Corromper los códigos estéticos y actorales, ir contra lo establecido y lo institucional. Para el francés Laurent Berger (director, dramaturgo, pedagogo), el teatro siempre está en crisis y eso es parte de su supervivencia.

Casi 30 años después de sus primeros trabajos en Montevideo (el primero fue una puesta interinstitucional con egresados de varias escuelas, luego montó Berenice, de Jean Racine, en la Alianza Francesa, y por último Niños salvajes, en el Circular, con estudiantes del posgrado de experimentación escénica de la Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático, EMAD), Berger volvió para dirigir Medida por medida, de William Shakespeare, en el marco de los 70 años de El Galpón, tomando al autor sólo como un “disparador de sus experiencias escénicas”.

Medida por medida es, dice, “la cumbre de la comedia oscura shakesperiana” y, desde luego, “una de las comedias cuyo contenido social y político puede resonar de manera particularmente aguda para nuestros contemporáneos”. Plantea que, más que cualquier otra comedia, Medida por medida lleva a escena “una variedad de figuras reales y actuales” a partir de “situaciones en las que el destino individual es contrariado por el entorno social, político y legal”. Así, dice, el autor inglés conforma “su gran obra sobre la justicia y el feminismo”.

Desde los 90, Berger dirige espectáculos, performances y workshops en Francia y el extranjero, y es autor de varios artículos y ensayos sobre la puesta en escena, la teoría del actor y la dramaturgia shakesperiana. Ha traducido al español a Jean Genet y a Jean-Luc Lagarce, y actualmente está al frente de la Maestría en Creación Escénica de la Universidad de Montpellier, a donde llevó como invitados a varios creadores uruguayos (Gabriel Calderón, Santiago Sanguinetti) y con la que ahora protagoniza el primer convenio entre la EMAD y una universidad europea (por pasantías, apoyadas por la embajada de Francia).

“Fue impresionante la actitud de descubrimiento y de curiosidad de los ocho actores de El Galpón, más Santiago Sanguinetti [director de la EMAD], que es invitado”, dice, refiriéndose al elenco de Medida por medida, la obra que cerró el último Festival Internacional de Artes Escénicas, en el que Berger participó, además, como jurado de las obras nacionales.

Para el director, el teatro uruguayo “está muy basado en la fuerza del actor y en la lucha entre la convención del realismo activo y algunas nuevas propuestas que todavía están buscando su lenguaje. La circulación es muy buena, porque te hace relativizar tu lenguaje. Yo descubrí que el teatro francés era una mierda afuera”, proyecta.

¿Preferís el vértigo?

Sí, para que no sólo le pertenezca al actor, ya que su participación es una colaboración con la creación e, incluso, con el texto. Y, sobre todo, para que el espectador sea partícipe de una función que sea única. A eso no lo lográs marcándoles a los actores cómo tienen que decir el texto. Es un grado de libertad: el espectador viene a ver una obra y hay que defenderla a muerte y ofrecer la esencia de Shakespeare. Aunque esa esencia también tiene que ver con obras que se escribían en tres semanas, y que ahora quedaron sepultadas en la historia de la literatura, cuando eran muy materiales: había obras de colaboración (las escribían tres autores diferentes), se cambiaba la obra porque cambiaba el actor, se cortaba. Nosotros no podemos hacer menos.

¿Y eso también lo vuelve arte del presente?

Es que, si no, es una sepultura. Para nosotros, ese es el enemigo. La literatura transformó a esa materia viva en monumento. Respetar al autor me parece una mentira, porque ¿quién tiene una respuesta para Shakespeare?. No la hay; es como Dios. Están los creyentes y yo soy parte de los agnósticos, de los que dicen que deben encontrar su propia verdad, que Dios no está detrás de una obra de Shakespeare. La relación es más difícil, porque el evento, la magia teatral no está escrita.

Es parte del acontecimiento vivo.

Y esa cosa invisible que pasa en el teatro no está dicha de antemano. Sucede en ese momento, y por eso se tiene que reconstruir día a día. Esta es mi relación con el repertorio. Puedo hablar horas del tesoro que voy encontrando en Shakespeare, incluso sobre el teatro actual, pero no es literal; lo encuentro porque sé que había alguien que se preocupaba por lo que es actuar en vivo. Sé que se lo preguntaba, pero sus respuestas no sirven.

