El conductor del camión que trae las botellas de leche por el sinuoso camino que permite llegar al hospital Saint Bois tal vez no lo supo nunca. Los árboles que lo bordean todavía están ahí como la historia de lamentos, sombras y mañanas soleadas que se sigue repitiendo una y otra vez. Es posible que alguna enfermera lo haya ilusionado con alguna mentira de piedad y cariño, un doctor adormecido, otro hombre muriendo a su lado, alguien más, desconocido, con una intuición o poder mágico. Ninguno de ellos pudo imaginar en aquel momento que ese niño de poco más de dos años, que todavía no podía entender la vida pero sí la muerte y la soledad de su tuberculosis, un día se iba a convertir en uno de los artistas más importantes e innovadores del mundo.

A su lado, algunos días, en la habitación de techo alto y olores fuertes, está su madre, Carmen. Después del alta, Ruben crecerá más de lo previsto y le dedicará una parte en cada una de sus canciones, en forma de estrellas en el cielo.

Para su disco Richie Silver le escribió “Madre Carmen”, y en Negro Rock le dedicó “Mamá blues”. Ahora será un disco entero el que le rinda un sentido homenaje a esta mujer brasileña que de modo natural le enseñó a disfrutar del samba y las músicas de su país, mientras se hacía cargo con alegría de un padre de familia ausente y de un entorno pobre y hostil.

El primer corte, ya disponible, se llama “Chão da Mangueira” y cuenta con la participación del músico Carlinhos Brown y del célebre compositor Ronaldo Bastos.

Como se dice ahora, Ruben tiene “mucha data”, pero sigue grabando sus ideas en un pequeño grabador gris, un Sony TCM 150 Clear Voice fabricado en Tokio.

Está asombrado de cuánto aprecian su música en Brasil, aunque a veces parece más entusiasmado en contar el orgullo que todavía le provoca haber conocido a los campeones del mundo de 1950 como alcanzapelotas cuando vivía cerca del estadio Centenario y era fanático de los goleros; puede nombrar a cada uno de aquellos titulares de los clubes de primera (“Rampla, por ejemplo, tenía a Pedro Rodríguez”).

Además de cualquiera de los detalles de sus longplays más aclamados por la crítica y el público, no olvida la vez que grabó “The Model”, del grupo alemán Kraftwerk, o “Crazy Little Thing Called Love”, de Queen, para un pintoresco disco de edición argentina llamado Winners (Ganadores), ni los líos por plata, amor, una valija perdida debajo de una cama en Alemania, los soldados de Malvinas aguantando el frío con “No te vas a morir porque a vos te dé la gana” (de “Ayer te vi”) y mil historias que se ramifican a partir de cualquiera de sus éxitos y fracasos alrededor del planeta.

“En estos tiempos modernos, yo no entiendo nada, pero vamo’ arriba”, dice el gran Ruben Rada al comenzar la charla.

Algo que me daba mucho orgullo, como hincha de Peñarol, era cuando te veía salir del estadio, en la época del quinquenio, junto a tu hijo Matías, caminando como uno más entre la gente, rumbo a tu casa.

Sí, en esa época vivíamos frente al casino de Parque Rodó. Nos mudamos varias veces, pero siempre soñé con estar cerca de los tambores. Cuando era chico me iba a tocar los tambores en Palermo en Nochebuena, Navidad y Fin de Año, y vivía por Avenida Italia y Larrañaga, en Washington Beltrán. O sea que recién a las once y media, cuando terminaban los tambores, nos volvíamos corriendo, todos transpirados, para comer con mi vieja. Después ya no salíamos a ningún lado porque estábamos muertos. Dos horas tocando los tambores, saludando amigos; era la época en que la gente salía de las casas y te convidaba con sidra, con todo, era terrible. Pero llegábamos corriendo. Ahora, ni con Uber.

¿De dónde era tu madre?

De Santana do Livramento. Y descubrí, después de mucho tiempo, que en Brasil es más importante el apellido de la madre que el del padre. En la época en que yo nací, las mujeres, como mi madre, se desesperaban por que el padre les diera el apellido. Y recién después de un año mi padre se lo dio. Son todos esos líos de hombres y mujeres de los que los niños ni nos enteramos. Crecemos y los comenzamos a aprender. De más grande me encontré con mi viejo varias veces, tocamos los tambores, charlamos, pero nunca fui amigo de él porque no estuvo conmigo. La que estuvo fue mi vieja, y cuando me di cuenta de eso me dije: “Tengo que hacer un disco para mi madre”.

