La ópera prima del británico Remi Weekes integra el comentario social con el terror puro y duro. Una pareja de Sudán del Sur se refugia en Inglaterra. El gobierno les ofrece una casona descuidada y oscura, donde se ven obligados a sobrevivir sin poder trabajar y dependiendo de una pensión. Atrás dejan un país en guerra y una hija que se tragó el océano. O al menos eso intentan.
No va a ser fácil adaptarse ante un ambiente que oscila entre hostil e indiferente. El contraste con el entorno se refleja ya en la paleta de colores que maneja Weekes: mientras la pareja se muestra en tonos más vivos y en la gama de los tierras, el afuera es pálido, grisáceo, como una pintura sin brillo. Así, en un duro proceso por adaptarse, los protagonistas cambian su ropa y sus costumbres, aunque el pasado parece no querer abandonarlos. Pronto notamos que en la ruinosa casa que habitan no están solos.
De esta manera, la película que comenzaba como un drama sobre la crisis de los refugiados en Europa toma una nueva dirección, más cercana al folk horror. Y pone en escena un choque feroz entre culturas y creencias lejanas. Dentro de esa casa embrujada Weekes filma a los personajes enmarcados por puertas y ventanas, asfixiados por un entorno cada vez más opresivo. Y así como el film da cuenta de un difícil proceso de adaptación, también es el relato de una pareja que se resquebraja y una muestra de las distintas maneras de afrontar la historia personal. Cuando los vemos intentando cubrir los agujeros de la casa por donde se cuela la oscuridad, es difícil no pensar en su intento por tapar los baches personales que les dejaron sus experiencias.
Mucha de la fuerza de la película radica en los dos excelentes protagónicos: Bol (Sope Dirisu) y Rial Majur (Wunmi Mosaku), con interpretaciones robustas que destacan ante una cámara que los acompaña en sus movimientos y que se acerca lo suficiente para mostrar las marcas que sus vivencias les dejaron sobre la piel. Y también hay una presencia ineludible, que emerge cuando llega el sueño y el paisaje nocturno: el mar furioso que amenaza con arrasar con todo lo que buscan construir.
La soledad sólo profundiza sus problemas; los vemos diminutos en el plano frente a la indiferencia de los burócratas, que le espetan “tu casa es más grande que la mía” cuando solicitan mudarse, cómodos detrás de pesados escritorios y bañados por la luz uniforme de los tubos fluorescentes. En medio de una cotidianidad donde todo se iguala, allí donde todas las casas se parecen y todas las oficinas se parecen, la pareja se esmera por encajar, principalmente Bol, que acaba vistiendo la ropa de esos hombres grises en una escena que sintetiza perfectamente la exclusión a la que se ven obligados.
A medida que pasan los minutos, la trama revela algunos detalles de lo ocurrido antes de su llegada a Inglaterra, lo que se relaciona estrechamente con esa presencia que se niega a abandonarlos. Aunque sobre la última media hora se vuelve un tanto previsible, sobre todo por los resortes que empujan los momentos más sombríos y escalofriantes, His House logra deparar buenos sustos y funciona muy bien como película de terror. Uno de los responsables de crear ese ambiente enrarecido es el trabajo sonoro, que envuelve los espacios y dispara la tensión en el momento justo. También un delicado trabajo con la iluminación, que muestra a los personajes en penumbras, sin poder escapar de una oscuridad que los absorbe.
Por su abordaje sobre temas raciales con un pie en el terror, la película puede tender puentes con el trabajo del celebrado Jordan Peele, director de Get Out (2017) y Us (2019), aunque aquí no hay rastros de comedia y su ojo no está puesto exclusivamente en el racismo. Más cerca se encuentra la película The Babadook (Jennifer Kent, 2014) donde se ponen en juego distintas formas de enfrentar la pérdida. Y también la culpa, ese fantasma escurridizo que nunca se va del todo.