Sobre su escritorio hay planos dibujados por él mismo, que parecen habitaciones o sus cimientos, hay libros desparramados y una linterna. Su casa “debe tener más de cien años”, nos cuenta. Allí vivieron sus abuelos por parte de padre, cuando el fondo todavía era un cañaveral para cortar para descubrir hasta dónde llegaba la propiedad.

Esta tarde nos recibe en su living, libre de cuadros y ornamentos, repisas y artefactos; hay un piano roto, un sillón y un enchufe para cargar el teléfono celular, que lo tiene cansado por su constante demanda.

“De mis abuelos sólo conocí a una abuela materna que se llamaba Manuela. Yo le daba en una cuchara aceite de pepita de oliva. Me llamaba la atención que venía en una latita chiquita. Como algo muy valioso. Vivía con nosotros en la casa de Marcelino Sosa, entre Guadalupe y Vilardebó, donde yo nací. A cuatro cuadras del club Goes”, rememora.

Mañana ensaya y pasado también. Junto a Leonardo Pacella tiene en cartel la comedia Creer y reventar (de Fernando Schmidt y Christian Ibarzábal, con dirección de Mario Morgan) y para fines de enero prepara el reestreno de Recuerdos de Niza, una obra que escribió junto con Federico Silva y en la que lo acompañan Néstor Guzzini y Jorge Temponi. Esa historia carnavalera incluye un carro alegórico para construir dentro de “un universo fuera del tiempo y, paradójicamente, encerrado en él”, según anuncia la invitación.

“En esa obra está retratado un carnaval que es de la gente durante todo el año; es ese tipo que yo veía en la feria bajando los cajones, y después en las noches de febrero estaba vestido de rey, y era un artista. Eso para mí es sublime, intocable”, dice sobre un mundo al que considera ajeno y al que llegó a través del teatro. Siempre con un pie en cada uno de esos escenarios, Jorge Esmoris charla sobre su vida, su carrera y sobre ese “no lugar” que le otorgó una libertad inesperada.

De tu padre sé que fue ferroviario y que luego de jubilarse trabajó vendiendo cucharas. Sobre tu madre no sé mucho.

Mi madre falleció cuando yo tenía 14 años. Trabajaba en la tienda Soler.

¿Cómo atravesaste tu adolescencia?

Lo que pasa es que mi adolescencia fue durante la dictadura: no sé si tuve adolescencia. No sé si viví los problemas “adolescentes”. El problema era sobrevivir, la rebeldía me la tuve que guardar. Eso, además del fallecimiento de mi madre, me provocó una especie de aceleración de la adultez.

¿Cuándo comenzaron tus años de formación literaria y de filosofía? Siempre te he escuchado mencionar a León Felipe como una influencia muy importante.

Cuando yo era bastante chico, cerca de casa, en General Flores y Vilardebó, había un boliche que se llamaba Los Tres Mosqueteros donde paraba toda una barra; muchas veces íbamos con amigos a hacer los deberes ahí. Era un ambiente muy familiar. Entonces en una mesa yo hacía deberes, pero en otra mesa había gente jugando a la conga por plata. Los locos tomaban grapa a las cuatro de la tarde y el bolichero nos traía a nosotros un capuchino con bizcochos. Después cuando empecé a leer cosas me acordé de aquello y me dije “pero esto ya lo viví”. Antes de incorporarlo al cerebro ya lo había comprendido: el perdedor, el escéptico, el cínico, el solitario, el lobo estepario… ya los había visto en ese bar. Jugaban a la conga, cortaban, perdían y se iban, pero no se iban a ningún lado. Eran sólo ahí, jugando a la conga. Y yo fui un hijo tardío, ya nadie me esperaba. Entonces mi mundo fue mucho de adultos y de escuchar a gente mayor, que es algo que siempre me gustó. Después, los libros me bajaron a tierra algunas ideas. Pero desde muy temprano sé lo que es la sabiduría y el conocimiento y me quedo con la sabiduría y no con el conocimiento. La encontré en unos jugadores de conga, en un loco que tal vez no había ido a la escuela y era mecánico. Con el tiempo me crucé con personas con mucho conocimiento y pensaba “me cago en el conocimiento”.