Y en la práctica, ¿cómo empezaste a armar el disco?

Me junté con Tamy [cantante brasileña], que es una amiga que vive acá. A través de ella me presentaron a Rolando Bastos. Nos reunimos. Empecé a hacer las músicas y él las letras. Yo iba a adelantado, empecé a hacer mi música, y al poco tiempo tenía todo pronto. Rolando es un poeta; no es como yo, que escribo lo que siento en el instante. Mis letras son totalmente intuitivas. Rolando se puso a escribir y estuvo como siete meses para terminar las canciones. Lo cierto es que quedaron unos poemas increíbles. A Carlihnos Brown lo había visto cuando vino al Antel Arena, y lo contacté para saber si quería cantar en el disco. “¿Por qué no lo llamamos a ver si quiere cantar este samba ‘Chão da Mangueira’?”, se me ocurrió. Y él, encantado de participar. No solamente eso, sino que me nombra como 300 veces en la canción. Es un amor muy grande. Hay cosas que yo no tenía ni idea, pero hay músicos que saben todo lo que pasa en el mundo con los músicos. Hace no mucho me enteré de que Ed Motta me conocía, y también Giberto Gil, Milton Nascimento. No sólo eso, sino que aman mi música. Ed Motta es un melómano. De Radeces tiene cuatro vinilos, por ejemplo. Le canté “Nena” [tema 3 de Radeces], que es una de sus preferidas, y el tipo estaba emocionadísimo. Ayer, sin ir más lejos, hablé en un vivo de Instagram con dos artistas e investigadores musicales [João Bernardo y Marcelão de Sá] que tenían mis discos y seguían mi carrera. Fue una charla divina.

¿Cuándo saldrá el disco?

Probablemente salga en marzo. La semana que viene creo que vamos a mostrar otro tema. Originalmente yo le había puesto “Aerolíneas Candombe”, y como a Rolando Bastos le gustó tanto la canción, le agregó en el título “As noites do Rio, alias Areolíneas Candombe entrando no Brasil”.

¿Cómo era tu madre?

Mi vieja era melliza con mi tía María. Maravillosas mujeres las dos. Mi abuela Antonia se peleó con el marido en Brasil y se vino para acá con cinco hijas: mi madre, Carmen María, y mis tías María del Carmen [la otra melliza], Eudosia, Rumualda y Ramona. Cuando Antonia llegó acá, se fue a Pocitos y las colocó a todas como sirvientas en distintas casas. Después, con mi madre y mi tía María vivimos siete en una pieza: el Chila, Martín, Carlitos, el Cola y yo. Y se nos murió –me enteré recién a los 15 años– un hermanito que se llamaba Juan Carlos. Teníamos un primus dentro del cuarto, donde calentábamos el agua, se le volcó una olla y murió quemado. Así vivimos.

En la mayoría de tus grandes canciones está presente el amor y, al mismo tiempo, mucho dolor. Ya de pique, con todas las que escribiste para El Kinto.

En ese tiempo era un boludo con el amor. No tenía novia, nada. Andábamos con [Eduardo] Mateo dando vueltas por ahí, divagando. Y eran mis primeras letras.

Además del amor, siempre aparecen el cielo, el sol, las estrellas, la luna.

Sí, porque eso es lo que hacíamos con Mateo. Nos pasábamos horas mirando el cielo y jugábamos al “repugnante”. Así le decíamos al sol. Esperaba hasta la seis de la mañana el amanecer y se podía quedar hasta las diez mirándolo fijo. Nosotros no aguantábamos nada, pero él sí. Después, de tarde, empezaba a vomitar.

¿Por qué te inspiraba tanto la luna?

¿Cuándo fue que el hombre llegó a la luna?

En 1969.