¿Esa búsqueda de tu verdad se concentra la esencia shakesperiana?

Claro, es un tipo que no tenía ni decorado ni sonido ni video, y casi no tenía música. Tenía actores y espectadores de pie, muy cerca del escenario. Escribía para eso y se preocupaba por esa dinámica. Nosotros tenemos otra relación con la referencia, la retórica. Una obra completa dura cuatro horas. ¿Cómo repensar los códigos teatrales a partir de cuestiones más reales? Todo eso obliga a transformar mucho la obra, e incluso, si se quiere transmitir esa cuestión barroca, cuando todo el mundo está gestionado por políticas financieras capitalistas, en vez de tener una visión reducida de oposición entre naciones y continentes, debemos ser capaces de darnos cuenta de que tenemos la oportunidad de desarrollar un nuevo tipo de renacentismo, un nuevo tipo de humanismo. Porque tenemos a mano el hecho de descubrir al otro. Todavía no ha llegado ese humanismo, al contrario, el europeo no se fía del africano que viene en los barcos, el latinoamericano no se fía del europeo y menos del estadounidense. ¿No podemos hacer vínculos humanos directos para ver qué tienen para contarnos, más allá de la geopolítica? Comerle los cimientos a esa fuerza multinacional, capitalista, que quiere oponernos. Ahí también está el teatro, y ahí me inspira Shakespeare.

¿Qué fue lo que te trajo hace casi 30 años?

Tenía esta inquietud, y después las oportunidades siempre aparecen: quería trabajar con actores uruguayos. Las oportunidades tienen que ver con el deseo y la necesidad de hacer teatro. Originalmente eran mis ganas de huir de Francia, que es un país que tiene una cultura financieramente modélica, pero es una sociedad muy segura de sí misma, culturalmente muy cerrada en sus propios conceptos, teatralmente muy atrasada al compararla con la vanguardia de los últimos 20 años. Vine para huir de esto y poder volver a Francia con una visión más crítica, más capaz. Porque venimos a aprender tanto como a transmitir.

Antes te referiste a la necesidad de rearticular los códigos teatrales, ¿cómo se dio en Medida por medida?

Originalmente, El Galpón me convocó para trabajar sobre la imagen, que ha sido mi fuerte en los últimos años. Pero, al final, es una obra sobre el actor.

¿La imagen?

En los últimos siete u ocho años he venido trabajando la imagen y el sonido, además de temas que ya son propios, como el teatro más performativo para el actor, un trabajo sobre experimentación escénica. Por varios temas, nos encontramos reflexionando sobre el código del actor en relación con el personaje de Shakespeare. La obra es Medida por medida, por supuesto, pero el trabajo isabelino, barroco, renacentista más bien se encuentra en el cuestionamiento, y en transitar lo que hoy implica actuar a Shakespeare. Ahí hay una reflexión isabelina.

¿Qué desafíos implica interpretar hoy a Shakespeare?

Tener el coraje de sacar al cadáver de su sepultura, y saber que con eso te puede ir mal. Están los que te dicen que no respetás al autor y te insultan por eso, y están los otros, más vivos, que te insultan porque no están convencidos de cómo lo modernizaste. Entre esas dos sensaciones, debes encontrar un camino fuerte para que la gente vea que tu relación con el material es de verdad. Hacer repertorio me parece casi anacrónico.

¿Y eso lo vuelve un desafío personal?

Sin duda, y cada escena es un desafío personal, sobre todo en lo que tiene que ver con cómo encontrar una manera de no entrar en la gran retórica shakesperiana, en la dimensión histriónica de los papeles, cuando es parte de la obra y de su calidad.

¿Hay mecanismos habituales a los que recurrís para alcanzarlo o eludirlo?

