Hace cinco años, una modesta compañía que ofrecía programas de televisión a través de internet daba sus primeros pasos en el mundo del contenido original. Para ello, tomó unas miniseries británicas acerca del mundillo de la política emitidas en los 90 y las trasplantó a la realidad estadounidense. Por suerte (buena y mala), las luchas despiadadas por el poder no tienen bandera y la nueva House of Cards conquistó con rapidez a una masa de suscriptores de Netflix que crecía a igual o mayor velocidad.

Todavía no era tan común que los actores “de cine” bajaran unos peldaños hacia la televisión, que ya en 2013 crecía en tamaño en las salas de estar de los espectadores. Así que un gancho muy importante fue la presencia de Robin Wright (Jenny en Forrest Gump) y especialmente la de Kevin Spacey (uno de Los sospechosos de siempre, el padre en American Beauty). Juntos le dieron vida al matrimonio Underwood, con Francis (Spacey) interpretando a un elemento clave del Partido Demócrata, que en el primer episodio ve cómo le garronean el puesto de secretario de Estado que tanto anhelaba.

A partir de ese momento comenzaría una metódica planificación de venganza política, ayudado por su esposa Claire (Wright), que terminaría con los dos ocupando temporalmente el Salón Oval de la Casa Blanca. Si los miembros de su partido y de la oposición hubieran sabido la que se les venía, habrían hecho fila para otorgarle aquel carguito que tanto lo obsesionaba.

Las primeras cinco temporadas transcurrieron en un lento pero imparable camino hacia el poder absoluto, que por momentos hacía recordar al de Damien, el Anticristo en la trilogía de terror La profecía. Esta comparación implica que la serie tuvo momentos impactantes, pero que bordeó el ridículo en ocasiones en que el poderoso Underwood hizo injusticia por mano propia.

Y si la calidad del producto final no fue pareja, se debió a que esta serie en particular, como se dice mucho del cómic de superhéroes, siempre fue tan buena como sus villanos. O técnicamente sus “antagonistas”, ya que nadie dudó ni por un instante de la capacidad de la pareja despareja para hacer el mal.

Con un elenco en constante rotación (no solamente por las muertes) pero con figuras de buen nivel, House of Cards logró quebrar con el tabú de las series “producidas para la web” y ganar dos Globos de Oro y siete premios Emmy. Netflix comenzó a imitar a sus personajes y también, año a año, inyectó más dinero en producciones originales y ganó en las elecciones de los espectadores.

Para una serie que se caracterizaba, entre otras muchas cosas, por un personaje que rompía la cuarta pared, lo ocurrido en 2017 fue un finísimo ejemplo de ironía. En medio del movimiento que buscó visibilizar a las víctimas de abusos en la industria de Hollywood, una cara poco conocida pero con una carrera en juego (el actor Anthony Rapp, de Star Trek: Discovery) señaló que Kevin Spacey lo había acosado sexualmente en 1986, cuando tenía 14 años y Spacey 26. En este cuento, Rapp fue aquel niño que gritaba que el emperador estaba desnudo, ya que luego de su denuncia, más de15 hombres sumaron testimonios acerca de avances sexuales no deseados de diversa clase.

Tan nueva es esta nueva realidad, que las productoras todavía dudan en cuanto a las medidas a tomar en estos casos. Sin embargo, en el de Spacey hubo dos que resonaron en toda la prensa del espectáculo: la decisión de sustituirlo por Christopher Plummer en las escenas de Todo el dinero del mundo, de Ridley Scott, y la de eliminar a su personaje por completo para la sexta (y última) tanda de episodios de House of Cards. Toda una señal. Y mientras algunos responsables de conductas aborrecibles, como Louis CK, intentan regresar sin haber expiado sus culpas frente al gran público, Spacey (todavía) permanece en las sombras.

Los guionistas, eternos olvidados de este mundillo, tuvieron que trabajar para eliminar a Francis Underwood de la historia, como hicieron en el spin-off de Roseanne con el personaje de la mismísima Roseanne Barr, después de que esta escribiera comentarios racistas en su cuenta de Twitter. En noviembre de este año, finalmente, llegaron los últimos ocho episodios, con Spacey como un recuerdo y Francis como un fantasma guiando varios destinos desde el más allá.

Robin Wright, que también venía encargándose de dirigir algunos episodios, no tuvo problemas en cargar la serie sobre las espaldas de su Claire, ya que la historia había tomado un rumbo femenino desde la temporada anterior. Sin embargo, por momentos uno siente que en la pantalla se da una feroz batalla entre la realidad y la ficción, cuando parece que nos llamaran a “hinchar” por Claire.

Es que las reivindicaciones feministas se han instalado en forma definitiva en la agenda, más allá de lo que algunos conspiradores quieran, y la llegada de una mujer a la presidencia de Estados Unidos es, sin dudas, un motivo de celebración, sobre todo después de que el mundo real se lo negara a Hillary Clinton y comenzaran años en los que cada conferencia de prensa de la Casa Blanca es un show del disparate. A esto se suma el hecho de haber eliminado del mismo plumazo a Francis Underwood y a Kevin Spacey, uno más reprobable que el otro.

Pero (siempre hay un pero) no podemos olvidar, y los guionistas no nos dejan, que la actual comandante en jefe tampoco es trigo limpio, y si se lleva pequeños fragmentos de nuestra empatía es porque aquí, una vez más, parecen haberle colocado antagonistas de fuste.

Olvídense de lo ridículo que es no haber escuchado hablar de los Shepherd en todas las temporadas anteriores. Este ejercicio de retrocontinuidad (otro vicio del cómic superheroico) instala a estos dos hermanos como la versión Cards de los hermanos Koch, encarnando el verdadero poder en Estados Unidos y el resto del mundo: el económico. Estos dos lobistas relacionados con el famoso military-industrial complex querrán cobrar favores adeudados por Francis y la nueva jefa se les pondrá de punta. Durante varios episodios seguiremos esta pulseada, que pondrá al mundo literalmente al borde de la extinción. Diane Lane la rompe como hermana tierna pero despiadada, mientras que Greg Kinnear nunca llega a asustar a nadie.

Grandes diálogos se intercalarán con momentos que bordean el grotesco y tantas alianzas y traiciones que hacen que Juego de tronos parezca un unipersonal. Si aceptan el juego que siempre planteó esta serie, disfrutarán de gran parte de esta corta temporada y padecerán el gran enredo del final. Y para cuando hayan corrido los últimos créditos, podrán decir “me dejó algún lindo recuerdo”. En lo posible, háganlo mirando a la cámara.