“Dibujo para hablar poco”, avisa, pero no cuesta la charla. Hay de qué conversar, porque la historia empieza lejos. En 1978, cuando tenía 25 años, consiguió que el banco donde trabajaba —en Trinidad, su ciudad— lo trasladara a Montevideo. Inmediatamente, pasó a recorrer redacciones con su carpeta de dibujos a cuestas. Un periodista de Flores le hizo el puente con la gente de El Día. Al mes lo llamaron: preparaban la cobertura del Mundial en Argentina y precisaban gente.

Al año siguiente, lo convocaron de una agencia de publicidad y dejó de ser bancario. Y al poco tiempo, algo pasó en El Día: apareció un suplemento de cultura e ideas, con formato elegante y con una línea política algo despegada de la del resto del diario, que oscilaba entre la posible oposición y el acatamiento a la dictadura. En sobrio blanco y negro, La Semana, que dirigía Ricardo Lombardo, solía abrir con ilustraciones a página entera de Hogue. “Fue histórico por lo que fue y por quienes lo integraban: grandes periodistas y críticos como Enrique Estrázulas, Alicia Migdal, Jorge Albistur, Roger Mirza, Roberto de Espada. Era un lujo. Funcionaba en la biblioteca del diario. Era hasta un refugio físico de la redacción. Era otro mundo: estaba El Día, y los sábados aparecía La Semana. Fue una etapa muy fermental, muy linda”, recuerda hoy Hogue.

En 1982 surgió El Dedo, la revista que desafió con humor a la dictadura militar, y Hogue estuvo allí. Cuando los militares la liquidaron, su director, Antonio Dabezies, armó Guambia, y Hogue también acompañó. Más tarde, haría lo suyo en el diario El Observador.

Después Hogue dejó la prensa, y más tarde, en 2008, la publicidad. “Quería darle más espacio a mi trabajo. Antes sentía que ocupaba muchos lugares. Dividía mi 100% entre tres o cuatro actividades y a cada una le daba 20,25 %. Trabajaba de día en la agencia, de noche en el diario y más tarde en casa, para mí. Sentía que no estaba siendo muy feliz, y tampoco estaba ganando demasiado dinero. Me pareció que podía buscar otras formas para sobrevivir. Y me fue bien: doy talleres, hago otras cosas. Me pude concentrar más en lo que quiero, en lo que me gusta hacer. Tengo el privilegio de trabajar de lo que me gusta hacer. Eso contribuye a estar más conforme. Sin agobio de plazos ni otras cosas”.

Todas esas renuncias, que también fueran saltos, apuntaban a la libertad creativa. Por abajo, se libraba otra batalla: la de la identidad, por decirlo de alguna manera. Estaban Hogue, el caricaturista, y Horacio Guerriero, el artista que llegaba a los museos, y además el hombre de publicidad.

“Empecé como caricaturista porque fue la forma de trabajar y hacer lo que me gustaba, pero siempre tuve otros intereses. Yo soy un dibujante. Ya en los 80 empecé a dibujar para concursos de plástica. Gané uno de Coca Cola con un estilo que no tenía que ver con la caricatura. Hay una sola persona, que antes firmaba Hogue para la caricatura, y que ahora decidió firmar Hogue para todo. Tomé la decisión de verticalizar más el tema con el nombre. Pero no hay una zona que condicione a la otra, sino una retroalimentación entre la cabeza del dibujante y del caricaturista, que es un analista, y más en mi caso, que no uso textos, entonces lo que hay que potenciar es la imagen. En la otra línea más introspectiva, personal, mía, propia, yo dibujaba cerca del realismo o el surrealismo. Aprendí mucha técnica trabajando en el diario y lo apliqué a mi trabajo personal. No hubo alguien que fue algo y luego dejó de serlo para pasar a ser otra cosa. En todo caso, soy un tipo muy versátil, que ha podido diseñar un aviso de gráfica en publicidad, hacer un dibujo político, cultural, deportivo, y a su vez tener un espacio para la obra propia, que no se compromete más que consigo misma”.

La exposición que abrió ayer en la Sala Sáez también es parte de ese movimiento. Cuando habla de ella, Hogue repite la palabra “metamorfosis”. La muestra, sin embargo, se llama Animales y consiste en una serie de retratos de artistas —Felisberto, Bowie, Troilo, obviamente Kafka—, fusionados con aves, insectos, mamíferos. “La mezcla se da en mi obra personal desde hace mucho tiempo. En 2006 hice una exposición en la Alianza Francesa y la curadora, Alicia Haber, descubrió que era una constante. Es también evidente en Mute, mi muestra de 2002, y en Cuestión de piel”.

Animales sigue esa línea, pero incorporé el desnudo, que vengo estudiando con Rogelio Osorio desde hace muchos años”.

¿Seguís estudiando después de tanto tiempo?