Saber lo que no quiero, sí. Eludirlo, no. Porque hay algo que tiene que ver con la ética teatral: tienes que tener una responsabilidad muy grande con tu arte porque tienes muy pocos años de teatro para vivir, y no te puedes quedar en lo que ya hiciste. Esa es una buena guía. Y lograr que cada proceso tenga el mismo nivel de riesgo, lograr ponerte en situaciones de miedo mientras construyes el espectáculo; ese es mi criterio. Me complico la vida por esa insatisfacción de encontrar, siempre, una pequeña diferencia. Y a eso te lo enseña Shakespeare: no hagas una puta vez la misma cosa. Si usa el modelo de Romeo y Julieta siempre le añade algo, siempre reinventa la comedia. Eso es vital. Incluso en las relaciones. Y en esta entrevista, porque no tengo que venderte la misma mierda que vendí ayer. Es una actitud sobre la vida. En esta condición está el riesgo del fracaso de la función o del espectáculo.

Y hay que aprender a convivir con eso.

Hay que encararlo de verdad, que no sea una palabra, un riesgo formal.

¿Que no exista la fórmula?

Eso, que no exista la receta, que tu propio proceso sea un descubrimiento auténtico de la obra, del equipo. Yo disfruto de las situaciones que me colocan en un lugar desconocido. Ahí aprendes a convivir y a encontrar al socio artístico que te responde. Claro que los actores en un momento se enfrentan al miedo porque no están acostumbrados a trabajar así, tienen su cultura, su formación. Y cuando llega el estreno cae el peso de esa corresponsabilidad del espectáculo, que es la corresponsabilidad de la presión, del miedo a fracasar. Y yo tengo que respetar ese momento de descubrimiento. Como tengo la sensación de que la vida es demasiado corta, en el escenario tengo la sensación de poder alargarla casi al infinito. Allí todo es posible. Esa es otra lección de Shakespeare.

Decís que esta puesta está signada por la justicia, el feminismo. ¿Cuál es su particularidad como para que la definas como la mayor comedia shakesperiana, cuyo contenido político y social tiene más resonancia en el presente?

Es algo muy concreto: de las obras de Shakespeare, 80% de los elementos son desechables; residuos de una gran belleza literaria, pero que no sirven para el teatro. Eso depende de la obra y del momento. Hemos avanzado un poco en la igualdad entre los géneros, pero es un momentito. Si no lo aprovechamos para rematar algo –sobre todo ustedes, pero yo también me siento parte de ese combate– esto se acaba enseguida. Tenemos que participar diciendo que esto no se va a resolver por haber encarcelado a tres acosadores sexuales. Que el hombre quiera hacer de la mujer un objeto es algo que debemos seguir muy de cerca porque está metido en nuestra sociedad, en nuestra mente.

¿Y cómo dialoga con esto la puesta?

Hay que ver la obra para responderlo. Mi apuesta es a que dialogue. Mi trabajo no es dar una lección de nada, no quiero explicar la obra, que es muy explícita; lo que nos interesa es saber si nosotros podemos provocar una reflexión en esta sociedad. Mi trabajo es lograr una obra bastante versátil, y a la vez opaca y determinada, para que nadie venga pensando que yo quiero transmitir algo que aprendí de la obra, sino para tener una experiencia con gente que defiende una reflexión en vivo, a la que llegó durante todo el proceso.

También planteás que es la cumbre de la comedia oscura shakesperiana.

Shakespeare es un genio, y reactivó y remodeló totalmente la dramaturgia europea, pero sin embargo sigue haciendo obras en cinco actos, que, más o menos, son tragedias, comedias y tragedias históricas. Y no se escapa mucho del modelo: no escribió una obra en cuatro actos, por ejemplo, como [Antón] Chéjov; no escribió comedias sin un final feliz. Sin embargo, cuando va avanzando en la vida, esa dimensión de la comedia es mucho más crepuscular, pero mantiene su modelo. No puedes no darte cuenta de que ahí está la clave. En su obra de juventud, El sueño de una noche de verano, dos mujeres que estuvieron hablando como cotorras en el bosque no dicen una palabra en todo el quinto acto. Están en una fiesta en la que los hombres no paran de hablar, pero ellas no dicen una palabra. De alguna forma eso es una radicalidad formal, porque tampoco es un autor conceptual del siglo XX. Es enorme, y nos está mandando una señal muy clara, como si dijera: “En el teatro de mi época no puedo decir nada, pero mirá lo que pasa con las mujeres”. Eso es lo que hay que reactivar rápido. Porque la puertita que se abrió hace poco se va a volver a cerrar, y muchas jóvenes de entre 16 y 22 años no se dan cuenta de que el hacha viene más tarde. Creo que el combate es de todos y es ahora, si no a esto lo taparán el racismo, la crisis económica mundial. Es como el rico contra el pobre, otro tema que tratamos. No va a terminar nunca

Como la lucha de clases.

