El hambre de ciencia ficción en las pantallas crece desde hace décadas y nadie puede discutir que, a nivel individual, Philip K Dick (1928-1982) es el escritor que más la ha alimentado. Todos los años, o casi, alguno de sus relatos es adaptado a formato audiovisual; 2017 fue el de Blade Runner 2049, y aunque la lista completa sería larguísima, por lo menos habría que mencionar como hitos Blade Runner (1982), El vengador del futuro (1990), Minority Report (2002) y Una mirada en la oscuridad (2006). Será por cómo sintonizamos con su combinación de paranoia desbocada e intuición certera, alimentada durante la Guerra Fría, que desembocan tanto en un impulso antiautoritario como en abismos metafísicos, o será porque lo que más precisan hoy las producciones del género son ideas; lo cierto es que la imaginación de Dick, lo sepamos o no, es omnipresente.

Por eso, a la empresa de streaming Prime Video, que había tenido buenas críticas con una adaptación propia de la ucronía dickiana El hombre en el castillo (se anuncia una tercera temporada), le habrá parecido bien alojar una producción del Channel 4 inglés que adapta cuentos más bien tempranos de Dick. El formato de Philip K Dick’s Electric Dreams (Los sueños eléctricos de Philip Dick: un juego con ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, la novela que inspiró Blade Runner) es el de capítulos unitarios, lo que la acerca a La dimensión desconocida y otros ciclos televisivos de ciencia ficción generados a mediados del siglo XX, pero sobre todo, a Black Mirror, la serie más exitosa del género en los últimos tiempos.

Ninguno de los diez capítulos del programa es una versión “respetuosa” de los originales de Dick; más bien, se los altera bastante. En general, los cambios apuntan a atenuar el “vértigo filosófico” que generan los cuentos (qué es la realidad, qué es la memoria, qué es la identidad) en beneficio del costado más humano, que generalmente a Dick no le interesaba desarrollar.

Un buen ejemplo es el capítulo “The Commuter”. El cuento, publicado en 1953, trata sobre un funcionario ferroviario que descubre una estación que no figura en los mapas, pero a la que, haciendo algún truco, se puede llegar. El lugar resulta ser un proyecto urbanístico que no alcanzó a materializarse, pero que, sin embargo, existe. El funcionario, al lograr meterse allí, “cambia” de realidad y cuando vuelve a su casa, su mujer y su hijo ya no son exactamente los mismos, pero pronto se adapta a esa nueva situación; el tema es la vulnerabilidad de la memoria. En la serie, en cambio, el peso de la historia pasa de lo individual a lo relacional, y para eso adquiere complejidad el tratamiento del hijo del funcionario, que en la realidad “real” tiene graves problemas psicológicos y en la realidad “alternativa”, no. El remate, por tanto, es absolutamente diferente (y profunda, aunque previsiblemente, emocionante). Además, ese cambio de énfasis ayuda, junto a otro capítulo de la serie (The father thing, El padre-cosa), a apreciar cómo el subtema de la relación filial está en mucho de lo escrito por Dick (el núcleo, quizá, sea su cuento “provida” “The Pre-persons”).

En ese tipo de alteraciones, que anima la mayoría de las historias, está el plus de esta serie, que no busca enganchar en base a especulaciones sobre el avance tecnológico (Black Mirror, que brillaba por eso, parece agotada), sino más bien a utilizar premisas levemente desconcertantes para resignificarlas en el plano afectivo.

Eso, más ciertos toques extraños que le imbuye la coproducción británica y el sorprendente grupo de actores que asumió los protagónicos (Steve Buscemi, Bryan Cranston, Geraldine Chaplin, Greg Kinnear, Timothy Spall, Sidse Babbett Knudsen), son lo mejor de esta serie que no sorprende con sus vueltas de tuerca, sino con pequeños desfasajes cognitivos que obligan a repensar dos o tres cosas que damos por descontadas.