El quimérico universo de formas se impone entre sus hombrecitos, soldaditos de plomo, sillones con formas de elefante y un siseo de paisajes y trazos inconfundibles: la de Ignacio Iturria (Montevideo, 1949) es una obra apabullante, con la sugerencia y el poder de una belleza que desconcierta. “Creo que mi estado de pintura es más de ensoñación que de sueño”, dice el gran pintor uruguayo, que apela a recrear su mundo a partir de una singular memoria pictórica.

Hijo de padre vasco y madre uruguaya, Iturria estudió dibujo en la Universidad del Trabajo, empezó a pintar desde muy joven, y en 1977 se instaló en Cadaqués (Cataluña), donde logró “sosegar su expresionismo, aclarar su paleta” y “transformar el dibujo lineal en pintura”. En 1984, cuando volvió a Uruguay, ya había montado importantes exposiciones. En 1988 fue uno de los 15 artistas seleccionados por el Fund for Artists Colonies de Nueva York para participar en una residencia artística, y años después hizo muestras individuales en espacios emblemáticos como el Instituto Cervantes de París, además de destacados museos y galerías. En paralelo, creó la escuela de artes plásticas y visuales Casablanca, la Fundación Iturria y una colonia de artistas en Colonia.

Como parte de su nueva temporada, la Galería del Paseo (ruta 19, kilómetro 164, en Manantiales) inauguró la exposición Otras luces, y, horas antes, Iturria contó cómo concibió su nueva muestra, inspirada en imágenes nocturnas caribeñas y la potencia de una poesía deslumbrante.

¿Cómo se vincula esta exposición con su trabajo anterior en Nueva York, que, por lo que comentó, funcionó como precedente?

En Nueva York se había hecho una muestra convencional, y después se hizo una sala enorme forrada de papel corrugado, en la que había estado trabajando durante dos meses y medio armando diferentes cosas. Acá no tenemos la oportunidad de hacer ese tipo de trabajo. De todas formas, me interesaba mostrar una alternativa. Aquí hay toda una serie de cuadritos chiquitos, porque muchas veces eso lleva a que las personas los vean más que a un cuadro grande. Aunque, en paralelo, también tengo un cuadro enorme –de más de tres metros–, que sigue esa otra idea; porque el cuadro grande es una forma de pintar que también cuenta con una multiplicidad de pequeñas imágenes, y, de ese modo, se podrían recortar recuadros. Ese es el ejercicio que se hace, por ejemplo, con las selfies y las fotos del celular, porque dentro del cuadro grande cada uno rescata un rinconcito y selecciona su propio cuadro dentro de las diferentes historias.

El título sugiere un cambio de tonalidad.

Básicamente, hay un cambio de luces: son luces que tienen mucho que ver con una vivencia del Caribe nocturno, donde hay una gran cantidad de gente que vive dentro de la selva y se baña en charcos, y se da una serie de cosas que se distancian de esa imagen turística del Caribe con mucha gente tomando sol. De ese modo me imaginé luces verdosas y gente con lunares; porque [en la selva] los rayos de luz tienen que atravesar las hojas. Junto con esta idea surgió un color particular, y la pintura que se me ocurrió, pensando en el Caribe, no fue luminosa, sino más bien noctámbula.

Mediada por el peso de la vegetación.

Sí; incluso fue una idea para luego desarrollar el cuadro. Es una sensación de pregunta, de cómo se enfrentarán al mundo, cuáles serán sus costumbres. E invento un cuento de lo que yo siento en ese encuentro. Pero, básicamente, se trata de un cambio de luz, y de intentar traducir esos personajes.

De los cartones corrugados y los grises, por ejemplo, hace unos años pasó a trabajar el acrílico y una paleta más colorida, ¿Cómo se dio ese pasaje?

Son saltos. Mi primera etapa fue de una pintura blanca, después pasé a los cartones, a figuras voluminosas y tonalidades más bien bajas, y a eso le atribuí una sensación personal, porque soy parte del siglo XX, que es un siglo esencialmente oscuro y terrible. En ese momento, la pintura era más seria, más reflexiva. Después, con el ingreso del siglo XXI, me dio la sensación de que se había terminado una etapa en Uruguay y Latinoamérica, y se suponía que comenzaba otra mejor. Así, plásticamente apareció la luz de la computadora, o la luz en general. Allí es cuando se produjo el cambio con respecto a lo anterior, porque apareció una luz nueva: en pintura siempre hablamos de la luminosidad de [Henri] Matisse, por ejemplo, pero si hoy se compara con las imágenes de los celulares, la pintura parece gris. Ahora también estoy tratando de armar una especie de caos en el cuadro para después ordenarlo. Lo luminoso, la vestimenta, el diseño, todos son relatos cercanos.