Y tampoco va a terminar la lucha de géneros. Hay que saber que es una guerra infinita. Como el poder, como las ganas de perpetuar en el poder a los mismos de siempre.

Hablando de relatos asignados, y frente al culto occidental de Hamlet, es curioso que la consideres una obra mala e imperfecta.

Sí, es de las peores. Y lo digo porque trabajé muy seriamente sobre esta obra. 30 de los 50 grandes directores que la montaron, recortaron un promedio de 35% a 40%. ¿Qué me vas a decir de una obra si todos los grandes le recortan la mitad? Si la cortás, es porque la mitad te parece una mierda. Y no es sólo una cuestión de tiempo, porque esos mismos directores hicieron puestas de cuatro horas. Hay que aprender que lo que la literatura fabricó como monumento es un monumento literario. El teatro no trabaja con la literatura. Usamos palabras, no libros. Los actores se preocupan porque vamos a estrenar y no tenemos el libreto definitivo, pero si está dicho, ¿por qué tiene que estar escrito? En Shakespeare la materia es así, era su manera de pensar. Hay una parte espantosa en la que dice: “Mis pelos se enderezan sobre mi cabeza”. No me jodas. Tuviste una mala noche, te salió eso y está todo bien, pasemos a otra cosa. Y después llega “to be, or not to be”, ¿quién va a crear algo mejor? Nadie. Este monólogo va a tronar sobre el teatro occidental por los siglos de los siglos. Dramatúrgicamente hay una parte mágica, como el acto uno, después un drama psicológico durante dos actos, un cuarto, que es una novela épica que no viene a cuento, y después hay una resolución muy convencional y de poco interés. Esta es una obra muy deforme. El tema es que reúne –mal organizadas– todas las fuerzas del teatro: lo épico, lo psicológico, lo político, lo emocional, lo mágico, lo trascendental. Hacerlo así es celebrar el ayer. Es como ir al museo. Así no tiene ninguna vigencia, tiene muy poca sensibilidad; es un respeto bruto, sin dialéctica con nuestra época, aunque te va a funcionar siempre porque casi que es un evento social.

¿Y en Medida por medida?

Para escribir buenas escenas le dio hasta el acto tres, después hace funcionar una mecánica de acción de puro oficio. Y hay personajes sin trascendencia que llevan a cabo acciones sin trascendencia. Hay que volver a ver si brota algo de ese cementerio. Pero tiene tres escenas que son una perfección, y con esas se puede hacer un espectáculo. Pero decidimos hacer otra cosa. Elegimos otro camino.

Frente a estas dialécticas del presente, ¿el teatro se reinventa constantemente?

Tiene que ser vivo; es un organismo. El teatro debe estar a la altura de la vida. Es una cuestión de supervivencia, por eso siempre está en crisis con lo existente. ¿Cómo se lucha contra lo aprendido? Las articulaciones de la imaginación aún pueden ser libres cuando las demás se bloquean. Eso es vivir hasta el final. Y, si no, mejor morir ahora.

Medida por medida, de William Shakespeare. Versión y dirección de Laurent Berger. Con Claudio Lachowicz, Victoria González Natero, Soledad Frugone, Santiago Sanguinetti, Pablo Pipolo, Héctor Hernández, Luciano Chattón, Camila Durán y Nahuel Delgado. Sábados a las 21.00 y domingos a las 19.30 en El Galpón. Entradas: $ 500. Tarjeta Joven y jubilados: $ 250. Socio Espectacular libre; Antel y BROU 2x1.