Hanan Rasheed nació en Deir Dibwan, un pueblito cerca de Ramallah, en Palestina. Es madre de Nadya Rasheed, la embajadora de aquel país en Uruguay desde hace un tiempo no muy largo. Para la ocasión de venir al sur a representar a su país y todo lo que eso implica, Nadya le pidió a su madre que la acompañara.

Hanan es una cocinera profesional personal y privada que supo deleitar en Nueva York, The Hamptons y California, habiéndose preparado en el Instituto de Educación Culinaria de Nueva York y “entrenada” en la fundación de James Bear. Emigró a Estados Unidos en 1973, cuando perdieron su casa en Palestina. Con esa pérdida, dice, perdió además el olor de la cocina de su madre, pero ese olor nunca dejó de ser su inspiración, a pesar de tener que adaptar los aprendizajes de la cocina familiar al nuevo entorno.

En su charla TedX, Hanan habla de una mesa saludable, o de la posibilidad que brinda la comida para el diálogo, para el encuentro. En Uruguay, Hanan encontró en las plantaciones de olivos y en la producción del aceite, así como en la brisa criolla sureña, tejidos nostálgicos que la llevan a su patria. Hoy, más allá de las tareas que implica su profesión, que es además la pasión que la mueve, tiene una especial dedicación a los nietos, al sufrah de la casa y a establecer puentes desde la comida original de su entrañable Palestina.

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Dice Hanan que el viento criollo de los barrios yoruguas, ese vientito serrano de la penillanura, ese vientito sureño del Río de la Plata, ese vientito nuestro que es también suyo, la lleva a su casa. Dice Hanan que esa brisa que sacude los prados la lleva a Palestina. Ese vientito y la comida. Esa brisa que se lleva los olores a otras narices y a otros pájaros trae recuerdos de la infancia de Hanan, de la infancia de Nadya, su hija, la embajadora en nuestro país, de la infancia de sus nietos y nietas, con quienes compartir es comer y jugar, y hablar, pero siempre comer bien rico y bien original de los pueblos que pueblan su sangre.

Hay en quienes hace años que vivimos en este rincón de América esa melancolía de la que hablan las canciones; en ese olorcito a comida que sale de la cocina de Hanan y que llega a olfatos parias, hasta en otras formas del olor, está esa otra melancolía, la melancolía de la extranjería. Cuando Hanan se refiere a su patria, la melancolía es tangible: se palpa, se toca, se cocina, se huele, se prueba.

Hanan baja un poco la mirada, entorna los ojos como si de una puerta se tratase, se apoya en la mesa y corre un plato, deposita otra bandeja y sirve el té. Vuelve la mirada a mis ojos, mientras deja caer la menta sobre el negro líquido del vaso y en sus ojos que extrañan hay un país delineado, una historia que es su propia historia, que se traduce en la mesa donde comemos.

Hanan abre la ventana y deja que el viento entre, abre la ventana y deja que las esencias salgan a la caza de narices distraídas como las mías. En los paladares es otro el cantar. En los paladares a la mesa con Hanan hay una intervención artística, un paréntesis del gusto. Cuando pruebo las delicias que dispone sobre la mesa, extraño un país que no es el mío, extraño un lugar que no conozco, extraño la esencia de su gente y de sus prados, movidos por un viento parecido al que peina el patio.

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Foto del artículo 'Una tarde en el sufrah'

Foto: Federico Gutiérrez

El sufrah es la mesa donde la comida se dispone. Sobre el sufrah hay un mapa: donde está el hummus están las abuelas, donde están las zaytunas están los detalles, donde está el qareeyah está mi casa y donde está el pan están las manos de la gente. El pan se corta con las manos y se hunde en baba ganoush.

El té es siempre, es el caudal que no cesa. El café es otro rollo, el café sentencia una conversación incómoda y la termina, sentencia un acuerdo o un desacuerdo, el café despide, salvo que aclares que no es una despedida. El café despide y el té acompaña.

Sobre el mapa hay un río de té que nos hermana, una borra de café que nos ubica. Lydia nos acompaña a pasear por el sufrah, habla un perfecto español y termina por unir los puentes del idioma donde quedamos varados. Lydia amalgama esos silencios del entendimiento y nos lleva de la mano por los pueblitos de la mesa que habitamos.

Cuando en un mortero Hanan muele frijoles y magia, siento que es un desayuno para siempre. Dice Hanan que cuando era niña era una flah, donde la efe suena fa, y la hache no es muda, tiene hasta acento. Una flah (una falaja) es una campesina, una campesina en los prados de la brisa. El ful mudammas, este preparado de frijoles, es para cualquier momento del día. En esa mezcla, dice, morían las hortalizas que iban quedando porque no había cómo refrigerar en el campo de la infancia de Hanan en Deir Dibwan. Las hortalizas de la infancia de Hanan mueren en el ful mudammas que comemos hoy.

Cerca de la mesa hay una planta de olivas, un pequeño arbolito. Los árboles de oliva –y el aceite, por lo tanto– también la acercan a su casa. Nos acercan. Lo usan en todas las comidas. La época de la cosecha de aceitunas también es una época de festejo, de familia, de “food and family”, como dice Hanan, antes de soltar una risa contagiosa. Hanan lleva a Palestina en los sabores y los sabores de Palestina llevan a Hanan por el mundo.

Ando por las callecitas de Deir Dibwan mientras ando por la cocina de Hanan. Hay una serie de árboles frutales en este pueblo que no es mi patria, me traslado entre esos árboles y en las ventanas de las casas por donde entra la brisa y sale el olor a comida hay gente invitándome a pasar y hay una mesa servida, el sufrah. Los palestinos y las palestinas son seres pasionales que aman la comida y sentarse a la mesa con gente. Hay platos para cada estado de las cosas, y hay detalles que diferencian a una mesa triste de una mesa feliz, como el cardamomo en el café o las nueces en la comida. Si hay tristeza no hay cardamomo, si hay tristeza no hay nueces.

Ando por las callecitas de Deir Dibwan mientras ando por la cocina. Hanan se pasea por la cocina que es el pueblo, como una niña muy parecida a sus nietos y nietas.

Me invitan a la mesa y yo, que sólo sé escribir, me ubico como puedo en torno a la amistad esporádica de una tarde. Agradezco, vuelvo a mi “vidalita orientala lejana y pura”, me llevo comida para después, porque así son en Palestina, donde creo haber estado, una tarde, en el sufrah de Hanan.