Una mujer yace en la bañera de una coqueta casa de un barrio privado argentino, tiene sangre en la cara y en el cuero cabelludo. La familia dice que fue un accidente: se pegó en la cabeza al resbalarse o algo así. La velan en la casa, sobre la cama, pero antes le cambian la ropa ensangrentada, porque el ritual tiene que ser decoroso. Un mes y poco después, un fiscal pide que exhumen el cuerpo y una autopsia revela que tenía cinco balazos calibre 32 en la cabeza y un sexto la había rozado. Empieza un laberinto de investigaciones del que hasta hoy no se conoce la salida.

Acusan a la familia por encubrir el crimen y al viudo por asesinato, pero ellos dicen que el responsable es un vecino con flor de prontuario que entró a robar y la terminó asesinando. Se mezclan teorías para todos los gustos, como lavado de dinero y el Cártel de Juárez. Además, aquella noche fatal, el hermanastro de la víctima había encontrado un pedazo de plomo deformado en la escena que para él no era de un crimen: pensó que se trataba de un sujetador de estante de biblioteca, pero era una bala deformada –la sexta, la que rozó a la víctima–. Agarró un papel, tomó eso del piso, a lo que llamó “pituto” y lo tiró por el wáter.

Coartadas varias, un limoncello en un club house, el clásico de los clásicos Boca-River, una masajista, una supuesta “dama de rosa” que nadie vio, guardias de seguridad, un carrito de golf, más guardias de seguridad, un certificado de defunción que no condice con la causa real de la muerte, una médium, dos médicos y uno que todavía no se recibió, un fiscal con aires de divo y fanático del Zorro, y mucho, pero mucho más –como el secuestro de Tom, el perro de la víctima, por el que nunca se pagó rescate, porque, según el viudo, pagás por la mascota y después tenés que hacer lo propio por algún integrante de la familia–.

Todo esto, que de sólo leerlo –y escribirlo– abruma, está en el reciente estreno de Netflix, que es lo más visto en Uruguay desde esa plataforma: Carmel: ¿quién mató a María Marta? Pero no se trata de una ficción, porque sería inverosímil y sus guionistas serían acusados de exceso de imaginación. Lo que se ve en los cuatro capítulos de una hora de esta serie documental no se encuentra ni en 35 episodios de Matlock ni en 37 novelas de Agatha Christie, pero es un caso real.

El asesinato de la socióloga María Marta García Belsunce es el caso policial sin resolver más famoso de la historia de Argentina. Tuvo lugar el 27 de octubre de 2002 en el country Carmel, ubicado en Pilar, al norte de la provincia de Buenos Aires. En diciembre de ese año, cuando el caso empezó a tener luz mediática luego del revelador resultado de la autopsia, llenó tapas y más tapas de diarios, y horas y más horas de los canales de noticias tanto de aire como de cable –que en aquella época, sin redes sociales ni streaming, eran el summum del entretenimiento trivial–.

Hoy, gracias al éxito de este documental, el caso vuelve a estar sobre la mesa, de manera aún más contundente, con infinitos comentarios en redes sociales, que tratan de esbozar sus teorías para responder el título de la serie.

En lo formal, se trata del clásico documental basado en entrevistas con los protagonistas y material de archivo, como los que abundan en Netflix, técnicamente impecable –con tomas aéreas desde drones, tan de moda ahora, del country Carmel–. Es sencillo encontrar similitudes con el documental sobre la muerte del fiscal Alberto Nisman, estrenado hace poco menos de un año en la misma plataforma.

