Si fuera Londres, pensaríamos en Jack el Destripador. Pero las calles empedradas son del barrio Pigalle de París en los años 30. “Usted, como yo, como todos, está aquí por ella”, comentan dos trajeados caballeros que atraviesan la multitud vociferante. Quieren cerrar el pequeño teatro sangriento, el famoso Grand Guignol, donde se fomentan las malas costumbres, entre ellas, ver morir cada noche a Paula Maxa. Pero la fascinación que ejerce trasciende la vergüenza de los buenos vecinos. Todos van a verla gemir, abrir con desmesura sus grandes ojos y salir indemne, a pesar del daño que a la vista del público sufre durante la función.

“Azotada, martirizada, despedazada, hervida viva, triturada, aplastada, escaldada, desangrada, atacada con ácido, empalada, deshuesada, ahorcada, enterrada viva, cocida viva, destripada, descuartizada, fusilada, molida, lapidada, desmenuzada, asfixiada, envenenada, quemada viva, devorada por un león, crucificada, desollada, estrangulada, degollada, ahogada, pulverizada, apuñalada, acribillada y violada”, monologa la diva en el recuento de su papel recurrente, mientras se prepara para salir una vez más a darle gusto a esa platea que goza con su agonía sin cicatrices.

La francesa Anna Mouglalis le pone el cuerpo a Maxa, atracción de ese género precursor del gore y el splatter, en los que la destrucción física es el gran chiste. Y cuanto más bello sea el objeto de deseo, más grande será percibida esa destrucción, más perverso será el aplauso de quien va a asustarse voluntariamente.

The most assassinated woman in the world es una producción de Netflix dirigida por Franck Ribière que toma la figura real de Paula Maxa, “descubierta” en 1917, una estrella tantas veces asesinada en teatro como en cine, y recrea el ambiente de ese Grand Guignol con todo lo que tenía de caricaturizable: un médico estable para atender los eventuales malestares de la platea, enormes baberos para proteger la ropa de los asistentes de la sangre que brota a chorros y baldes que pasan entre las filas para atajar los incontenibles vómitos.

Como nadie resiste tanta tensión de corrido, unos pasos de comedia sexual sirven de entremés para descontracturar hasta que regresen las escenas de sangre. El placer culposo de algunos los llevaba a ocupar asientos especiales, compartimientos de metal, bien al fondo, con tal de no ser vistos. Cumplidos los apuntes históricos, la película intenta ser un policial, a medio camino entre la denuncia retrospectiva de la violencia de género que promovía tamaño espectáculo y la leyenda maldita que corría sobre los elencos. Como si ver sufrir a Maxa –que no eludió hablar de su “vocación morbosa”– diera ganas de matar de una vez por todas a Maxa (y no a cualquier otra).

El Grand Guignol –levantado por Oscar Méténier en 1897 en un antiguo convento de estilo neogótico– toma el nombre de una marioneta polémica, algo así como la portavoz de los trabajadores de Lyon, que en épocas de Napoleón III era perseguida. La empresa surge de la asociación de André Antoine, fundador del Théâtre Libre, con Méténier, cuyo antecedente más inquietante era haber sido acompañante de los condenados a muerte, y que tenía entre sus méritos haber escrito folletines que, alimentados por sus vivencias y por su admiración por Émile Zola, despertaron el interés de Antoine. La sala de 294 localidades, descrita por su arquitectura como algo claustrofóbica, estaba ubicada en un callejón en el que la prostitución encontraba refugio. Pero lo que se representaba dentro exponía algo más que vísceras y miedos subyacentes: “Una de las primeras obras del Grand Guignol, Mademoiselle Fifi, de Méténier (basada en la novela de Guy de Maupassant), que fue clausurada temporalmente por los censores de la Policía, presentó la primera prostituta en el escenario”, consigna la investigadora Agnes Peirron. Mientras Méténier se mantuvo en la dirección hubo más que nada dramas naturalistas; fue Max Maurey el que dio el giro macabro apoyado en un centenar de piezas de André de Lorde, que exploraban la necrofilia y las trepanaciones craneanas. Para 1914, la incorporación de Camille Choisy revitalizó los efectos especiales, que junto con el terror psicológico perduraron desmembrándose en subgéneros de igual o mayor saña.

Las crónicas suelen atribuir a los verdaderos horrores de la guerra el declive de esa sala de referencia para lo sanguinolento, que terminó cerrando definitivamente en 1962. La misma Peirron cita un pasaje del diario de la escritora Anaïs Nin: “Me rendí al Grand Guignol, a su venerable suciedad que solía causar esos escalofríos de horror, que antes solía petrificarnos con terror; todas nuestras pesadillas de sadismo y perversión fueron representadas en ese escenario... El teatro estaba vacío”.