El personaje bonachón de ¡Grande, pa! está adherido al siempre sonriente Arturo Puig, mientras que la mirada intimidante de Jorge Marrale, y su discurso moroso, lo han llevado a ser usualmente el rostro del mal, aunque haya “mechado algunos malditos con el analista Segura, de Vulnerables [Daniel Barone, Adrián Suar, 1999] o con el padre Mario, de Las manos [Alejandro Doria, 2006]”.

Marrale y Puig se conocieron haciendo televisión, en los recordados unitarios que dirigía Doria, bastante antes de que aquel se convirtiera en el padre de “las chancles”, pero compartieron por primera vez escenario hace tres años, cuando Javier Daulte los juntó para hacer la comedia francesa Nuestras mujeres. En mayo del año pasado, en el Paseo La Plaza, de Buenos Aires, estrenaron El vestidor y en marzo de este año empezaron la gira que los trae ahora a Montevideo.

La pieza del sudafricano Ronald Harwood plantea un servicial tironeo entre un primer actor inglés, interpretado por Marrale, y su asistente, entre el empecinamiento y los olvidos de letra de un Rey Lear en tiempos de guerra.

Marrale viene de participar en la filmación de un thriller en Costa Rica y de una ópera prima, Axioma, en Neuquén, en una zona pegada a la cordillera donde se mezclan el vuelo del cóndor y una minera que echa cianuro en el agua. Fuera del circuito comercial, recientemente se lo pudo ver, de nuevo como terapeuta, en La valija de Benavídez, una película de género, basada en un cuento de Samanta Schweblin, y mano a mano con Norma Aleandro: “Fue un trabajo hermoso, había material. Todos colaboramos por ver el empeño que tuvieron por hacer ese mundo tan trágico y atractivo que sostiene ‘¿cuál es la obra de arte?’”.

No encontré en tu currículum un Rey Lear, pero participaste en Sueño de una noche de verano. Como tantos actores, ¿tenés un Shakespeare pendiente?

Fue en el Teatro Cervantes, en los años 80, que hice Sueño de una noche de verano. Obvio, soy un amante de Shakespeare. Para Hamlet ya no estoy, pero sí para el padre o para el tío, Claudio. Hay veces que veo desde el teatro El Globo, de Londres, las obras que pasa en directo el canal Film & Arts, y es francamente maravilloso. Las escuchás en inglés y tienen una melodía, un fraseo, porque, claro, es poesía. Cuando lo pasás al castellano realmente cuesta concebirlo. Y en el caso de El vestidor, este actor está haciendo obras de Shakespeare en la guerra, durante los ataques, y eso le da un color, nos coloca en un momento tan particular y tiñe la pieza de otra cosa.

¿Como coordenada histórica o como parte de la trama?

Todos lo manifiestan. Este hombre, que está enfermo y que está haciendo su función, creo que también enferma por la guerra. En ese empeño, el médico dice “está agotado, al borde del colapso” y puede ser que sea una cuestión física, pero también es emocional. Está en un momento de la vida en el que sabe que hay algo que se está acabando. A mí me da la impresión de que la guerra conlleva ese final. Esos ataques él los recibe como si fueran pequeños ataques al corazón. Se escuchan bombardeos, disparos, aviones que pasan: están muy presentes, como un personaje extra. Además te coloca a vos, como espectador, en un espacio distinto. Fijate los lugares y las formas en los que se puede hacer teatro. Estás sentado para mirar una ficción mientras afuera una esquirla te puede matar. La necesidad humana de sentarse a contemplar algo que en verdad no existe pero que está sucediendo en ese escenario te religa con el otro, creás un mundo con los demás, te conectás con tu mundo propio, porque en definitiva cada uno ve la obra que quiere.

El autor se basó en una experiencia personal y vos estás obligado a encarnar a un inglés.

Lo que me parece que Harwood hace es darle una dimensión artística, pudo crear una poética. Nosotros hicimos una versión un poco libre, no porque suceda en Buenos Aires ni mucho menos, sino porque lo más importante era hacer la pintura del espacio en donde se está. En el caso mío y del personaje de Arturo, es ese vínculo. Este narcisista, egótico, soberbio, seductor, y el vestidor, alguien que lo asiste todo el tiempo, que se banca su malhumor, pero que lo necesita y quiere que vuelva al escenario. El primero que dice de no suspender la función es el vestidor, y es él quien lo lleva al hospital y el que cuando sale –porque se escapa– es el primero en ponerse feliz. Por momentos es patético lo que está aguantando y divertido cómo lo lleva.

