Johnny Lawrence. Corría el año 1984 y él era el rey del Valle de San Fernando. Campeón vigente del torneo de karate sub 18, novio de la muchacha más bonita, estrella de su dojo, buena vida, buenos amigos. Todo esto cambió cuando Daniel Larusso se mudó a la ciudad. El recién llegado se quedó con su novia, con su popularidad y –en un golpe claramente por fuera de las reglas del propio torneo– con su campeonato de karate. Esa patada –la legendaria grulla– mandó a Johnny a la lona de la que incluso hoy, más de 30 años después, no se ha levantado. Ahora en bancarrota, con un feo divorcio a cuestas, un hijo adolescente al que no ve, trabajos miserables para poder sobrevivir y un alcoholismo de aquellos, Johnny ve pasar los días sin atinar a hacer nada, a reaccionar de ninguna forma. Pero será nuevamente Daniel Larusso el que propicie el cambio, el que altere la cotidianeidad de Johnny. Porque como colafón de una serie de desgracias –despido, destrucción de su auto–, Johnny y Daniel se reencuentran, y el primero encuentra en el segundo –convertido ahora en la realización del American Way of Life– las razones de todo lo malo que le ha pasado en la vida. Y encuentra la fuerza para hacer algo: reabrir el último lugar donde fue feliz. Reinaugurar el dojo Cobra Kai.

Cobra Kai apela al sentimentalismo de todos aquellos que vimos Karate Kid en nuestra infancia, pero dista mucho de quedarse en eso. Ya desde las primeras noticias de la serie, su formato replicaba más las sitcoms de media hora que los dramas de casi una hora a los que a priori parecía mejor enfocada. Y los primeros tráilers reforzaron esa idea, la de que retomábamos las aventuras de los mismos personajes pero desde un lado humorístico, que explotaba esta idea de un Johnny derrotado que volvía por sus fueros y un Daniel San reconvertido, aparentemente, en un villano.

Pero entonces Cobra Kai estrenó sus primeros dos capítulos –los que pueden verse de manera gratuita en Youtube Red; para el resto hay que completar una suscripción paga– y encontramos que las cosas no eran tan sencillas. Era una comedia, cierto, pero no una burla. Era la clase de comedia que no se ríe de su tema principal, sino que se ríe con su objeto principal. Y la mayor parte de este humor no radica en mofarse de las desgracias de Johnny, sino en disfrutarlo como el dinosaurio políticamente incorrecto que es –y que, gracias al cielo, nunca deja de ser– a medida que se refuerza y levanta del suelo de la derrota. Porque se han invertido los roles y ahora él es el underdog, el perdedor, por el que sin duda todos terminaremos hinchando. Lo que podría ser un simple ejercicio de nostalgia, entonces, gana muchísima fuerza por su presentación y contenido.

Además, la dupla protagónica arrasa. Ralph Macchio vuelve a dar carisma y simpatía a Daniel San, pero es el inesperadamente increíble Willliam Zabka la verdadera estrella de este asunto. Zabka –que al parecer estuvo detrás de la idea por largo tiempo y oficia junto a Macchio de productor ejecutivo– es el alma de la serie. La construcción que hace del nuevo-viejo Johnny Lawrence es magnífica: se reconvierte como personaje y gana de inmediato condición de inolvidable (a este respecto, es notable el capítulo en el que Johnny reconstruye para su alumno Karate Kid desde su óptica y vemos toda la película original bajo una nueva –y por completo diferente– luz).

No sólo el reencuentro de los personajes originales da cuerpo a la serie, sino que durante un largo rato serán los alumnos de Johnny –nerds, descastados, los abusados de la secundaria que paradójicamente encuentran cómo defenderse, cómo definirse, junto al abusón mayor– quienes impulsarán la trama. Ahí llega probablemente el único punto flojo de esta serie: a medida que los secundarios –y el propio Daniel San, que obviamente no es un “villano” sino una persona parada en las antípodas de Johnny pero con el que encuentra muchas más cosas en común de lo que esperaba (el momento en que ambos cantan una canción de Speedwagon es maravilloso)– crecen en importancia, Johnny –y la propia serie– se desdibuja, e incluso aquellos roles cambiados vuelven casi que a su lugar en un efecto un poco anticlimático. Pero esto es, que quede claro, un detalle menor –sólo se lo puede identificar en el último capítulo de la temporada– que termina por no tener importancia ante el conjunto todo de la serie.

Para simplificar: Cobra Kai es a Karate Kid lo que Creed fue a Rocky. Una reescritura de un clásico, pero sin acudir mansamente a la nostalgia de sus espectadores (y tampoco sin defraudarlos), sino que, en cambio, proponiéndoles una reinvención, una óptica nueva de un relato que ya forma parte de la cultura popular. Y Cobra Kai asume con confianza, coraje y mucho entretenimiento su lugar dentro de ese largo relato que son las Karate Kid (y las supera en calidad y nivel a todas). Ya con segunda temporada confirmada, sólo queda por esperar nuevas aventuras en el dojo Cobra Kai.