Están aquellas series que imaginan un futuro lejano en el que la humanidad ha colonizado la galaxia, en el que gigantescas naves surcan el espacio tiroteándose con razas extrañas, impulsadas por energías todavía desconocidas o por cristales muy convenientes a la trama. Y después hay otras series que imaginan el futuro de pasado mañana, que hacen el trabajo de pensar cómo será lo que se nos viene todavía más difícil, porque en poquito tiempo habrá gente que podrá cotejar las imágenes y determinar qué tan bien rumbeados venían sus creadores.

Un buen ejemplo, por no decir el ejemplo perfecto, era la serie televisiva Max Headroom, que situaba la acción “20 minutos en el futuro”. Allí los multimedios de comunicación son quienes tienen el poder, los movimientos de los espectadores son controlados desde los televisores y las elecciones las gana el candidato asociado con la señal de televisión que tenga más puntos de rating. Podemos afirmar que no venían mal rumbeados.

En el cine también hay ejemplos de “futuros sutiles”, como en el caso de Robocop, que nos mostraba en 1987 a una ciudad de Detroit fundida que debía privatizar sus fuerzas de seguridad. O Her, en la que el protagonista utilizaba programas que transformaban sus palabras a letra manuscrita y usaba una pequeña inteligencia artificial para sobrevivir a las tareas más básicas, en una evolución bastante lógica de los teléfonos celulares.

La miniserie que estrenó Netflix hace poco más de una semana hace un divertido quiebre con respecto a esta tendencia, ya que juega con la idea del futuro “acá nomás”, pero como si los creadores fueran habitantes de la colorida, naíf y analógica década del 80.

Claro que Maniac es mucho más que eso. Es, para empezar, la remake de una ficción noruega. La versión que llegó a nuestros servicios de streaming está capitaneada por el novelista Patrick Somerville y dirigida por Cary Joji Fukunaga, quien también se encargara de la primera temporada de la infladísima True Detective.

En este pasturo (¿futado?) las personas siguen teniendo los mismos problemas mentales de la actualidad, desde la depresión hasta la esquizofrenia, y un extravagante laboratorio médico aspira a resolverlos de una vez por todas. Nuestros protagonistas llegarán por diferentes razones a presentarse como conejillos de indias y experimentarán con diferentes drogas que afectarán sus mentes, mientras detrás de cámaras los responsables de la investigación tienen sus propios problemas, todo en un marco de exageradísima apropiación cultural, recogiendo ese fetichismo con la cultura oriental que se ve en obras como Blade Runner o The Matrix y pasándolo por el tamiz de una comedia de situaciones. El resultado parece una aventura gráfica en clave de humor diseñada por Sierra o LucasArts.

Volvamos a nuestros conejillos. Annie (Emma Stone) es adicta a una de las pastillas que forman parte del ensayo médico y de paso no le vendría mal superar algunos trancazos de su vida emocional. Mientras tanto, Owen (Jonah Hill) tuvo episodios psicóticos en el pasado y hoy es la oveja blanca de su familia. Ambos construirán una amistad en base a fallos de computadora que los llevarán a experimentar las mismas realidades alternativas. Tranquilos, esto tendrá sentido dentro de cierto tierno sinsentido.

Los principales responsables de mantener una férrea verosimilitud son los actores y actrices protagónicos. Además de Stone y Hill, vale la pena destacar a Sonoya Mizuno como la doctora Azumi Fujita, quien se devora cada una de las escenas en las que aparece. Justin Theroux, por su parte, abraza el patetismo de su doctor Mantleray, mientras que talentos más veteranos como Sally Field o Gabriel Byrne completan el impecable elenco.

La utilización de nuevas tecnologías para lidiar con los traumas de nuestra psiquis remite a la hermosa Eterno resplandor de una mente sin recuerdos. Y lo que en la película de Michel Gondry era un paseo por los recuerdos que iban desapareciendo, aquí la forma de superar el dolor es a través de juegos de rol que van desde la fantasía medieval, pasando por el white trash y la intriga internacional con un poquito de E.T. espolvoreado por encima. Y de alguna manera todo funciona, ya que lo importante es lo que sienten Owen y Annie, aunque en algunos momentos tengan otros nombres y pelucas diferentes.

No esperen revelaciones fantásticas ni grandes vueltas de tuerca, sino la construcción de dos realidades complejas y su reconstrucción en el marco de las creaciones de una inteligencia artificial tan complicada como para procesarlas y tan simple como para convertirse en un emoji creado por luces en un panel computarizado.

El tema de la salud mental será abordado desde la perspectiva química, la psicológica y también la de los métodos rápidos que se prometen desde la portada de los libros. No hay un solo personaje que no cargue con sus demonios, más grandes o más pequeños, porque en definitiva todavía no han inventado la técnica que los exorcice. Y en el caso de que así fuera habría que ver en qué nos convertiríamos, ya sea en trabajadores perfectos de un sistema explotador o en el Joaquín Sabina que le pedía a su doctor que le devolviera su fracaso porque no escribía una nota ni tenía una erección.

Maniac se aprovecha de sus bifurcaciones y de lo breve de algunos de sus diez episodios para no volverse nunca pesada. Al igual que los encargados de Neberdine Pharmaceutical Biotech, no tiene respuestas a las preguntas que se plantea. Pero la búsqueda de respuestas en las cabecitas de Annie, Owen, Azumi y otros tantos nos permitirá disfrutar de buena televisión.

El futuro dirá si se vienen los juntadores automáticos de caca de perro, la casita para aislarse del mundo o los koalas robot que juegan ajedrez. Cualquiera de los tres me sirve.