“Está muy rico, muy rico...”. Luego de su veredicto gentil y convincente, la nueva directora del Ministerio de Obras Públicas (interpretada por Verónica Perrotta) se rescata de inmediato con un abundante sorbo de agua mientras termina de digerir con horror el pequeño bocado de guiso para seguir como si nada. No podrá evitar que sus sentidos la desborden, pero su oficio le devuelve calma.
Puede, al mismo tiempo, contener su furia y pensar con frialdad un plan de rápida ejecución para eliminar todo lo que la rodea en ese instante: las paredes polvorientas del subsuelo casi en penumbras, los tablones, las ventanas y puertas viejas, otros desechos de madera, y las máquinas de un taller, como parte de la tradicional decoración del lugar, una mesa larga, sillas variopintas ocupadas por funcionarios mañosos, y entre sus ojos de asombro, las sonrisas cándidas de Lila (Liliana Juárez) y Marcela (Rosario Bléfari, en su última actuación en cine antes de su muerte), las dos responsables del improvisado pero establecido comedor de cada mediodía, que intentarán seducir a la nueva jerarca, en un duelo desigual en el que brillan el cinismo, la complicidad y las grandes actuaciones.
El tucumano Ezequiel Radusky, director y coguionista de Planta permanente, igual que Campi, el fanático de la “mila con puré” que quedará congelado frente al reloj cuando una mañana no encuentre la tarjeta con su nombre para marcar su hora de ingreso, es, además de cineasta y dramaturgo, funcionario público.
Una vez se peleó con su jefe, y es posible que eso lo haya motivado a escribir esta historia. “Vos tenés que hacer una obra de teatro sobre esto”, le decían sus compañeros, y cada vez les respondía: “Dejen de romper las pelotas”.
Durante un buen tiempo no tuvo computadora en su oficina o la compartió. Mientras tanto, algo inquieto, ordenaba obsesivamente los kilos de papeles con documentos, y observaba. A diferencia de la de muchos de sus compañeros, su vida comenzaba después de salir de allí, con el teatro y el entusiasmo de una investigación que comienza frente al público y luego encuentra la pantalla grande, con algunos cortos y dos largometrajes: Los dueños (codirigida con Agustín Toscano, 2013) y Planta permanente (2019).
“¡Qué se cree este, que porque ha tenido varias experiencia en festivales ahora nos va a venir a decir lo que tenemos que hacer!”, sintió que le dijeron sus compañeros en su vuelta a la oficina, luego del éxito de su primera película, y eso, finalmente, lo motivó a escribir el guion de la segunda, junto a Diego Lerman.
Conversamos con Ezquiel Radusky sobre Planta permanente (una película coproducida por la argentina Campo cine y la uruguaya Salado), la influencia del cine uruguayo en su obra, y sus experimentos para lograr su marca registrada: “un realismo brutal, o naturalismo extremo”.
Uno de los mayores méritos de esta película se aprecia en ese naturalismo del que hablás. Cuando empezaste a investigar, ¿qué era lo que buscabas?
Después del secundario, estudié teatro, y comencé a escribir y a dirigir obras. Con nuestro grupo lo que queríamos era que los actores actuaran como si no estuvieran actuando. Queríamos que actuaran pero con realidad, que sus personajes fueran tan naturales como cuando se encuentran con alguien en el almacén. Queríamos algo que se pareciera más al cine que al teatro, y para eso hicimos una intensa investigación de cómo manejar el realismo pero con una formación teatral. En el teatro la base está en la escena y en el conflicto, desde el nivel macro hasta que lo vas reduciendo al personaje, y en todas las escenas tiene que haber conflicto. Así, mientras experimentábamos hicimos una obra que se llamaba La familia punk, con un teatro muy próximo al espectador, y Los dueños, que comienza como una obra de teatro y termina en una película, a partir de un fondo para óperas primas.
¿Cómo funcionaba exactamente ese laboratorio actoral?
