Dentro de la camada de “nuevos” directores británicos (Ben Wheatley, Steve McQueen, Lynne Ramsay), Edgar Wright se destaca por características muy propias y un tipo de cine que parecía, hasta esta película que nos toca comentar hoy, concentrado en generar un universo reconocible de comedia, sátira inteligente y metacinematografía autoconsciente.

Wright se dio a conocer junto a su dupla actoral ganadora, Simon Pegg y Nick Frost, con el filme Shaun of The Dead (2004). En esa primera película exitosa, Wright planteaba una original comedia romántica con zombis, que causaba risas, entretenía, presentaba a personajes queribles y reflexionaba sobre las pautas del subgénero de los no-muertos, esquema que repetiría en sus películas posteriores. Tanto Hot Fuzz (2007) como The World’s End (2013) reiteraban el formato de comedia + personajes + análisis de género (en el primero de los casos, la buddy movie policial y en el segundo, las historias de conspiraciones e invasión alienígena).

No contento con estos tres éxitos (que conforman lo que se conoce como Trilogía Cornetto, por la reiterada aparición de estos helados en las películas) a Wright le sobró tiempo para adaptar maravillosamente bien el comic Scott Pilgrim vs The World, triunfar con el divertimento simple Baby Driver, escribir junto a Steven Spielberg la adaptación de Tintín y hasta estrenar en tiempos recientes el documental musical The Sparks Brothers.

Si en todo lo anterior se reconoce una pauta, especialmente marcada dentro de los códigos comedia y humor, cabe admitir que para su más reciente esfuerzo, Last Night in Soho, Wright abandona esta zona de confort, pero mantiene mañas, experiencia y, sobre todo, una pasmosa efectividad.

Sueño de una noche de verano (en los 60)

Eloise (o Ellie, todavía no se decide) es una jovencita del condado rural Cornualles que consigue una beca en la escuela de modas más importante de Londres. A los nervios de mudarse tan joven a la gran ciudad se le suma un problema mayúsculo: tiene antecedentes de esquizofrenia y su madre sufrió de lo mismo hasta suicidarse (cada tanto Ellie ve su imagen en espejos). Pero, obsesionada con el Londres de hace seis décadas, su música y su moda, allá va Ellie.

Luego de ciertas desavenencias en la residencia en la que le tocaba quedarse, Ellie se muda a un altillo para vivir en solitario, y es allí que comienza a ponerse interesante la cosa: de algún modo, desde ese lugar, cuando Ellie duerme puede trasladarse al Soho de la década de 1960 que tanto ama y admira, y allí sigue/se corporiza/vive la vida de Sandie, una aspirante a cantante que es la encarnación misma del glamour.

Pero la vida de Sandie no es color de rosa y las cosas se van a ir poniendo más y más difíciles, lo que lleva a Ellie tratar de evitar los sueños que tanto disfrutaba. A la mejor usanza de aquellos personajes de HP Lovecraft que quedaban atrapados en las Tierras del Sueño, va a descubrir que no hay salida sencilla de esta pesadilla en la que se van transformando sus noches.

Wright descarta aquí toda pretensión de humor, pero juega con otros elementos de varios géneros cinematográficos, componiendo esencialmente un neogiallo que parte de un esquema reconocible: su joven llevada a una escuela remite a Suspiria, de Dario Argento; la iluminación y el color de toda la cinta, a los mejores trabajos de Mario Bava. En cierto modo, Wright se adhiere (y refuerza) este renacimiento del que acaso sea el más popular subgénero italiano (junto con el spaghetti western), que en tiempos recientes ha recibido nuevas miradas e inyecciones de energía de la mano de James Wan (con Malignant) y Prano Bailey-Bond (Censor).

Por encima de un guion prácticamente perfecto y una ejecución glamorosa, se destaca la labor de las dos actrices protagónicas. Tanto Thomasin McKenzie (Ellie) como Arya Taylor-Joy (Sandie) demuestran que están en la cima de su juego; McKenzie saltó a la fama con Jojo Rabbit, mientras que Taylor-Joy es una máquina de concatenar éxitos y brillantes actuaciones desde The Witch. Aquí se les permite volar con total libertad, ocupando cada minuto de la película en dos inmensos esfuerzos.

Cuando llegamos a la estupenda recta final, en la que se descubre el misterio y todo cobra sentido, se concluye que estamos nada menos que ante la obra maestra de Edgar Wright y la que probablemente sea una de las mejores películas de este año. Una que conviene, si se puede, ver en cines, y conseguir luego su banda sonora para disfrutar permanentemente de Dusty Springfield, The Searchers, Cilla Black, The Walker Brothers, Siouxsie and the Banshees y The Kinks.

Last Night in Soho, de Edgar Wright. 116 minutos. En Movie Montevideo Shopping.