De todas formas, después estudiaste mucho.

Eso ya en la etapa del liceo, sobre todo con algunos profesores. Yo tuve una cosa muy en contra y muy a favor: en aquella época fui al Bauzá, que era realmente un lugar complicado, tanto así, que un año a los seis meses se cortaron las clases. Por esas mismas dificultades, un profesor de historia lo único que dio fue la Revolución francesa, pero de manera tal que juntó todo. A mí me quedó eso como una enseñanza. Era la revolución y aparecían Los miserables, Victor Hugo, Balzac, y todo mezclado. Ahí descubrí que nosotros más que españoles éramos franceses. Y no traía la revolución como efecto social, sino cultural; nosotros andábamos desesperados buscando cosas así.

Con el teatro me pasó lo mismo. Hasta ahora cuando estoy preparando un espectáculo tengo un libro de filosofía, uno de economía y un prospecto de medicamentos; te nutrís de muchas cosas y empezás a abrir tanto el universo que terminás abarcando todo.

León Felipe me marcó mucho. Primero, por su tipo de poesía, y por esa cosa de que se decía que no era poeta, o yo qué sé. Después de leer La antología rota yo me ubiqué y me di cuenta de que iba a ser un caminante y un paria. Ese era mi destino. Me enfrenté a eso con 16, 17 años, y el tipo en aquella época debía tener como 50 y parecía que le estaba hablando a un tipo de mi edad.

La BCG hace muchos años que no sale en carnaval, pero su presencia sigue siendo constante, a través del recuerdo o de las comparaciones con otras murgas.

Yo creo que cuando aparecen fenómenos como la BGC no tienen explicación. Uno puede atar cabos, pero... Me parece que la BCG se fue armando entre la gente y nosotros, y fue porque a las dos partes nos movió una especie de memoria ancestral. Lo que hizo la BCG fue volver a poner el carnaval en el centro de la gente, aquel carnaval que escuchó de niño o recordaba de cuentos de sus abuelos. Curiosamente ese era nuestro mayor público, los niños, porque se asustaban, o se asombraban, y los abuelos, porque nos decían que les hacíamos acordar a aquellos tablados que se hacían en cada esquina.

A mí lo que más me apasiona de todo esto es que la BCG surgió por mi amor al teatro. Mis maestros me enseñaron las técnicas, pero sobre todo a respetar al público. Y jamás dejaban la ética de lado. Cuando sale la BCG a hacer carnaval sale a hacer teatro. Nosotros no podíamos hacer un cuplé porque no sabíamos hacerlo, por lo cual no iba a ser verdad.

Y la experiencia nos pasó por arriba. Creo que lo mejor de nosotros estaba ahí. Era como decir: “llegué a la utopía, llegué al no lugar. Este es nuestro no lugar, y ahí nos tenemos que quedar. Cuando no dé más, se acabó”. Después me di cuenta de que ese no lugar era la libertad.

Una de las cosas que más recuerda la gente sobre la BCG es que ustedes se metían entre el público y, por ejemplo, despeinaban a una señora. Algo que a priori podría parecer muy simple tuvo un efecto simbólico muy fuerte.

Hasta el día de hoy te encontrás con tipos de cuarenta y pico de años y te dicen “vos estuviste en mi falda”, o “vos tiraste a mi madre en un colchón”. La bajada hacia el público no la hicimos el primer año, pero lo que sí tomamos del reglamento fue “la murga es el eco del pueblo”. Entonces, creo que sólo una vez dijimos “pueblo” en un repertorio, pero lo que hacíamos era entrar y salir de los tablados por el mismo lugar que la gente.

“A la salida de la dictadura, la BCG enganchó orgánicamente con el tema de la libertad”.