Una de las técnicas que usábamos para llegar a este punto de naturalismo tiene mucho que ver con una especie de entrenamiento actoral, sin entrenamiento. ¿En qué consistía? Nos juntábamos antes del ensayo a merendar, llegaban los actores, estábamos nosotros, los directores, que éramos tres, y nos quedábamos dos horas comiendo y tomando algo, y al mismo tiempo hablando mucho de cualquier cosa y también sobre la prehistoria de los personajes. Otro ejercicio que usábamos era ir a un quiosco con uno de los actores y ver cómo interactuaba con el comerciante, qué pasaba si, de pronto, aparecía algún tipo de conflicto, cómo lo resolvía. Queríamos desacralizar el hecho de actuar y de dirigir, sin evitar la actuación y la dirección. Es decir, desde el momento en que vos te metés en una situación como la del teatro, que no es natural, eso ya es actuación. Y al ensayo propiamente dicho pasábamos en ese estado. Sin calentamientos, posiciones y cosas con la voz; de algún modo lo teníamos prohibido. Por lo menos, los ejercicios tradicionales. Lo único que hacíamos a veces era correr muchas vueltas a la manzana para llegar cansados al momento de actuar. Una profesora de danza contemporánea nos inculcó un concepto que creo que viene de [Vsévolod] Meyerhold y tiene que ver con que el cuerpo en estado normal, digamos, está resguardado por ciertos límites, mientras que al cuerpo cansado sólo le queda un resto de energía desprovisto de defensas. Entonces, si bien Meyerhold no lo usaba para esto, nosotros tomamos este concepto para buscar el naturalismo que aparece en ese estado, en ese resto. También debo decir que gran parte de la inspiración para llegar a esos puntos tiene que ver con el cine uruguayo. Para nosotros el naturalismo de Whisky [Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, 2004] fue una referencia, más que el de 25 watts (Rebella y Stoll, 2001]. Porque ojo, a nosotros nos encanta la actuación, y en 25 watts hay una cosa como de querer disimular el hecho de actuar, ponele. En cambio en Whisky ya hay composición, pero también con un nivel de naturalismo atroz. Y viendo más cine uruguayo notamos que en la escuela de cine y de actuación uruguaya no está esa ambición que se ve en la porteña de estar todo el tiempo buscando la fama de [Ricardo] Darín o llegar a calle Corrientes, y eso coloca a los actores uruguayos en una cosa más relajada. Por lo menos es la sensación que nos da. Y cuando llega el momento de hacer Los dueños en cine, ya teníamos la confianza de que “bueno, si la obra de teatro era tan cinematográfica, ponemos la cámara y listo” Resultó que no. Pusimos la cámara al frente de los actores, y a la cámara le sobraba expresividad. Ahí, armamos una técnica de ensayos filmados, empezamos a ajustar hasta encontrar el punto justo. Al contrario de los que dicen que el actor no tiene que ver lo que filma, nosotros decíamos “no, al revés”. Vamos a hacer las escenas, vamos a filmar y nos vamos a sentar con los actores a mirar las escenas, y a marcar: “Ahí estamos bien, acá estamos mal, registren dónde está pasando”. Es un punto: podés estar muy cerca pero se te puede escapar la liebre. Y así avanzamos, durante dos años, hasta que empezamos a filmar.
¿Hicieron cambios en el texto?
La primera versión del guion era mucho más desgarrada, era más Lila contra todo, casi no había grises. Ahí gana el macrismo, rápidamente empiezan los despidos, el feminismo comienza a crecer y a oponerse a esta nueva forma de gobernar, y eso me cambia la perspectiva de mi historia con toda esa nueva información que me parecía que tenía que estar presente. Y luego se suma como guionista Diego Lerman, que me ayuda mucho a sacar mi enojo del guion, a volver un poco más gris, y sobre todo a estructurarlo.
Algo que me gustó mucho es que las escenas son muy breves, y en todas pasa algo.
Uno de los referentes fuertes fue La chica de la fábrica de fósforos, de Aki Kaurismäki. Una película que dura una hora y es: escena, escena, escena, escena, final, navajazo y chau. Y en realidad la película al principio tenía más aire, entre escenas, pero cuando tuvimos un problema en la producción, y pasamos de seis semanas de filmación a cuatro, enseguida me vi obligado a sacar 20 páginas del guion y tomar una decisión: hago una película más colgada y metafórica, que se vaya fugada en el aire, o una película concreta y navajazo. Había que ser muy certero, y al mismo tiempo, para que se entienda el conflicto, no podíamos extraer ciertos puntos de información. Entonces no fue construida así, pero terminó siendo así y ha quedado esta película.
Liliana Juárez, a quien no conocía, logra algo realmente impresionante con su personaje.
