Muy comentada por su reciente estreno en Netflix y avalada por haber triunfado contundentemente en el último festival de Sitges –La Meca del cine fantástico y de horror–, El hoyo plantea rápidamente su premisa y la desarrolla sin hacer asco al gore, el sufrimiento, el alto impacto y la escatología más plena.
No hay un argumento demasiado complicado. El hoyo del título es una cárcel inmensa, vertical, de cientos y cientos de pisos. Los reclusos pasan un mes en cada piso y su ubicación se resuelve de manera completamente aleatoria. ¿El problema? La comida –una plataforma armada con un cuidado y esmero culinario que haría aplaudir al jurado más exigente de MasterChef– va bajando piso por piso. Aquellos de los pisos superiores comen hasta el hartazgo, mientras que a medida que baja el alimento, lo que domina es el hambre, al punto de que estar más allá del nivel 100 asegura un mes dedicado al canibalismo (con suerte).
Decir que se trata de una analogía de la división en clases sociales o del consumismo es insultar la propia concepción de “analogía”, dada la total y absoluta falta de sutileza, pero está bien: la película hace su opción y la arroja a la cara del espectador.
Arriba y abajo
Nuestro protagonista, Goreng (Iván Massagué, estupendo), despierta junto a Trimagasi (inmenso Zorion Eguileor), un preso veterano que a regañadientes le irá explicando la lógica del asunto. Cuanto más arriba estás, mejor; cuanto más abajo, peor. Los de arriba inmediatamente pasan de los de abajo y la lógica del hoyo es simplemente la del capitalismo más salvaje, donde poco y nada se puede esperar del prójimo.
Pero Goreng está allí por propia voluntad y quizá, sólo quizá, sea distinto. A medida que pase sus meses de encierro y roten junto a él compañeros de celda (que, acaso quizá demasiado convenientemente, serán los indicados para tal o cual momento de su encierro), llegará a concebir una manera diferente de sobrevivir al hoyo, una manera más justa, equitativa y en la todos puedan sobrevivir.
Inspirada claramente en la canadiense El cubo –un espacio cerrado con su propia lógica, producción fantástica de bajo presupuesto, final metafísico algo desconcertante–, la película de Galder Gaztelu-Urrutia es funcional, y se apoya en un set fantástico desde lo visual, en las estupendas actuaciones y en una premisa sorprendente.
Lamentablemente, no parece saber hacia dónde ir en sus conclusiones –o las que propone son medio sacadas de la galera– y su final es ciertamente flojo, con personajes inverosímiles que aparecen de la nada, soluciones mágicas (el “mensaje”, por favor) y desafíos a la misma lógica de supervivencia planteada por la película. Con todo, un espectáculo por momentos impactante –obviamente no apto para estómagos sensibles, pero nada que sorprenda al avezado espectador del cine de horror– bien ejecutado y, cierto es, muy diferente a las opciones que suele ofrecer Netflix.