Al abrir Fábrica de escalofríos, el flamante título de Horacio Cavallo, que acaba de cruzar el Río de la Plata, pandemia mediante, para estar disponible en Montevideo, dos referencias surgen de inmediato –bueno, surgen en la subjetividad de quien escribe esta nota, por lo menos–: por un lado, esa maravilla que es el Animalario universal del profesor Revillod. Fabuloso almanaque de la fauna mundial (Miguel Murugarren y Javier Sáez Castán, Fondo de Cultura Económica, 2003), en el que 40 páginas divididas en tres bandas verticales e impresas de ambos lados nos dan la posibilidad de combinar esos tercios para armar animales, con los correspondientes nombres que los designan y sus definiciones; por otro, los cadáveres exquisitos de los surrealistas.
“En 1961 el poeta Raymond Queneau publicó en París sus Cien millones de poemas, un libro compuesto por diez sonetos troquelados verso por verso, cuyas posibles combinaciones remitían al número del título. Un libro que removió los cimientos de las convenciones literarias con una conjunción de irreverencia, clarividencia, arbitrariedad y acidez, y logró convertirse en un método de escritura”, se señala en la contraportada del libro de Cavallo. Como apuntan los editores, el uruguayo va más allá, en la medida en que no hay un poema original, sino versos sueltos que permiten combinaciones casi infinitas –y la maravillosa ilusión de esa infinitud–.
Como sea, la bellísima edición de Libros Silvestres es una invitación a jugar con los versos, a crear escalofríos propios, a internarse y perderse en un mundo de múltiples combinaciones a partir de un universo finito de elementos –la lengua, claro, también–, en un movimiento que a un tiempo pone en funcionamiento la maquinaria poética y la cuestiona. Hay en Fábrica de escalofríos tanto de juego como de reflexión, de construcción y de deconstrucción, de apropiarse de versos ajenos para crear poemas propios, de sumergirse en un mar de posibilidades y meter mano en esta arcilla de palabras y dibujos.
No es casualidad que el primer verso de la primera página sea “Señoras y señores vengan a conocer”, entre las diez presentaciones. Cada página tiene ocho versos que recorren infinidad de personajes y situaciones que apuntan a un género popular entre los más chicos, el horror, y esta manera de enfrentarse al texto poético lleva al extremo la posibilidad de exorcizar miedos al verlos cara a cara: los monstruos y las criaturas extrañas se manipulan, se intercambian, se ponen a hacer cosas distintas. Así, una niña que tiene alas de mariposa puede trocar en una serpiente azul de cola temblorosa o en un marciano amigable con cuerpo de babosa; pueden devorar pizza vieja, dura de morder, o alimentarse de orugas con ojos de alfiler; y harán cosas terribles (o no), como “encerrarte en el fondo nauseabundo de un nido”, “cantarte bajito una nana al oído”, morder “tu memoria hasta volverla olvido”.
Niños y poesía, lejos de lo que suele suponerse, están muy cerca, y este libro los acerca al activar en sus páginas un mecanismo de creación y juego que permite leer de una manera diferente, en la que el lector es, en cierta medida, autor en su participación. Por otra parte, el abismo de combinar y recombinar permite un acercamiento gozoso al libro, que se presenta como un laberinto donde dejarse perder.
Fábrica de escalofríos. 10 millones de poemas para terminar temblando, de Horacio Cavallo, con dibujos de Tati Babini. Libros Silvestres, Buenos Aires. $ 890. Distribuye Escaramuza. Se consigue en las librerías Purpúrea y Libros del Parque.