Pero si bien pueden parecer casos similares, el de Nisman tiene ribetes mucho más trágicos y relevantes, ya que se dio con el trasfondo de la investigación sobre el cruel atentado a la sede de la AMIA, de 1994. Además, ese documental muestra imágenes reales de la escena del crimen, tomadas por la Policía Federal Argentina, mientras que en el caso Belsunce todas la imágenes que vemos de la víctima en el baño son una reconstrucción. Esto ayuda a verlo como ficción, por más que desde el minuto cero sabemos que no lo es. De hecho, hay una escena de transición bastante recurrente, un primer plano de sangre que recorre el piso para fluir por el desagüe, a lo Psicosis, de Alfred Hitchcock, que no aporta nada más que color de ficción.

En cuanto al material de archivo, los documentalistas echaron mano a la filmación del juicio, de 2007, y a muchas entrevistas con familiares de la víctima, de varias épocas y en distintos programas de televisión, como los dos más famosos, el de Susana Giménez y el de Mirtha Legrand. También hay diversos audios, en especial el de la llamada del viudo a la emergencia, que se vuelve fundamental para tratar de comprobar quiénes más estaban en la escena del crimen en ese momento, en base a las voces que se escuchan de fondo. En esa parte es cuando de Psicosis se pasa a The Wire, aquella serie en la que gran parte del procedimiento policial se sustentaba en escuchas telefónicas. Además, la hipótesis del robo –porque supuestamente en la casa había mucho dinero guardado, dado que Argentina vivía en plena época del corralito bancario– tiene similitudes con el caso de la familia asesinada en Kansas en 1959, que Truman Capote inmortalizó en su novela de no ficción A sangre fría.

Cualquier parecido con la ficción es pura coincidencia

Los creadores de la serie lograron la difícil tarea de convencer a casi todos los involucrados –más allá del sentido policial del término– en el caso, excepto a Nicolás Pachelo, el vecino pendenciero del country, sobre el que la familia García Belsunce carga con la responsabilidad del crimen. Así las cosas, por la serie pasan los testimonios de Carlos Carrascosa –el viudo, primero condenado por el asesinato, luego absuelto–, Horacio García Belsunce (hermano de María Marta), Irene y John Hurtig (hermanastros de la víctima, por parte de madre; hasta en esto parece ficción, porque es un grado de parentesco muy de telenovela mexicana de las cinco de la tarde) y el regio fiscal Diego Molina Pico, el primero en encargase del caso, que hasta ahora no había dado entrevistas, entre otros.

Gran parte del atractivo de la serie, más allá del caso en sí, y de todo el morbo que puede generar, amén de que se trata de un horrible crimen a sangre fría, son las escenas de humor involuntario, que obviamente fueron dejadas en el corte final para suavizar un poco el drama. Por ejemplo, en medio de una de las audiencias judiciales se da una discusión sobre el aire acondicionado totalmente sin sentido, que bien podría aparecer en una película de los hermanos Coen.

En el juicio también hay algunos momentos incómodos en un careo entre dos “personajes” secundarios pero muy definidos en su forma de ser –tanto, que si fueran guionados serían muy estereotipados–. Se trata de dos amigas de la víctima: Nora Pichi Taylor, la quintaesencia de la cheta pitucona, e Inés Ongay, el paroxismo de la hippie, que vive en Bariloche. A los pocos días de estrenado el documental, capturas de pantalla de este duelo verbal se volvieron memes, porque muestran una dicotomía de visiones y de formas de ser que vuelve imposible que el espectador no se ponga a hinchar por una o la otra, por más que el “duelo” entre las dos no dure más de tres minutos.

En un escalón más abajo de importancia están las entrevistas a dos periodistas, que se muestran con la clásica postura yo-me-leí-todo-el-expediente-y-tengo-la-posta, en especial el canchero Pablo Duggan: si no nos avisan que es periodista, podemos pensar que es pariente de Carrascosa, porque se apega a su versión incluso con más ahínco que los familiares.

