio idóneo para una reflexión, una lectura o una charla explayada. Es esta y no otra, tal vez, la mayor carencia del incipiente mercado del café en Montevideo: la falta de espacios en los que uno se sienta invitado a permanecer con discreción en la mesa, sin la urgencia del consumo como imperativo social, sin el empuje avasallador de la novedad y la experimentación. Un espacio en el que sencillamente relajarse, pedir un café y dejar correr el tiempo.

Cantina de borrachos

Una vieja y sucia cantina. Eso había antes de que abriera Lida Café en Constituyente casi Carlos Roxlo, a medio camino entre los Institutos Normales de Montevideo y la Facultad de Ciencias Sociales y a pocos metros de la sede de OSE. Tan así, que volver a mirar hacia esa parte de la calle tomó un tiempo discrecional, incluso para los vecinos del barrio. No obstante, el cambio, una vez que se produjo, parece más obra de la magia que de una reforma; es difícil de ocultar. Atravesar la puerta colonial de madera que separa la cafetería de la calle es hacer la transición, imposible, entre el caos absoluto de la vida céntrica y el relax que sólo se espera de esas sobremesas en el estar con una taza humeante en la mano.

Desde el sofá de la antesala hasta el mural del fondo, todo en la cafetería parece remitir a esa sencillez acogedora de un living rústico. Luces cálidas y tonos de madera, verdes y blancos, acentuados por líneas negras, rematan el ladrillo de las paredes y los tirantes a la vista del techo. Una mesa baja de nogal, sonidos de bossa nova y de otros ritmos brasileños, y un ambiente que refuerza lo natural sobre lo moderno completan las armas con que este nuevo espacio nos acorrala frente a una pared de delicias de bollería artesanal preparada por Mariana Rodríguez, la propietaria de este emprendimiento, nombrado en honor a su abuela. Tradicionales medialunas y scones, y una amplia gama de budines, postres y tortas dulces son la tentación obligatoria a la hora de la merienda, para sentarse acompañados de una taza de moca o de Colombia, oriunda del Palacio del Café, y dejar pasar la tarde. Si yo fuera usted evitaría irme sin probar la torta de chocolate con mousse de dulce de leche; sencillamente inexplicable.