Vivencias que han ido permeando su obra.

No han sido ajenas. Incluso, muchas de las pinturas también responden a qué música escuchaba uno. En mi caso fue Jaime Roos y otros cantantes, porque yo pintaba escuchando esa música.

Y seguramente también las lecturas. Es muy recordado su trabajo sobre Juan Carlos Onetti.

Claro. Esa es otra cosa. Cuando se habla del momento más oscuro y más difícil, primaba el blanco y negro, y sepia. Pero estas son sólo deducciones: no es que un día me haya propuesto hacer una cosa y al siguiente otra. También lo voy pensando un poco ahora. Hay tantas cosas por las que uno crea... Es una pregunta que a veces me hago y que no tiene muchas respuestas. La presencia del acrílico y de otros materiales es algo que uno va incorporando, y en realidad está inmerso en eso. En otro momento, sumo un rojo o un azul, y tal vez antes me hubiera parecido demasiado estridente, pero hoy no, porque los colores ya son todos estridentes.

En cuanto a esta idea de la época y el entorno, pienso en la muestra Juguetes y pinturas, en la que se exponía todo un universo cotidiano.

Hace mucho tiempo que empecé a ver los objetos como si tuvieran caras; una tetera siempre puede tener el rostro de alguien. Si uno lo ve con ojos de niño todo puede tener cara, porque los objetos, en sí mismos, tienen una vida propia, y se convierten en personajes. Me acuerdo de que en mi casa teníamos un juego de cubiertos de plata de mi abuela, que con los años se fue gastando y las cucharas se iban deformando. En un momento, uno reconocía cada cuchara por los diferentes movimientos que tenía. Y eso hacía que cada cuchara fuera alguien en particular, como si tuvieran nombre y apellido. Al final, muchas de esas cucharas y tenedores parecían manitos... y terminé pintándoles caras, alitas. Como parte de esto fue que aparecieron los soldaditos.

Es interesante lo que ese gesto produce contra la automatización de la mirada.

Sólo así se pueden ver las cosas e identificarlas como únicas. Uno se puede detener más y tomarles aprecio. A la mirada siempre se le puede añadir un pequeño valor poético, y entiendo que esto es lo más importante del arte que hago.

Volviendo a Juguetes y pinturas, el catálogo incluía una frase muy interesante de Hugo Achugar. Decía que para poder jugar había que soñar, y para poder pintar como lo hacía Iturria solo se podía “soñar jugando”. ¿Coincide con esto?

Claro que sí. Y también es una forma poética de verlo; su punto de vista fomenta mi teoría. Creo que al momento de entrar al estudio, a los cinco minutos ya hago una especie de autohipnosis, y es como si desapareciera. Ese estado no tiene que ver directamente con lo racional, y se vincula mucho con la meditación.

¿Es un estado activo?

Una meditación activa. Y un estado de ensoñación. Uno no sabe si está despierto, si está dormido, pero está ahí.

Y seguramente con un yo más sublimado.

Totalmente. Esa es la idea, y es una de las cosas que encontré pintando y que me resulta muy interesante para mi propia vida. Puedo estar ahí adentro, pintando, sintiendo esa ensoñación donde todo va circulando, el mundo, la gente que uno conoce... como si fuese un pensamiento pintado. Después de ciertos momentos de ensoñación, vienen otros más racionales, pero se trata de un racionalismo poético. Y a las otras lecturas y formas de ver se las dejo a la gente, porque el análisis no me corresponde.

¿Esa instancia más racional se da hacia el final?

En realidad todo es una mezcla. Porque, en general, es un modo de enfrentar al cuadro atacándolo de una forma un poco expresionista, que es algo que siempre he sido. Después de dar formas, uno tiene un corte. En ese momento ya opera el racionalismo, porque también hago cierto análisis. Y cuando miro, empieza un segundo cuadro. Pero sigo adentro y vuelvo a meterme en algo no tan controlado. Después vuelvo a sentarme y retomar la reflexión, para luego entrar de nuevo. El tema es saber cuándo hay que parar.

¿Cómo se reconoce el final?

Ese es un momento muy interesante, porque en general la idea de las cosas es empezarlas, desarrollarlas y terminarlas. Es una tendencia que uno tiene. Pero, muchas veces, me pasa que tengo un impulso y la pintura se queda en eso. Y si empiezo a agregarle cosas, no se corresponden con ese momento, sino con el deseo de querer ordenarlo; adornarlo. Cuando es claro que es algo casero y no necesita ponerse traje y corbata para salir. Y a veces igual se tiende a eso. Tengo guardada una cantidad de cuadros que no tienen un final redondo; son inacabados. Antes que retomarlos es mejor empezar con una tela en blanco y tomar otro camino, porque aquello llegó hasta ahí, no es necesario seguirlo. Pero para eso hay que tener otra forma de ver la pintura, porque el final no siempre llega. Y uno siempre cree que hay un detalle para corregir. Sin embargo, hay un momento en el que se satura y se da cuenta de que el cuadro no necesita más. Y ese final no es el mismo que podría ser para otro.