¿Te interpela esa exploración de la metateatralidad, en esta época en que tanto buscamos el detrás de escena?

Pensá que lo que van a ver todos es un camarín. Es toda la preparación previa, con lo que aparentemente es lo secreto. Qué es lo que pasa antes de salir, qué le pasa a este en particular, que está tan enfermo, que está trabajando en medio de las balas y de las bombas. Es como correr un velo y ver cómo hay una construcción que no solamente es práctica sino teorética: hay algo que se construye ahí adentro, en qué estado estamos antes de entrar en la simulación. ¿O lo que vamos a vivir ahí es la verdad? Harwood se ocupa de que veas lo que le pasa a cada uno de los integrantes con este ser, que es el que mantiene la compañía, y de golpe, en la crisis, ¿continuará?

¿Llegaste a ver la versión de los años 90, con Federico Luppi y Julio Chávez?

No recuerdo nada que me haya deslumbrado... Sí recuerdo mucho la película [The Dresser, de Peter Yates, 1983], porque cuando la vi, en los 80, antes que la obra, me pareció maravillosa, sobre todo el trabajo de Albert Finney. Dije “a quién se le ocurrió esto, desnudarnos a nosotros los actores, en la decrepitud, en la locura, en la enfermedad y al mismo tiempo, enfermo de teatro, hacer la función”.

La pieza “desnuda la patologías de los actores” escribió un colega. ¿Cuáles dirías que son?

No sé si hay patología, hay fantasía. Por ejemplo, muchas veces te preguntan si te llevaś el personaje a tu casa, si sentís que influyó en vos... la actuación es un misterio; en la construcción de un personaje uno puede hacerlo comprensible desde un punto de vista racional o emotivo. El otro día veía algo que había dicho Marcello Mastroianni, y es sabio. Dice que no se va a sufrir, que es un oficio del placer. Se sufre cuando uno no puede comer o se está enfermo. Habla un poco de los actores norteamericanos, por el método Strasberg, que tienen que sufrir desde el vínculo directo y no hacer uso de la imaginación. Por eso se habla de las patologías. Creo que, de todas maneras, hay roles que pueden dejar alguna marca. Depende en qué momento te agarra a vos. A mí no me ha tocado, y yo el personaje de Bonzo lo gozo mucho; pude descifrar ciertos mecanismos míos para el placer dentro de la debacle. Un poco a lo Mastroanni. Además, lo que armamos con Arturo en escena es un crochet que desarmamos para armar otra vez. Es un vínculo amoroso también, de dependencia tan grande.

Estudiaste ingeniería, fuiste empleado público. ¿Fue Vittorio Gassman el que te llevó a dedicarte al teatro?

A mí me parece que Gassman es un prototipo de actor latino, italiano en este caso, con una expresión que para mí, en su momento, era muy importante. Le vi hacer un Pirandello, El hombre de la flor en la boca, en televisión, que me impresionó de una manera notable. A partir de ahí vi todo su cine; hizo una película en Argentina, también. Me parecía un actor de fuste, de mucha intensidad, gracioso, irónico, tenía una cantidad de cualidades muy interesantes. Pero también Federico Fellini, Pier Paolo Pasolini, Luchino Visconti, Mario Monicelli, tenían una forma de mirar el mundo, un cine político que dejó de haber, esa cosa que tienen los italianos, que saben descubrir lo farsesco, la mentira dibujada, con el credo de fondo.

Wikipedia destaca que sos “conocido por interpretar mayormente a villanos”.

Debe ser una especialidad. Creo que uno hizo algo y gustó, y después los mismos productores deben decir “necesitamos un malo de ojos celestes... llamalo a Marrale”. Empieza a haber una costumbre, yo termino divirtiéndome. Y cada vez que te llaman no podés hacer el mismo maldito. Trabajamos con esa materia, tenés que trabajar a conciencia esa parte tuya que puede ser oscura, sabiendo que la exorcizás en un rol. Como en la vida misma, los dolores son los que te hacen cambiar y mirar de otra manera. La malicia es perceptible en el ambiente. Hoy por hoy estamos más cerca todos, está en carne viva, expuesta de cualquier manera.

El vestidor, de Ronald Harwood, con dirección de Corina Fiorillo y un elenco encabezado por Jorge Marrale y Arturo Puig, llega a El Galpón el miércoles 5, jueves 6 y viernes 7 de junio a las 20.00. Entradas en Tickantel desde $ 1.050 a $ 1.550.