El Kinto empezó en el 64, y todos los enamorados le cantábamos a la luna. Después que bajó [Neil] Amstrong la seguimos nombrando, pero ya no era lo mismo. Perdió gran parte de su magia. Cuando el hombre toca algo, el romanticismo desaparece. También componíamos cosas como “Gustas de las flores y andas triste” [fragmento de “Muy lejos te vas”]. Era toda una ternura, tocábamos candombe beat. La gente del barrio no estaba muy contenta, porque el candombe se toca con tres tambores, pero ahí había hambre. Yo agarraba un banco de bar, lo daba vuelta y ponía la conga adentro. Ni siquiera soporte tenía. Tocábamos en el boliche Orfeo Negro y queríamos ser los Beatles. Ahí hacíamos canciones nuestras y covers como “Love me do”. Queríamos hacer otro tipo de letras. Antiguamente los textos de las comparsas eran siempre de “Dale, negro, con el tambor”, hasta que apareció Pedro Ferreira, que para mí fue el rey del candombe, el más grande de todos. Aunque es rarísimo, yo aprendí a tocar y a gozar del candombe con un argentino: Alberto Castillo. “Hay que poner atención, candombe va a comenzar…” [“Candombero”]. Lo había escrito un uruguayo [Luis Alberto Carvallo], pero lo hizo famoso Castillo. Tocaba con los hermanos Ramos, tenía un grupo que se llamaba Brindis de Sala, maravilloso quinteto que tenía a Lágrimas Ríos como cantora.

Vuelvo para acá. Grabaste “Rangos II” con Peke 77 y después él grabó contigo tu tema “Ese pibe”. Dijiste que, de alguna forma, te identificas con él.

Me parece que es un tipo muy potente. Tiene una energía increíble. Vino al estudio un día, escuchó “Ese pibe” y decía: “Pah, el Rada cantando a la juventud, claro...”. La canción dice: “Ese pibe soy yo”, y la verdad es que tengo 77 años pero en el fondo me siento un pibe. Mi mujer, Patricia, me dice: “Parecés un chiquilín por los disparates que decís”. Me gustó la experiencia con el Peke. Cantó fuertísimo, y fue un poco acercarse a otro mundo. Pasamos un día maravilloso cuando grabamos, y nos cagamos de risa. De repente, en muchas cosas no pensamos lo mismo. Es hincha de Peñarol. Él sabe quién soy yo y yo sé quién es él.

Cuando entraron a grabar Magic Time con Opa, ¿cuánto improvisaban?

En el primer disco de Opa [Goldenwings] ya había grabado dos canciones mías [“Paper Butterflies (Muy lejos te vas)” y “African Bird”]. Después, cuando me llaman para el segundo, yo estaba trabajando en Alemania y tenía un grabador grande de cuatro botones. Entonces, antes de acostarme, todos los días, me ponía a cantar con el grabador. Compuse todas esas canciones en ese aparato. Cuando Hugo [Fattoruso] me llamó para ir a grabar con ellos le empecé a mandar casetes con esas canciones por correo, y ellos se juntaban con Osvaldo y el Ringo [Thielmann] para hacerles arreglos. Llegué a Estados Unidos y el aeropuerto estaba lleno de uruguayos; nos quedamos conversando como media hora y les dije en chiste: “Me voy porque se me termina la visa”. Arrancamos con el Hugo por la ruta, en una camioneta que tenía, desde Nueva York a Los Ángeles. Cinco días viajando, y arriba de la van íbamos componiendo. Cuando llegamos al estudio, Hugo me hizo escuchar todo lo que había hecho con la música que yo les había mandado. Fue increíble. Con “Montevideo” fue distinto; esa fue una canción que me pidió Hugo para un grupo con el que tocaba en Las Vegas, que se llamaba Los Harats. En esa época todos tenían una canción de presentación que mencionaba el nombre de su grupo. Yo le canté la introducción de “Montevideo”, y cuando la empezamos a arreglar Hugo dijo: “No le voy a dar nada a Los Harats, esto es semejante canción. Ni en pedo”. La grabamos por lo menos ocho veces –con todo lo que hago en esa canción– porque había que cantar todo de golpe. Si se equivocaba un músico, volvíamos a hacer todo de vuelta. Por eso fue tan grande Gardel, que desde París, solo, grababa para los guitarristas en Argentina, todo en la primera toma. Una bestia. Cuando hicimos el disco Las manzanas también me salían las canciones en primera toma. Hacíamos 15 días de ensayo previo de tres o cuatro canciones, y cuando íbamos al estudio andábamos volando.

Así que te acostumbraste a tener siempre a mano algún grabador para registrar tus ideas.