Capaz que la palabra “estudiar” es demasiado. Al menos estoy concurriendo a los talleres. Me interesa seguir indagando. También fui a los talleres de Álvaro Amengual, de Clever Lara, antes tuve clase de grabado con Luis Solari.

Habías empezado solo.

Sí. Soy del interior, dibujé desde muy chico y la caricatura de los diarios me atrapó desde la primera vez.

¿Qué te parece la ilustración de hoy?

El año pasado estuve en una mesa redonda en el Museo Figari, con Ramiro Alonso, Mingo Ferreira, Ombú, Inés Olmedo, y dije que soy un poco escéptico respecto de la calidad actual de la ilustración. Me parece que falta cabeza; percibo, con excepciones, que la técnica fagocita el análisis. Yo me tomaba más tiempo para analizar que para producir. Creo que hoy no se piensa tanto. Yo también trabajo digitalmente, pero creo que hoy la tecnología aprieta mucho. Antes te involucrabas más con lo que pasaba para poder hacer una buena ilustración. Hoy veo menos de eso. Veo menos concepto, menos preocupación para que la ilustración diga sin decir. Tal vez en otros lados sea distinto. Y también es cierto que aquí hay pocos medios.

Animales reúne 12 obras en gran formato —cuadrados de papel de 1,5 metros— más pequeños retratos y bocetos, que, montados de una forma especial, alivian mediante “el goce del dibujo, del trazo chiquito”. El contraste con los retratos grandes es claro: “Cuando vi los papeles, dije ‘a la miércoles’. Pero quería trabajar con esas dimensiones”. Trabajó con acrílico, pastel, lápiz de cera y tintas, y usó pinceles grandes para poder trazar. “Una especie de regodeo lindo con la técnica. Mucho disfrute. No darle espacio a la angustia, más allá del regocijo”.

Al hablar, Hogue recupera la doble mano de la palabra “exposición”: es riesgo, es quedar descubierto frente a la crítica.

¿Qué es lo que querés mostrar acá?

Una faceta mía que ha estado escondida bajo Hogue. Antes lo personal lo firmaba Horacio Guerriero y la caricatura, Hogue. Ahora decidí que Hogue suena mejor, es más corto... Pero ha pasado que hay gente que no conoce mi trabajo, que no está en el ramo de la caricatura, que no sabe lo que he hecho durante más de 40 años. Por eso quiero mostrar otra faceta de Hogue que no es la que se veía en la televisión o en otros lugares en los que ilustraba esporádicamente. Esto es más denso, más propio, más personal. Y con una propuesta renovadora: me meto con el color, con el formato muy grande. Con personajes, algunos que me gustan mucho, otros que no conozco tanto. Es una selección arbitraria y personal. Al no estar hoy trabajando fijo para un medio, donde tenés mayor visibilidad, me interesa que bajo el nombre “Hogue” se pueda percibir a un artista que se preocupa por pensar y trabajar para él mismo.

La idea de seres que se transforman y la de recuperar tu carrera con una misma firma, ¿están conectadas?

Siempre estoy en cambio. Mi vida ha sido así. Cambio, modifico, investigo. Por inquietud. Si vamos a lo lineal, en esta muestra está la metamorfosis, y Kafka y Gregorio. También están el Camaleón y algo que lo referencia, el pájaro Beckett. ¿Qué hace Pichuco desnudo en un nido, tocando el bandoneón y con una mano en lugar del ala? Sí, tiene que ver con la fusión. “Hogue” mismo es la fusión de un nombre, es una síntesis. Me pasó en mi vida personal como que Hogue tenía un desempeño, el otro tenía otro... Me he dado tiempo para investigarlo en mis terapias. Fusionar tiene que ver con anegarse, confraternizar.

El pasaje por La Tele

“Me aportó muchísimo. Las circunstancias me llevaron a acercarme a la televisión. La visión de llevarme a Código país la tuvo Alfonso Lessa. Para mí fue maravilloso, porque involucró la versatilidad, derribar prejuicios, cambiar el estilo. Tenía poco que ver con lo que yo hacía para la prensa. Tuve la necesidad y la capacidad de adaptarme a un nuevo medio. Generé una nueva forma de mostrar la política. Y además, dibujar en vivo. Lo hacía desde que era chico, en Flores. Íbamos al café Beiruti y dibujaba en las servilletas a la gente que andaba en la vuelta. Mucho antes de venir a Montevideo dibujaba en vivo en reuniones. Siempre el tema de expresarte tomando riesgos. Pero en la televisión había una cámara con no se sabe cuánta gente del otro lado. Y un plazo: 15, 20 minutos para terminar el retrato de una figura que está siendo entrevistada, y el desafío de tener el trabajo pronto y entregarlo, con los aciertos y errores. Duró seis o siete años. Fue una fortuna”.

Animales está en la Sala Sáez del Ministerio de Transporte y Obras Públicas (Plaza Matriz) desde ayer y hasta el fin de noviembre, de lunes a viernes, de 9.00 a 17.30. La curaduría de la muestra es de Maria E Yuguero.