A Graciela Borges, que se asume intensa, le sobran historias de backstage y festivales. Debutó en cine, siendo una adolescente, a fines de la década de 1950, y su filmografía fue creciendo al lado de grandes directores argentinos, como Leopoldo Torre Nilsson y a Raúl de la Torre, de quien fue pareja. Pero se declara pudorosa y viene declinando cualquier propuesta de publicar su biografía. Prefiere subirse a un escenario y mostrar fragmentos de películas, decir algunos poemas, contar anécdotas seleccionadas.

Esa colección incompleta de memorias es la que poblará este fin de semana El Galpón bajo el título Alquimia, acompañada en voz y guitarra por Adriana Barcia, un espectáculo íntimo que antes se presentaba como Entre nosotros, cuando tenía como compañera de tablas a Rita Cortese.

No todo es recuerdo, sin embargo. Borges sigue prestándose a las cámaras y últimamente protagonizó El cuento de las comadrejas, a las órdenes de Juan José Campanella, y La quietud, dirigida por Pablo Trapero. Entre una cosa y otra, participa en Acercarte, un ciclo de actividades gratuitas organizado por el Ministerio de Cultura bonaerense, y sigue haciendo un programa para Radio Nacional, Una mujer, que graba en su casa y se emite los martes de noche.

“¿L’hagamos?”, propone para arrancar la charla, imitando el modismo que usa Lucrecia Martel para hacer una toma. “Ella es de Salta y cuando filmamos, ahora siempre decimos eso”.

¿Te persigue aquel comienzo de La ciénaga, diciendo “un hielito, un hielito”?

Me lo dicen cuando nombran la película pero es un film que recuerdo con profundo amor. Es una película que tiene unos climas extraordinarios y creo que ella es una directora estupenda, que arrasó, con una cosa de cambio en el cine argentino muy fuerte. Es un antes y un después de Lucrecia, como fue, qué se yo, [Leonardo] Favio, los grandes factótums. Hay otros muy interesantes pero hay gente que marca.

¿Cuánto te parece que pesó el momento del estreno?

Era 2001, pero fue muy fuerte lo que pasó en el mundo: mandaron un chico del Corriere della Sera, sólo por un fin de semana, para hacer fotos. Difícil que manden de Italia, ¿no? Y el diario tituló: “La ciénaga, una película tan difícil de ver como de hacer, un film inmortal”. El otro día me mostraban fotos, suponete en Broadway, donde estaban los cinco que ellos consideraban los mejores directores del mundo, y ahí estaba Lucrecia. Además yo la quiero mucho.

¿Seguiste su paso por Venecia, sus posturas con respecto a Roman Polanski y su presentación del premio a Almodóvar?

Me contó, porque tenemos un chat privado; se llama –horrible título, pero nos encanta– “Señoras de la escena” y estamos todas sus actrices: María Onetto, Julieta Zylberberg, María Alché, Mercedes Morán y yo. Entonces siempre nos cocina, vamos a su casa, es un encanto de persona, que además parece muy simple, no piensa que es la genia de la cinematografía, pero todo le da vuelta. ¿Te acordás de que la invitaron a hacer una publicidad con modelos y le cortó a todas la cabeza?

Era para la grifa Miu Miu.

Sí, señor, buenísimo, y se le ocurrió a ella. Ahora me contó que estaba un poco conmovida con todo lo que le había pasado con Polanski y su pensamiento sobre las mujeres y la violencia. Y yo había mandado una foto con Polanski, porque lo conocí mucho, trabajé con él en 1972, como pizarrera, porque estábamos haciendo una parte de la vida de Fangio, en Montecarlo, en las carreras, y después otra cosas en Balcarce, en Buenos Aires. Lucrecia vio la foto y yo le dije “me olvidé de todo”, porque no recuerdo lo mal que hace la gente. Ella me lo recordó y la verdad es que fue bastante doloroso. Es curioso, me quedé pensando, porque cuando yo trabajaba con él en las carreras, él estaba haciendo la vida de Alan Jones, acababa de pasarle lo de Sharon Tate y él me dijo: “El demonio existe, está acá con nosotros”.

Esa facilidad que tenés para relacionarte con gente de distintas generaciones y estratos...

Tengo lazos enseguida, tengo empatía. Con la gente que no me divierte o no me gusta, doy un paso al costado. Es muy difícil que alguien me dé manía, pero si me da, te juro que tengo razón. No digo nada, pero la falta de luz la siente mucho mi corazón.

¿Lo atribuís a tu crianza o a haber empezado en el medio a los 14 años?

Creo que hay que trabajar cuando uno tiene dimensión de la palabra, cuando uno sabe lo que quieren decir las cosas. No se es actriz a los 14 años. Es un invento y un juego. Es más o menos actuar bien, pero no de verdad o de corazón.

¿Cuándo te cayó esa noción?

Llegó un momento dado en que algo se metió dentro mío, que dije “sí, soy este personaje”. No me acuerdo cuál, creo que en Los viciosos [Enrique Carreras, 1962], que fue la primera Concha de Oro que gané en el festival de San Sebastián –gané tres– y esa chica a la que drogaban y violaban tuvo una cosa de la que me costó mucho salir. Sentí que todo lo que decía, lo decía con mucha fuerza. Ahí me di cuenta de que eso no era actuar, que eso era lo que yo quería hacer en el cine.

Nombraste Montecarlo, San Sebastián. ¿Cuánto de eso hay en este espectáculo?