Hay que escribirlo: es difícil empatizar con el viudo, que da la entrevista sentado en un sillón, fumando, con cierto aire displicente. Encima, cuando cuenta sobre su estadía en la cárcel –donde estuvo cerca de siete años, antes de ser absuelto– dice, como si nada, que ahí adentro las jerarquías están “de acuerdo al delito que vos cometés: no importa si sos inocente o culpable, el tema es la carátula”, y agrega, con la misma soltura de cuerpo: “El que tiene más estatus es el que mató a un policía. Después viene el que mató a la mujer, porque todos los presos te dicen: ‘¿quién no quiso matar a su mujer en algún momento?’”. Macanudo.

Más abajo que los periodistas en la escala de importancia, ya en un terreno bastante bizarro, aparecen dos mujeres que son una especie de “ángeles de la guarda” de Carrascosa, que se obsesionaron con el caso. La más fan de las dos es María Laura Falsetti –sí, el apellido parece un invento del Dr. Tangalanga, pero, otra vez, es real–, una anestesióloga que creó un blog sobre el caso con toda la información disponible. La presentación de la señora es una pequeña falla del documental, porque aparece hablando de la nada, con un perrito en la falda, y de entrada cuesta darse cuenta de cuál es su rol en todo esto.

Si bien el documental se estrena 18 años después del crimen, no deja de ser un compendio de todo lo relativo al caso, o por lo menos de lo que fue más mediático en su momento, incluyendo los mitos –por ejemplo, que a la víctima le pegaron los agujeros de los balazos con La Gotita–, como para que los que no estaban al tanto del caso se enteren. La serie no aporta mucho más que eso. Tampoco esclarece, pero no le corresponde a un documental echar luz sobre un crimen, sino a la Justicia, que en este caso parece que tarda y nunca llega. Mientras, podemos ver la serie y esbozar nuestras propias teorías, como en aquel famoso juego de mesa, Clue, y contestar quién mató a María Marta.

Nadie mató a Laura Palmer

El country de Carmel no es el pueblo de Twin Peaks (el de la serie de David Lynch), pero después de ver Carmel: ¿quién mató a María Marta? es posible que la frontera entre ficción y realidad, o lo que percibimos como tales, quede algo difusa.

Entre los elementos que generan ese efecto debe estar, sin dudas, el tratamiento que recibe la mayoría de los entrevistados, que acentúa sus características más sobresalientes, acercándolos más a estereotipos que a figuras con matices complejos (sin dejar de anotar que, como montevideano, uno es especialmente sensible a la celeridad con la que mucha gente de Buenos Aires adopta modos de personaje). En este sentido, mirar Carmel se parece a mirar la docuserie Tiger King, pero en lugar de asomarnos a la vida en los márgenes residuales de la cultura estadounidense, atisbamos las costumbres de la clase alta rioplatense; en ambos casos, se trata de acomodar pequeñas sorpresas que, paradójicamente, terminan apuntalando montañas de prejuicios.

Otro de los factores que borra los límites ficcionales es la propia estructura del documental, que depende de la presentación paulatina de detalles significativos y de intermitentes dosis de vueltas de tuerca. Esa regulación un poco histérica de la información que recibe el espectador es propia de la literatura policial, y son justamente dos escritores que han cultivado el género, Claudia Piñeiro y Guillermo Martínez, quienes aparecen como voces autorizadas para explicar la atención mediática que produjo el caso real en su momento. La cuestión de clase y la lógica del misterio a puertas cerradas, tipo Agatha Christie, sugieren Piñeiro y Martínez, son claves para entender la fascinación colectiva que genera este tipo de eventos. Sin embargo, las palabras de ambos autores –cuya performance, además, no dista mucho de la de la familia de la víctima– son absorbidas por la narrativa del documental, que reproduce esquemas de ficción policial, y que apunta más al entretenimiento que al conocimiento.

JGL

Carmel: ¿quién mató a María Marta? Dirigida por Alejandro Hartmann, y guionada por Hartmann, Sofía Mora, Lucas Bucci y Tomás Sposato. Producción de Vanessa Ragone. En Netflix.