Liliana es una actriz que empieza a actuar a los cincuenta y pico de años. Es licenciada en arte y escultora, y también empleada pública. En La verdadera historia de Antonio, una obra que hicimos antes de Los dueños, ya tenía un papel que era increíble; hacía de una chica que tenía síndrome de Down que se llamaba Estelita. Liliana es una persona que se compenetra muchísimo en el trabajo. Por ejemplo, después que terminamos la obra ella siguió haciendo al personaje durante dos años, iba a cualquier lugar y hacía la perfo. Decía que con “la Estelita” podía sacar cosas que en la vida real no podía. Es una actriz que necesita mucha dirección. Si vos no estás encima y de alguna forma la limitás, estallaría si fuese por ella. Es muy imaginativa, mete mucho de su vida personal en sus actuaciones y tiene tanto para dar que resulta fulminante. Esta película la escribí para ella, y mientras lo hacía la consulté en varios aspectos. Por ejemplo, un día le pregunté: “Contame de las compañeras que no has querido”. Se acordó de una tal Marcela. Listo. Con eso ya sabía que cada vez que ella se peleara con la Marcela de ficción iba a revivir ese odio o enojo real.
Con respecto a Rosario Bléfari, me impresionan sus enojos, es como un animal. Me dan miedo de verdad. ¿Cómo fue trabajar con ella?
Trabajamos mucho para Los dueños, pero para Planta trabajamos mucho más. En la primera versión del guion ella no estaba, yo se lo pasé para que lo leyera como amiga, le encantó, y me dijo “quiero estar en la película” y “este personaje, Marcela, escribilo desde el principio y yo lo hago”. Ahí empecé a escribir el personaje con ella. Yo ya estaba mudado a Buenos Aires, vivía cerca de su casa, pasábamos mucho tiempo juntos, y la conocí más en su vida de hogar. Y entonces pasa algo. En general, siempre la veía cuando tocaba o en situación de espectáculos o reuniones sociales. Cuando la empiezo a conocer en su casa, me enamoro de esa persona en joggineta, pantuflas y una remera así más o menos, hablándome de una receta de empanadas que quiere que le salga bien. Y hablando de lo cotidiano al mango, viéndola ser madre, esposa, hija, ahí le dije: “Che, Ro, yo quiero que el nivel de naturalismo que tenga la película sea este”. “¿Cuál?”, me pregunta. “Este que yo estoy viendo acá en tu casa, el que te veo a vos”. Nos pusimos de acuerdo. Con esa base, y con Rosario como punto de referencia, empezamos a trabajar con el resto del elenco. Durante cuatro años dimos muchos talleres de actuación juntos, sobre todo para entendernos sin hablar, confiando en el instinto. A mí me interesa mucho la forma del actor/director, que te puede dar material para que vos digas “sí, compro”. Es una gran diferencia con esa figura magnánima del director que lo dirige todo.
Seguro te pasó ya muchas veces que te dijeran “sí, es igual a lo que pasa en tal oficina que yo conozco”, y a mí también me pasó. Pero en lo que nunca había pensado demasiado es en los niveles de actuación que pueden darse en un lugar así. Es decir, es otra capa de actuación metida ahí en el medio de la ficción y la realidad.
Es que todos actuamos. Seguro que vos no sos igual ahora conmigo que como sos con tu jefe. Pero en esos ámbitos los niveles de negociación son permanentes. Con tus compañeros de trabajo sos como amigo, pero no sos amigo. Pueden ser como tu familia, pero no es tu familia. En un momento en mi trabajo público me había peleado con mi novia, no podía hacer nada de la depresión que tenía, y una compañera me acompañó a buscar ansiolíticos. O sea, se viven situaciones muy íntimas, pero, al mismo tiempo, en momentos en que se juegan cuestiones de poder, a veces la aparente amistad desaparece. Y además, en este caso, está la figura del político. La directora es la que más actúa, porque la política funciona así.
Una de las cosas sobre las que habla la película, de forma explícita o implícita, es el asco. Por ejemplo, en una escena la directora dice: “¿cómo es posible que una cosa así exista?”.
Eso es guion. Verónica [Perrotta] me hizo dar cuenta de que entre mi primera película y la segunda había aprendido mucho de dramaturgia. Verónica disfrutaba muchísimo del guion, de apropiarse de los diálogos y poder decirlos, con un nivel de realismo brutal. Esa es una de las escenas en las que más se respeta la estructura, porque la llevaba ella. Todas las escenas llevadas por ella son muy de guion, y muy claves.
