Paz Errázuriz nos obliga a mirar a los ojos a un ejército de seres diversos: veteranos confundidos, indígenas, abatidos boxeadores, mujeres, travestis perseguidas. Entre el contexto político y social trasandino, y con una profunda humanidad, se arriesga a desentrañar realidades silenciadas, a contemplar aquello que las distingue. “Son personas en las que no se ha enfocado la mirada, todo es sobre ellas”, dice.
Si Diane Arbus –fotógrafa esencial del siglo XX– se proponía fotografiar las ceremonias del presente, convencida de que mientras lamentamos que nada es como el pasado y desesperamos por cómo será el futuro “innumerables hábitos esperan por su significado”, Errázuriz ensaya nuevas formas de relacionarse con el momento actual, documentando lo encubierto y revelando el alma de lo que registra con su cámara.
Esta impactante autora, que logra conmover con la autenticidad de una obra despojada de artificios, nació en Santiago de Chile en 1944, comenzó a trabajar en los 70, fue una de las fundadoras de la Asociación de Fotógrafos Independientes (AFI) de su país en plena dictadura militar, y compuso implacables documentos sociales que, a partir del golpe de Augusto Pinochet, se interpusieron a ese brutal silencio cotidiano. Hoy integra colecciones de museos como el Guggenheim, el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el Museo Nacional Británico de Arte Moderno de Londres y el Museo Nacional de Bellas Artes chileno. Además, representó a su país en la Bienal de Venecia de 2015, se convirtió en la primera fotógrafa en recibir el Premio Nacional de Artes Plásticas y, entre variados reconocimientos, recibió el premio PhotoEspaña en 2015.
Con el golpe de 1973, Errázuriz dejó la docencia y se arriesgó a tomar su cámara y registrar lo que sucedía en las calles. “Soy autodidacta en fotografía pero licenciada en Educación, y antes del golpe trabajaba como profesora en un colegio. La fotografía siempre me atrajo muchísimo, y cuando me despidieron viví grandes cambios, con una situación política muy comprometida. Por eso, la fotografía pasó a ser una forma de resistencia, y para mí fue muy importante, porque además del activismo, la fotografía se convirtió en una práctica creativa”, dice al día siguiente de inaugurar Fuera de combate en el Centro de Fotografía de Montevideo.
Recuerda que, en paralelo, y a comienzos de los 80, la AFI se creó por la “tremenda necesidad que los fotógrafos locales teníamos de protegernos y de tener una estructura más respaldada. Antes nos cobijábamos detrás de los fotógrafos internacionales que venían a cubrir los eventos de protestas. Y esto, junto a la AFI, fue un apoyo muy grande que sirvió para conocernos y para mostrarnos. Así se fue armando un grupo de fotoperiodistas que trabajamos y nos conocimos gracias a Susan Meiselas, que es una fotógrafa que admiro muchísimo”, cuenta en referencia a su colega estadounidense.
En su caso, la fotografía también se volvió un mecanismo para comenzar a investigar temas más personales, trabajar series más reflexivas. “Por ejemplo, en esa época inicié La manzana de Adán, un trabajo muy largo, de cuatro años, sobre prostitutos travestis, en un momento en que nadie se detenía en esa temática. Además de que eran épocas complicadas para el género, había llegado el sida y no había información”.
Confirmando la máxima del brasileño João Ripper, para quien el documentalista es, sobre todo, un fotógrafo que rompe con la hipócrita imparcialidad periodística, Errázuriz admite que lo suyo es una investigación antropológica y social. Ese es el caso, por ejemplo, de su extenso trabajo sobre la etnia kawésqar, de la Patagonia occidental chilena, que llamó Los nómades del mar. “Creo que mi modo de trabajar en series es más bien de ensayos, que siguen obsesiones propias y, cuando se encadenan, te conducen de una cosa a otra”.
Entre los pliegues de estas historias latentes, y como señala la curadora, Andrea Aguad, Fuera de combate presenta tres series que interpelan y dialogan con la idea del deseo y la pérdida de poder: retratos de los boxeadores que se enfrentan a la cámara después de la pelea, monumentos de próceres desmembrados y olvidados, y veteranos desplazados de la sociedad.
Esta es la primera vez que Errázuriz expone la serie Próceres, que compuso durante la dictadura (1984). En ese momento se internó en una fundición a la que los militares mandaban a hacer sus estatuas, y lo que quedaba “eran partes”, “restos”, “sobras”; lo fallido.
En el caso de Vejez, la pensó como una serie sobre la dramática situación de cuando a los ancianos se los trata como niños, evidenciando una gran incomprensión de lo que implica la dignidad humana. Esto no impide que la sienta muy cercana, e incluso biográfica: “Para mí esto siempre se vuelve una investigación sobre mí misma. Son como autorretratos, y por eso es que, en mi caso, la fotografía se vuelve una herramienta maravillosa de investigación. Todos intentamos prepararnos para las siguientes etapas, y poder hacerlo de esta manera tremendamente cercana me resulta muy preciado”.
Errázuriz considera que estos tres ensayos se pueden contemplar como una derrota, como un cuestionamiento, y por eso “cada vez que los boxeadores vieron sus fotografías se mostraron muy desilusionados, primero porque eran en blanco y negro, y luego porque no mostraban ninguna actitud triunfante”.
Es que, para ella, el acto fotográfico implica una sucesión de pactos silenciosos que nunca deben traicionarse: “Siempre pienso en el diálogo con ese otro que te permite que lo fotografíes, incluso cuando es un acto tan agresivo. Para mí la fotografía es un arma, y en ese diálogo también permito que el otro me vea a mí. Creo que, de alguna manera, siempre he fotografiado a personas que saben lo que estoy haciendo”.