Decir que los Mazzotti son una familia disfuncional es darle la misma categorización que podría englobar a 99,99% de las familias de todo el mundo. Pero lo cierto es que tienen sus cosas, sus roces, una tensión familiar particular que amenaza con explotar cuando ocurre la anécdota puntual que dispara la película.

Alelí, la casa de balneario de la familia, va a venderse. Todo lo que durante años la familia llevaba cociendo a fuego lento saltará por los aires, al ritmo de las ruidosas carcajadas del público.

Vayamos por partes. Hace exactamente un año que Alfredo, el patriarca de la familia, pasó a mejor vida. Lo sobreviven Alba, la madre (Cristina Morán, dueña y señora de toda escena en la que aparece); Lilián, la hermana mayor (Mirella Pascual, algo apagada, quizá porque su personaje es el que se luce menos); Ernesto, el hermano (Néstor Guzzini, en la que quizá sea su mejor actuación hasta la fecha, lo que es decir, y que termina siendo tal vez el protagonista); y Silvana, la hermana menor (sorprendente, Romina Peluffo). Tras reflexionar, los Mazzotti restantes decidieron –bah, decidió Lilián– que hay que vender la casa de la playa para contar con efectivo ahora que mamá está vieja y, se sabe, ser viejo es caro.

Pero no es tan fácil para todos. Especialmente para Ernesto, quien encuentra en la casa el vínculo más cercano con ese padre que ya no está y siente en ella algo que le permite ser acaso mejor. Para Silvana, a quien le cuesta asumir que está por cumplir 40 años, la casa es más ajena –tan así que quedó fuera del nombre (AL de Alba y Alfredo, E de Ernesto y LI de Lilián) por nacer después–, pero de todos modos la usa como refugio cuando la vida se le despelota (lo que pasa muy regularmente). Tampoco Alba está muy convencida, pero no tanto por la casa en sí, sino porque esa venta significa capitular ante la vejez, ceder independencia, admitir, en definitiva, que el tiempo que queda es poco y no será especialmente feliz. Lilián, la principal artífice de la venta, entiende que en ella ha quedado la responsabilidad de encarar por la familia, así sus decisiones no sean las más simpáticas.

Lo anterior puede dar a entender que estamos ante un sombrío drama familiar, pero la idea no podría ser más errada. Porque Alelí es, antes que nada, una comedia dramática, con especial hincapié en “comedia”. Las situaciones, los diálogos y los personajes –todos cortesía de un guion de la directora Leticia Jorge en colaboración con su socia habitual Ana Guevara, con la que escribieron la también recomendable Tanta agua– recuerdan cálidamente a cualquier familia de América Latina, a la comedia italiana de los 60, a las sitcom con personajes entrañables y muy reconocibles. Situaciones como la de una discusión por unos repasadores son tan, pero tan cercanas que, en mi caso, podría creer que ambas guionistas son parte de mi propia familia.

Los intercambios hilarantes tienen contrapeso con momentos muy dramáticos. Para que esto funcione son imprescindibles al menos dos cosas: un elenco en estado de gracia y un timing para la comedia que funcione de manera impecable. Afortunadamente, ambas condiciones se cumplen.

No hay un rol menor o papel secundario que desentone, y el cuarteto protagonista está en su salsa. Y el timing no falla nunca.

La historia en sí es sencilla, simple y carece de innecesarios altos vuelos o finales devastadores, pero es un relato cálido, cercano –nuestro, incluso, algo que se ha vuelto inmerecida mala palabra, ya que suele asociarse lo uruguayo con algo negativo– y muy familiar. Alelí es el retrato de una familia que bien podría ser la nuestra. Y bien que vale la pena divertirse con ella.

Cómo verla La película está en la plataforma Mowies.com.