Toda la vida con casetes. Esto [su teléfono celular] no lo sé usar. Solamente escucho lo que me mandan, pero no sé mandar mensajes. Mi hijo Matías, cuando fuimos a tocar en la Expo Korea, se metió en uno de esos lugares raros y me compró un grabador a casete. Le dije: “¡Loco, ese el mejor regalo que me hiciste en mi vida!”. Ese día compuse tres canciones. Ahora también tengo un estudio con Gustavo Montemurro y voy para ahí. Cuando no tengo ningún disco para hacer, igual voy y le digo: “¿Qué hacemos, Monte? Bueno, poné una base”. Empezamos a probar, a experimentar; “Ese pibe”, por ejemplo, salió así.

Has integrado bandas con los mejores músicos del mundo. Y siendo así, no deja de ser asombroso que una de tus últimas bandas esté compuesta por tus dos hijas, Julieta y Lucila, y tu hijo Matías, y suene como la mejor.

Totalmente, es divino. Pero no te creas que es fácil. Ellos tienen sus ideas, y tengo que transar todos los días en un montón de cosas. Son difíciles. Por ejemplo, en los discos de Julieta ni participo. La única que me deja tocar un poco es Lucila, que tiene un tremendo disco [Psicodelia latina] con el trío La Trenza.

¿En qué momento te diste cuenta de que además de poder cantar cualquier canción tu voz funcionaba como un instrumento con infinitas posibilidades?

Cuando yo tenía once años iba a estudiar piano con una profesora que se llamaba Clementina Gómez y que me amaba. Era una negra violinista. En un momento falté dos semanas, y vino hasta la puerta de mi casa y le dijo a mi madre: “Por favor, que este niño no deje de estudiar ni de cantar. Ayúdelo. Tiene algo especial. Se pone a cantar y tiene tres octavas, cuatro octavas, hace sonidos raros”. Y yo dejé de estudiar; podría haber sido un buen pianista. Después, hablando con muchos músicos, me decían: “Negro, si hubieras sido pianista, hubieras sido pragmático”. En cambio yo hago cualquier locura, todo es intuitivo, y cuando grabo con gente como Hugo, como Julio Frade, al principio me dicen “esto no va”, y después que terminan de escuchar las voces que pongo dicen: “Yo no sé cómo hacés, pero suena”.

Quería hablar contigo de todos los bajistas con los que tocaste. Ringo Thielmann, Roberto Giordano, Urbano Moraes, Daniel Lobito Lagarde, Bo Gathu, Beto Satragni…

¡Ese fue el más grande que hubo! El Beto Satragni. Ese grupo con Beto, Osvaldo Fattoruso [batería y percusión], Ricardo Nolé [teclados] y Ricardo Lew [guitarras] fue el mejor cuarteto que tuve en mi vida. Estuvimos ocho años tocando juntos. Hicimos En familia, La Rada, La yapla mata, Siete vidas, y también tocaron conmigo en Pa’ los uruguayos, que es semejante disco y es muy difícil de tocar. Mucha armonía, mucha locura. Nolé es un dios. Para mí, tocando música latina, jazz, y world music están el Hugo Fattoruso y Ricardo Nolé. Son los dos más grandes pianistas con los que toqué en mi vida.

¿Cuáles son tus músicos brasileños preferidos?

Milton Nascimento me parece que es el mejor cantante del mundo. Es un anormal. Las cosas que puede hacer con su voz, su dulzura… Después, el mejor poeta de América Latina es Chico Buarque. João Gilberto y Antonio Carlos Jobim como compositores. También Edu Lobo, Roberto Carlos, que fue tan criticado por sus canciones. Para mí, él y Palito Ortega fueron de los mejores compositores de América Latina. Revolucionaron todo. En tercer lugar vendría Sandro. Roberto Carlos sigue vigente y tiene cosas increíbles.

¿Qué cosas te gusta volver a escuchar en esta época?

Escucho Opa, El Kinto, todo lo de Mateo, Jorge Galemire, al mejor cantante uruguayo, Urbano Moraes, y Fernando Cabrera, un gran compositor que por suerte se decidió a que su música pasara las fronteras. Un tipo muy tranquilo. Una vez un periodista le preguntó: “¿Y, Cabrera, por qué demoró tanto en venir a la Argentina”. “No tenía apuro”, le dijo. Un tipo increíble. Me acuerdo cuando de chico iba a escuchar a Cabrera y [Eduardo] Darnauchans, tenías que ir con una gillette. Era tremendo lo que decían, lo que cantaban, con esa angustia… Esa cosa maravillosa de Cabrera, con dos notitas a veces, sin tocar acordes. “Te abracé en la noche…” [canta].