Ah, pregunta la prensa
Puchito, ¿cuál es la maña?
Sin cantar ni afinar
Pa’ que me escuche to’a España
2021: Antón Álvarez Alfaro, para los amigos Pucho, antes conocido como Crema, después como C Tangana, ahora El Madrileño, lanza un disco de colaboraciones con distintas figuras de la música iberoamericana. En sólo 24 horas se convierte, con cinco millones de escuchas, en el mejor debut de la historia de Spotify España. En Nueva York, el rostro del artista observa como un dios severo a los millones de transeúntes que caminan por Times Square. En Montevideo, mi vieja sale de la cocina y con un plato en una mano y un fregón en la otra me pregunta quién carajo es El Madrileño.
Basta repasar la lista de invitados para entender lo megalómano del proyecto. Si todo el plantel posara para la misma foto, podríamos encontrar (entre muchos otros) a Andrés Calamaro junto a Jorge Drexler como una bizarra versión del yin y el yang; a Toquinho como un fantasma que acecha en una bossa encantada; a Kiko Veneno rumbeando con ese tono risueño que lo convirtió en algo así como el Jonathan Richman del flamenco; a los Gipsy Kings musicalizando un video en donde todas las tías de Tangana (con una serie de vestidos que harían lagrimear a Almodóvar) lo rodean como un niño consentido y caprichoso; y al cubano Elíades Ochoa lanzando sus lamentos entrañables en “Muriendo de envidia”. Un impensado puente entre pasado y presente, internacionalidad y tradición, que todavía hay que ver hasta dónde nos lleva.
Pero más allá del disco en sí, lo más fascinante es darse cuenta de cómo todo estaba ahí, en nuestras narices, desde muchísimo antes; cómo El Madrileño siempre estuvo desde sus mismísimos comienzos jugando en tiempo real, con el cuaderno de tácticas abierto de par en par. Porque la mayoría de las narraciones de acceso al éxito se cuentan desde personas que se toparon con su destino por accidente, o por seres de una ética calvinista que estaban pensando más en el trabajo que en la meta. Pucho, con sus planes quinquenales explicados desde el comienzo, es un caso mucho más extraño.
Así, la carrera de un estudiante de Filosofía fanático de Borges y Dalí devenido un inesperado rey Midas de la música popular española se vuelve un extraño artefacto para analizar qué significa hoy en día jugar al juego del arte.
Antón Álvarez tiene una carrera que podría leerse, dependiendo del lado del mostrador en que uno esté, de maneras muy diferentes. La primera: el artista vendido, un pibe que empezó tirando barras en un colectivo (Agorazein) que no tardaría en convertirse en una referencia del rap underground español, para ir cediendo a los encantos del dinero y la fama hasta firmar con una major (Sony) y convertirse en una máquina de sacar colaboraciones y sencillos como si fueran chorizos ibéricos. Así como en España todavía existen carlistas que piden revisar los títulos de la corona, los cremistas siempre invocan ese pasado lejano y glorioso, pero definitivamente menos rentable, en que la ortodoxia del do it yourself se equiparaba a un sello de autenticidad.
El tanganismo, por el contrario, es el ala que está más interesada en la capacidad metabólica del músico, la manera en que el madrileño supo conjugar las antiguas bases del hip hop con los sonidos latinos sedientos de charts: un desembarco de Normandía relocalizado en las orillas de Miami.
En la transformación de Crema a C Tangana hay una sensación entre fascinante y ominosa, un puente ilocalizable que une a ese alfeñique de ojos batracios que no podía rellenar sus equipos deportivos y aquel macho alfa con una musculosa tallada a un nuevo cuerpo que se paseaba –una mano al volante y la otra en una botella de ron– por las calles de “Mala mujer”.
Sea cual sea el veredicto de estos bizantinismos morales, todo está ahí, en las letras. En ese sentido, quizás el punto de inflexión haya sido la misma crisis española, un momento en que Pucho se dio cuenta de que estaba harto de no hacer plata, de que había una tontería casi inmoral en querer sobrevivir en la jungla capitalista sin estar dispuesto a jugar sus reglas.
Las discusiones sobre sus decisiones comerciales pasaron de ser beefs (como sus históricas desavenencias con el rapero Yung Beef) a ser ensayos programáticos sobre qué ventajas y riesgos involucra tratar de jugar a su propio provecho cuando uno salta de lo independiente para trabajar en una major. La principal pregunta que se hacían un montón de raperos de colmillos afilados era cuánto tiempo podría C Tangana jugar las reglas del establishment antes de convertirse en una marioneta de este.
Era una apuesta alta, pero El Madrileño es la definitiva muestra de que el que terminó ganando fue él: no sólo en las mujeres, la pasta y los focos, sino en su proyecto y la manera en que torció las reglas dentro del mismo sistema para hacer lo que él quería hacer. El Madrileño es su Xanadú, una obra por momentos tan festiva como amarga; la sonrisa áspera de quien llegó a donde siempre dijo que iba a llegar, pero ahora no hay nadie a quien refregárselo. La soledad del caballo ganador, que en la carrera se siente tan solo, corriendo sin nadie a su alrededor. Una historia de hambre y resentimiento (“Aún recuerdo al chaval hambriento / que no invitabais al baile. / Antes, cuando era inocente; / antes, pero antes yo no era nadie / y ahora to’o el día metido en farra / escapando pa’lante’, / intentando olvidarte, / toreando recuerdos que arden”), de un tipo que nunca cantó “bien” pero que encontró en un estilo contenido, a veces al borde del susurro (su voz que se le quiebra y se le escapa como un hilo de aire en la neobossa “Comerte entera”) una cualidad expresiva completamente diferente.
Pero más allá de la soledad de la gloria, hay un puente que lo trasciende y que tiene que ver con el mapa más amplio de la música española. Un ejemplo de virtuosismo intertextual que llega a su punto más alto con “Cuándo olvidaré”, una bolerización del tango “Nostalgias” que se encarama a un estribillo en clave de son cubano (pero con letra prestada de la cantaora flamenca La Tana) para, de golpe, ser cortada por una intervención del actor Imanol Arias con un reenactment espectacular de una famosa defensa de la identidad de la música española esgrimida por Pepe Blanco. Todo eso fusionado en un mismo tema, sin que jamás deje de sonar modernísimo, fascinante y, sobre todo, tanganesco.
El único éxito español comparable a este disco fue el Malamente, de Rosalía (de quien Tangana fue pareja y con quien coescribió gran parte de su insigne El mal querer). Más allá del cotilleo romántico, hay en los dos álbumes dos maneras bien diferentes de procesar las influencias y de repensar la tradición española. Mientras Rosalía parecería ser una matriz que convierte las raíces de rumba y flamenco a un dialecto único y sin costuras, en El Madrileño hay, por el contrario, una dispersión total de los centros de poder, una forma de multiplicarse y transformarse él a las necesidades y encantos de cada uno de sus invitados.
Sean cuales sean las transformaciones futuras de El Madrileño, se lo puede imaginar satisfecho –más que alegre– en las alturas del hotel Riu de la plaza España, su mirada sobre todo Madrid como un gran ojo de Sauron pensando en nuevos proyectos.