Usted ha dicho que conjugar cosas como los soldaditos de plomo, por ejemplo, le permitió armar un mundo paralelo en el que podía decir muchas cosas fuertes que, en el primer impacto, pasaban desapercibidas. ¿Diría que su etapa actual también sigue este camino?

Supongo que sí, porque tengo una característica y es que me pongo profundo, pero de repente apelo al humor, al chiste, a la picardía. No es un estado parejo en su totalidad, va cambiando según la personalidad. Tengo estos dos matices, y tengo la tendencia a hacer algo un poco más trascendente. Digamos que me lo tomo en serio, y lo pienso como una filosofía.

Desde esa tendencia a filosofar, en un momento planteó que Cadaqués fue el momento de mirar el exterior, y, a través de esa experiencia, poder dar vuelta los ojos para mirar hacia adentro, hacia los recuerdos de esas cosas. ¿Otras luces también dialoga con esta idea?

Sí, tiene las dos cosas. Porque el cuadro grande relata muchísimas cosas vistas desde afuera. El comienzo de esos cuadros fue una cantidad de manchas y colores que armaron un caos enorme, al que después fui ordenando y dando la forma de cosas que, en general, ya pinté antes: personas y barcos que estoy viendo metidos ahí dentro, pero que en realidad pertenecen a mi memoria pictórica. Porque si ya lo pinté antes no puedo improvisarlo; de eso se trata esto. Si bien hay ciertos elementos de la realidad, en general son cosas que han sido procesadas por mi memoria: así, trato de ir sacando de los cajoncitos, para poder ir armando collages. Es que como ya he pintado tantas cosas, ahora lo puedo hacer con más fluidez. Muchas veces hablamos de esto en Casablanca, que es mi orgullo. Si realmente pasó algo interesante fue haber podido hacer esta escuela: es un proyecto que fue surgiendo de una naturaleza personal. La base es fomentar la educación artística para que las personas puedan encontrar un lenguaje personal. Porque hay cosas que sólo se pueden expresar de esa forma. Hay alumnos que tienen ciertos problemas cognitivos, o de comunicación, y a través de ese lenguaje uno descubre lo que tenían adentro y no podían expresar.

¿Cómo dialogan la residencia en Rosario, la Fundación y este proyecto de Casablanca?

Está todo unido, porque en Casablanca están todos los alumnos de pintura, que se vinculan, también, con la fundación y las colonias artísticas. Son cosas que se van multiplicando.

¿Cree que lo comunitario motiva otro tipo de intercambio?

Ah, sí, soy muy partidario de la comunidad, del estar juntos. Lo que pasa es que, en ese ámbito, la pintura permite que todos estemos dentro; los diálogos se dan sin ningún tipo de discusiones; hay una generosidad especial, porque todos quieren que los compañeros funcionen; hablamos de temas comunes. Es un encuentro a partir de una acción muy especial y a uno lo termina enviciando, porque cuando se decide vivir como pintor todo empieza a girar de otra manera. Siempre insisto en que lo que más importa en la vida es esa decisión, porque los resultados no siempre dependen de uno.

Si la vocación comienza con esta actitud, y con la búsqueda de una relación directa con uno mismo, ¿luego se trata de un impulso que se mantiene, que se continúa?

Diría que se fomenta. Y por eso es importante que si alguien detecta que hay un artista cerca es importante estimularlo. No todos nacen para hacer negocios. Hay gente mucho más introspectiva: si no existiera el arte, o si no se descubriera el don, a veces se terminan limitando a un encierro, porque les cuesta enfrentar el mundo. Ahí pueden encontrar que su vida tiene un sentido importante. Me interesa esta parte de experiencia personal, de los pensamientos que se tienen cuando uno pinta, de las consideraciones, porque cada pincelada es una consideración, y una decisión. Es algo serio y profundo; hay que estar muy atento.

¿Siempre deriva en un acto de responsabilidad?

De mucha responsabilidad. No es una distracción... Con el tiempo, ese acto de responsabilidad y compromiso se va manteniendo, y se va convirtiendo en un estado de atención, que no es nada fácil de mantener. Por eso, se necesita una preparación casi espiritual, porque para pintar es necesario tener una buena convivencia con uno mismo.