Y eso cambió todo. La gente no entendía. Y yo pensaba: “si somos la plebe, ¿cómo no vamos a entrar por el mismo lugar?”. Y cuando nos íbamos la gente nos agarraba y empezábamos a bailar juntos. Era el año 85, veníamos de una dictadura, y nosotros con la murga nos sentíamos libres. Y ahí me di cuenta y dije: “bo, la dictadura también la tenemos adentro. Nos dejó adormecido el cuerpo. Necesitamos que la libertad se manifieste también a otro nivel. Estuvimos aislados en nuestro interior”. Y me parece que ahí la BCG enganchó orgánicamente con el tema de la libertad. Estábamos sacando toda la represión que significó la dictadura, también interiormente y sobre todo en la gurisada. La BGC irrumpió con eso de bajar del tablado y la gente explotó. Sentí que nos decían “tomá, esta es la llave de la libertad. Si abren esa puerta o no, es problema de ustedes. Nosotros bancamos”. Y a partir de ahí era o la gente o el Teatro de Verano. Y el arreglo fue –porque todos los años nos querían echar del carnaval–, “mirá, en el Teatro de Verano hagan lo que quieran, y ustedes nos dejan ir a los tablados”. Yo no pude volver atrás, ni quiero volver atrás.

Foto del artículo 'El pequeño mundo de Jorge Esmoris'

Foto: Alessandro Maradei

Ahora hay un discurso que señala “el mundo cambió para siempre”. ¿Qué pensás de esa afirmación?

Me nefrega. Cada uno es un mundo. La forma que yo encontré de resistir es avanzar yendo para atrás.

¿Cómo es?

Cada vez voy más hacia atrás. Voy hacia el teatro que hacía cuando empecé. Cada vez busco más lo poquito, lo chiquito. ¿Somos pocos? Está bien. Sacame las luces robóticas. Poneme una luz, punto. Cada vez más quiero que el teatro sea más teatro. Cada vez más palabras, actuación y dirección; estos tres pilares y no quiero más cosas. Y necesito cada vez más esa cuestión de ritual, o humana, del fogón y la gente alrededor. Es una decisión. Cada vez estoy más alejado de la tecnología. Claro, para promocionar un espectáculo precisás las redes; bueno, no sé, que se encargue otro. No me pidas pantallas ni nada de eso. Yo te cuento, si me querés escuchar... El teatro es de los pocos lugares donde la gente termina escuchando.

Vos vas al cine y la cámara te va llevando, en el teatro la cámara sos vos.

“No necesito hacer drama para considerarme un actor. En el humor no podés mentir”.

¿Y en el teatro dónde encontrás tu mayor disfrute?

Primero, que mi opción ha sido el humor como herramienta. No necesito hacer drama para considerarme un actor. En el humor no podés mentir. Entonces lo que hago yo, y lo que exijo cuando me toca dirigir un espectáculo, es la intensidad, la cosa orgánica, hay que dejar la vida. Pasarle por arriba a la gente y que se vaya viendo un elenco de teatro, no a tres actores. El concepto de elenco pasado al fútbol es: no ir a ver a Messi, es ver a un equipo, como cuando Uruguay te pasaba por arriba. Para lograr eso a veces no necesitás grandes nombres, sino convicción, pasión y entrega; es el mundo que nosotros queremos y que lo podemos aplicar en el teatro. Y, por sobre todo, respeto hacia el público. No se puede talentear.

Tenés fama de ser muy estricto. ¿El secreto es mucho ensayo y trabajo?

No dejar nada librado al azar, y algo en lo que siempre insisto: las funciones tienen que ser siempre iguales. Lo que cambia es el público. La función va a ser distinta pero no porque hagamos cosas distintas. En el humor a veces se usa la mecha, o lo que en el teatro se conocía como la morcilla. Eso es una falta de respeto. La gente va a cambiar, la obra va a cambiar, el que no podés cambiar sos vos. El actor es el que tiene la capacidad de repetir cien veces lo mismo y que en esas cien veces sienta diferentes cosas. Para eso tiene que escuchar a la gente.

Contaste muchas veces que te metías de chico en el hospital Vilardebó. ¿Qué entendés vos por locura en pleno 2021?