¿Los discursos de la directora los escribiste vos? Había leído por ahí que estaban basados en un personaje real.
Son basados en los discursos de asunción de la ex gobernadora de Buenos Aires María Eugenia Vidal. Eran más largos, obviamente. Yo los tomé y les hice pequeñas modificaciones, pero sí, salen de esos discursos reales. Eso de “Nunca dejé de pensar en cada uno de ustedes, las personas de mi barrio, el panadero de la esquina...”. Parece una joda, pero es así. Algunos en Buenos Aires se quejaban por su parecido con Vidal, pero otras personas me decían que les hacía acordar a otros funcionarios de otros gobiernos. Si bien en la película se señala dónde está el mal, yo no creo que todos los políticos sean iguales, pero sí decidí enmarcarla en 2018, y en ese año estaba el macrismo. Es como hacer una película de Vietnam y no nombrar a Nixon.
Verónica Perrotta y Horacio Camandule, los uruguayos que cortan y pinchan
“¿Viste quién gana la licitación?”, me pregunta Horacio Camandule, y rápidamente se acuerda de que no debería espoilear.
Ezequiel Radusky lo había visto en Gigante [Adrián Biniez, 2009], y soñaba con tenerlo en una de sus películas desde que empezó a hacer teatro. Cuando se dio la posibilidad de trabajar con la productora uruguaya Salado, no lo dudó y modificó el guion especialmente para Horacio, que define a su director como “una persona maravillosa que da unos abrazos terribles”.
“Patricio está en los archivos, se encarga de todos los legajos de sus compañeros y tiene que elevarlos a la dirección. Está en un lugar de poder, de mando medio, no toma las decisiones pero las ejecuta, hace lo que tiene que hacer. Es el que saca las tarjetas; estos siguen, estos se van. De algún modo, pasa todo por él”, dice Horacio sobre su personaje, un hombre amable que sabe y supo relacionarse con Lili y Marcela, con diferentes tipos de intensidad. “A vos te quiere”, “No, a vos te quiere”, tratan de convencerse una a la otra para ir hablar con él sobre asuntos de máxima urgencia.
“Yo soy bastante corpulento, y el camino que hay entre las bibliotecas donde me toca trabajar es muy angosto. Mi escritorio está lleno de papeles, expedientes, y da una sensación de opresión. Él está todo el día ahí, ocho o diez horas, y es un personaje que tiene un lugar importante en el relato. La película da la sensación de que el trabajo es el motor de todo, y muestra cómo la vida pasa a transcurrir en ese lugar: tu dedicación, los problemas, tus relaciones y tus amores”.
Verónica Perrotta nunca había hecho un personaje como este. Para meterse en la piel de esta directora vio discursos y entrevistas a figuras de la política: “Lo más interesante que encontré fue el vacío de esos monólogos. Dicen muchas cosas, pero a la vez no dicen nada. Y lo hacen con un convencimiento tan impresionante que a mí como actriz me resultó muy interesante porque me permitió jugar un montón”.
¿Cómo se sintió interpretando a este personaje? “Genial. Fue una de las películas en las que más me divertí, porque claramente es un personaje muy lejano, con una forma de expresarse muy ajena a la mía. El trabajo con Ezequiel fue de tremenda libertad. Es un director que te hace sentir que formás parte de la cosa, que lo que aportás es necesario”.
Para prepararse, Perrotta viajó a Buenos Aires para encontrarse con las actrices Liliana Juárez (Lila) y Rosario Bléfari (Marcela). “A Liliana no la conocía, pero me parecía lo máximo actuar con la Bléfari. Ese día le mostré a Radusky algunos cambios que había hecho en el primer discurso de la directora y se mostró muy entusiasmado, lo que me generó mucha confianza en el trabajo que ya había hecho en soledad, antes de viajar. Jugamos un montón y nos divertimos otro tanto, y en ese juego creo que terminé de definir por dónde iba. Me acuerdo de que se dieron unos enfrentamientos muy interesantes, que no formaban parte de la película, pero que nos mostraron cuán lejos podían ir los personajes”.
¿Un gesto? “La sonrisa, que evidencia una falsa afabilidad”.
En el marco de la 38ª edición del Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay, Planta permanente se podrá ver este sábado a las 18.20 en Complejo Cinemateca (Bartolomé Mitre 1236).