En junio de 1963 salía a la venta un cómic en el que un veterano sabio en silla de ruedas comandaba a un grupo de tipos superpoderosos que eran odiados por la sociedad. Tres meses más tarde, salía a la venta el primer cómic de los X-Men.

Más allá de chanzas, nadie cree que Stan Lee y Jack Kirby hayan plagiado a la Patrulla Condenada (o Doom Patrol, cuya serie de televisión finalmente debutará en 2019) para crear a sus mutantes. Pero con tantas ideas dando vueltas, es posible que algunos proyectos similares coincidan en el tiempo.

En Hollywood ocurre muy a menudo. Armagedón se estrenó en julio de 1998, solamente dos meses después de Impacto profundo. Claro que uno tenía a Bruce Willis y el otro no, así que la balanza estuvo bastante inclinada. Ese mismo año llegaron a las salas de cine dos animaciones sobre insectos: Bichos: Una aventura en miniatura, y Hormiguitaz. El año anterior habían sido las películas de volcanes.

Los ejemplos sobran (misiones a Marte, asaltos a la Casa Blanca, Truman Capote) y es entretenido buscarlos en internet. Muchos serán por pura casualidad y otros por la respuesta apresurada de algún ejecutivo que se enteró de los planes de un estudio rival.

Cualquiera sea el caso de Mowgli: relatos del libro de la selva, su llegada a Netflix responde a otro caso de “películas mellizas”. Pese a que la idea de Warner Bros de una nueva adaptación de la obra de Rudyard Kipling surgió en 2012, atrasos en la producción y la rotación de potenciales directores (de Alejandro González Iñárritu a Ron Howard) hizo que su peor pesadilla se convirtiera en realidad: en 2016, llegó con bombos y platillos El libro de la selva, una nueva adaptación de la obra de Rudyard Kipling.

Los problemas no terminaron allí: la película de Jon Favreau, que se inspiraba en la popular animación de 1967, es hasta el momento la mejor “reversión” de un clásico de Disney y el público así lo entendió a la hora de pagar su entrada. La película recaudó casi 1.000 millones de dólares en todo el mundo.

Del otro lado, Andy Serkis era confirmado como director. Famoso por ponerse detrás de personajes que son filmados a través de captura de movimiento, como el Gollum, King Kong y César de El planeta de los simios, no se trataba de un nombre fuerte en su rol. A esto se le sumaron atrasos en la posproducción, que aumentaron el presupuesto total.

Dicen los expertos que todo conspiraba para que Mowgli fuera un gran fracaso de taquilla y el estudio quiso ahorrarse los titulares negativos, así que en julio de este año se supo que Netflix se encargaría de la distribución mundial del film, que tuvo su estreno el 7 de diciembre. Con una previa tan complicada, ¿tendríamos un resultado satisfactorio?

La película entretiene, pero en un análisis más profundo salva el examen arañando. Quizás la necesidad de desmarcarse de su “melliza” de hace dos años llevó a sus creadores a buscar un camino más oscuro, y termina sin ser ni un producto para toda la familia ni uno adulto.

Una buena metáfora para adentrarnos en la historia es la de la adolescencia, porque esa misma falta de definición la tiene el joven Mowgli (Rohan Chand), rechazado por los lobos por no ser completamente lobo y rechazado por los humanos por no ser completamente humano.

A este cachorro solamente le falta el acné para ser un teenager de manual, mientras busca una tribu urbana a la que pertenecer, probando suerte con unos monos anarquistas y hasta teniendo sus primeras aventuras lisérgicas acompañado por una gigantesca pitón.

Chand es el único que gana en la comparación pelo a pelo con la versión de 2016. Allí Neel Sethi hacía una versión parlanchina del Mowgli animado, pero este Mowgli parece reaccionar de manera mucho más genuina a los peligros que lo rodean.

En cuanto al diseño de producción, allí donde Disney supo crear un CGI que no buscaba el realismo per se sino mantener la majestuosidad de los animales que pueblan sus animaciones, en este caso tenemos lobos que recuerdan a Roger, el famoso canguro musculoso que lamentablemente falleció esta semana. De nuevo, googleen y no se arrepentirán.

El mayor de los pecados está en los rostros, un elemento que Serkis supo aprovechar como intérprete en los roles ya mencionados pero que en el que aquí parece haber dado un paso hacia atrás. La película parece protagonizada por animatronics, esos robots que pueblan los parques de Disney (irónicamente) cuyos músculos faciales se mueven con una torpeza que divierte y asusta a los visitantes.

Sin contar con el rey Louie ni con las canciones pegadizas (“du-bi-du, quiero ser como tú-u-u”), esta versión incluye algo parecido a una subtrama en la aldea cercana, con Freida Pinto como la mujer que recibe al jovencito bajo su techo y un lavado Matthew Rhys en el papel de un cazador blanco que solamente entrevera el desarrollo de la historia. Por algo la película no se llama El libro de la aldea.

Mejor suerte corren los actores que solamente prestan sus voces, ya que Benedict Cumberbatch es correcto en su animatrónico Shere Khan, mientras que Christian Bale, Cate Blanchett y hasta el propio Serkis también zafan. De nuevo, es imposible no extrañar a Idris Elba como el tigre enemigo de los hombres o el resto del elenco de la reversión de Disney. Iba a ser muy difícil superarlos.

Las comparaciones son odiosas y Mowgli: relatos del libro de la selva sufre las peores. Con una rebeldía adolescente tan desnorteada como la del mundo real, y una preocupación por los movimientos faciales que conspira contra la transmisión de emociones, tiene algunos buenos momentos y un protagonista que lo deja todo en la cancha. No pasará a la historia como la mejor adaptación de los personajes de Kipling; ese galardón es para Aventureros del aire, serie animada de 1990 que transformaba a Baloo en piloto de carga que ocasionalmente combatía piratas aéreos. No hay forma de superar eso.