Los locos que estaban ahí para mí eran como abuelos. Yo tenía seis años y conversaba con ellos. Estaba prohibido entrar, pero todos los domingos a las nueve de la mañana trepábamos un muro y a las 12 nos echaban y salíamos por la puerta principal. La angustia mía era que yo los veía muy sanos. No entendía por qué estaban ahí. Después con el tiempo te dabas cuenta de que ese era un lugar donde se escondía algo. “De esto no se habla”: era un pozo donde tiraban gente. Hasta el día de hoy me acuerdo del olor de la comida del Vilardebó. Y a pesar de que pasó un tiempo, no creo que haya cambiado tanto. Cerrarán el hospital y llevarán a los internos para otro lado. Porque me parece que no es solamente la locura, también son las prisiones. Decimos “el loco no es humano” o “el loco se perdió”. No, le salió algo de lo que todos tenemos dentro.

La locura es una enfermedad social y tiene que ver mucho con la libertad. Muchas veces nos obligamos a hacer cosas.

No es fácil evadir ciertos mandatos.

Ahora apareció esto de la grieta. ¿Qué es? ¿Vos podés decir que acá hay unos y acá otros? ¿O empezás a ver que entre los unos hay otros y entre los otros hay unos? Y al final te terminás reconociendo con otro que supuestamente estaba enfrente. Falta mucho tiempo para pensar. Todo es rápido. Yo le llamo “el mundo Tik Tok”. Cuando yo hacía Esmoris presidente, si hubiera dicho que me iba a manejar con frases sueltas, a la gente le hubiera parecido algo de lo más absurdo, y hoy la política pasa por Twitter.

Me cuesta entenderlo. Yo como actor jamás voy a defender a otro actor que le haya faltado el respeto al público. Y sin embargo el sistema político cada vez se arruina más porque defiende lo indefendible. Y después se quejan porque pasa lo que pasa. Esa cosa corporativista de “si es nuestro, hay que defenderlo”. ¡No, loco!

Y vuelvo a León Felipe, terminás siendo un paria. O el día en que los parias nos demos cuenta de que somos más, ahí capaz que la cosa cambia. Mi mundo es ensayar, seguir trabajando para reponer una obra, o actuar ahora con Pacella. A mí no me van a agarrar. Yo digo “no puedo entrar en esa”.

En una entrevista que le diste a la periodista Tania Tabárez destacaste que cuando protagonizaste la película Artigas: la redota una de las cosas más profundas que aprendiste fue la importancia de su retiro, el “hasta acá llegué”.

Claro. Primero era una película, era un hecho artístico. Por lo tanto estaba habilitado a participar de un juego donde yo podía hacer lo que quisiera, y no podía hacer un monumento caminante. Entonces empecé a escribirle una historia al personaje, y me puse a pensar cómo se sentiría en determinados momentos de su vida. En el proceso de filmación de la película era como un Ayuí. Había momentos en que yo no podía más. Me acuerdo de decirle a algún compañero: “Creo que cada vez sé menos de Artigas, pero lo que debe haber sufrido este tipo es impresionante, porque a mí me duelen los huesos de estar tratando de vivir lo que el tipo vivió”. Para mí fue sublime que en mi cabeza se haya formado ese Artigas. Esa persona que habrá dicho: “Hice lo que pude, hasta aquí llegué, y lo que debo hacer ahora es dar un paso al costado”, con lo que significa ese paso, que nadie quiere dar. Hay quienes lo toman como un gesto de cobardía. No, cobardes son los que se quedan y después enchastran a todos los que hay alrededor.

En política, no sé, hubo dos casos. De uno no recuerdo el nombre, pero creo que fue un diputado blanco, y el otro fue Guillermo Chiflet, que se fue llorando del Parlamento y dijo: “hasta aquí llegué”. Yo me imaginé a ese Artigas con esa grandeza de las personas que se tragan todo lo que se tienen que tragar para ser fieles a ellos. Si me traicionaron, es problema de los demás, pero yo no me puedo traicionar.

Creer y reventar, dirigida por Mario Morgan, va jueves, viernes y sábados a las 20.30 y domingos a las 20.00 en UnderMovie (Movie Montevideo Shopping). Entradas a $ 650. Recuerdos de Niza tendrá su reestreno el 28 de enero, los viernes y sábados a las 21.00 en la sala Zitarrosa. Entradas en Tickantel.