No creo en la muerte, así que soy muy amiga de Alfredo Alcón, que siempre me llamaba por teléfono y me decía “Borges, voy a hacer los versitos esta semana en no sé dónde”. Yo dije “qué linda la idea de hacer poemas”, y él me dijo, “sabés lo que pasa, Gra, que la poesía no tiene seguidores, tiene amantes”. Entonces, en un espectáculo, sólo poemas no va. De alguna manera empezó eso en mi cabeza e inventé esto de meter canciones y pequeñas partes de, suponete, diez films míos; si no, sería interminable. Hay algunas bastante conmovedoras y además voy a decir poemas que tienen mucho que ver con Uruguay: la mayoría son de Benedetti, de Idea Vilariño, que para mí era lo más, las historias con Onetti, Vinícius, que no es de acá pero era de este lado de la vida.

¿Está Cocteau, a quien conociste?

No, pero hay muchas cosas divertidas. Lo conocí cuando era chiquita; desayunaba con él en el Hôtel Martinez, en Cannes, durante el festival, donde estaba muy famosa porque había llevado Zafra [Lucas Demare, 1959]. Uno cree que le va a ir maravillosamente bien y después no te va siempre así en los festivales. Estaba en la tapa de todas las revistas Jean-Pierre Léaud, el chico de Los 400 golpes [François Truffaut, 1959], y yo, que somos mellizos de edad, creo. Estábamos ahí y en la mañana me encontraba con un señor de pelo blanco y una nariz muy importante. Bastante bien hablo francés –tenía una tía abuela muy cerca, en Niza– y él era mi amigo, le contaba cosas: “No sabés, ayer salí con George Stevens Jr, me invitó a ir a una fiesta”. “¡Ay, cuánta gente conocés!”, me decía él a mí. Y yo le contestaba: “Sí, pero no sabés qué drama, para todo tengo que pedir permiso porque mi abuela, si no, no me deja ir ni a la esquina”. Yo iba a cumplir 16, era otra época. “¡Qué bodrio!”, me decía. Lo amaba, era mi amigo del alma. Un día me dijo “me voy a ir mañana, seguramente no nos vamos a ver”. A mí me agarró una cosa tan fuerte, lo abracé y me puse a llorar, intensa como soy. Y a la noche había sobre mi almohada un osito de terciopelo bien rojo, con las manitos de cuero blanco, que decía “para que no duermas solita. M. Jean Cocteau”. Lo perdí, me quiero morir. Linda historia.

Es inevitable que se te pregunte por Paul (McCartney).

Todo el tiempo. Creo que hay una foto en el espectáculo. Pero no fue un gran romance. Fue la época de un Londres maravilloso, en una época en que éramos todos muy chicos, había mucha alegría, la ciudad estaba llena de luz y de divertimento. Íbamos a bailar griego a la casa de una de la que decían que le había puesto ese lugar el príncipe Felipe de Inglaterra, porque era amante de él... Era todo muy compulsivo y Paul estaba y salía con nosotros. Igual no cuento mucha cosa privada.

Volviendo al espectáculo: ¿tiene algo de China Zorrilla contando anécdotas?

La China era maravillosa porque tenía el doble de anécdotas que yo, con todo el mundo. Yo la adoraba y lo que cuento, que me parece más interesarte, son las perdidas, porque las ganadas las cuenta todo el mundo: “Tuve 700 premios, se enamoró de mí el rey de Calcuta”, oís cada cosa que no se puede creer. Yo cuento los novios que se fueron, los bochornos que pasás cuando sos distraída; es un espectáculo entrañable.

Sin embargo, teatro es lo que menos hiciste.

Durante mucho tiempo hice Cartas de amor. La primera cosa que hice en teatro fue El bosque petrificado, de Sherwood, el Don Juan, dos espectáculos más, pero realmente soy un bicho de cine. Lo que me da esto es lo que estoy buscando: participar en lo que me hace feliz. El cine está muy complicado, no porque no me guste sino porque ya no se filma, se graba. Entonces, como ahora no hay celuloide que tengan que cuidar, esto que tienen lo borran y siguen con su camarita, y hacés 28 tomas de algo.

Igual venís de dos estrenos importantes.

Muy agradable para mí filmar con Trapero y con Campanella, pero las dos películas fueron muy difíciles. No te olvides de que lo de Campanella fue durante un mes, en una casa en la que hacía mucho frío, en julio, lluvias totales y con las ventanas abiertas, porque vos creés que filmás adentro, pero entran los cables, está todo abierto. Y después un mes en exteriores con camisita finita, con dos grados bajo cero. Es un tema; ahí tuve un pinzamiento de fémur.

En La quietud tenías un personaje muy oscuro, mientras que Campanella te asignó uno farsesco.

¿La viste? Terrible. Yo quería que se me viera la marca de la oscuridad en la cara. Y esta otra era al revés, como alguien que daba cierta ternura: ella creía que estaba en un lugar donde la gente todavía la podía reconocer y ser glamorosa. Una era oscura total, no tenía perdón ninguno, y la otra era como una estrella lejana en decadencia que decía “esto es caro, es para mí”, que es todo lo contrario a lo que soy yo.

Más allá del guion, ¿te inspiraste en alguien para esa diva decadente?

Me hace mucha gracia pensar en estrellas de Hollywood, cuando siguen hablando y dan una especie de estereotipo, pero nada más que eso. Hay algunos personajes para los que sí me inspiré en gente. Por ejemplo, para la película de Lucrecia: en una señora que yo conocía mucho, que no era borracha, era alcohólica. Iba siempre con un saco, una cartera y un vaso con hielito. Yo pensaba “esta es Tita, esta es la que voy a hacer”. Con amor lo hice, porque era una alcohólica, una desolada.