Inés dirige sus propios videos, como el de su canción “El temple justo”. En un bosque de árboles gigantes, y con amigas que le siguen sus pasos y sus bailes, canta “saco el odio, saco de odio, saco el odio, hago al fuego, no todo será como lo esperás...”.

Trabaja en cine como asistente de dirección y directora de casting, y a partir de su labor en El mundo de los videos, terminamos hablando de lo genial de esa miniserie serie uruguaya y de ese humor que le fascina, ligado al de Ricky Gervais en Derek y After Life: “Lo que me gusta de ese registro es una cosa que no termino de entender, porque es mega ácido pero al mismo tiempo te emociona. Es muy raro. Como la primera temporada de After Life, bizarra total, emocionante y voluntariamente melodramática”.

Esta tarde de marzo está en Montevideo, pero vive en Villa Crespo (Buenos Aires). Va y viene con sus canciones. Allá trabaja en un centro cultural ‒que es también bar y teatro‒ del barrio, hace locuciones para acá, y se las rebusca de mil maneras.

Es una de las integrantes del célebre colectivo Coralinas, y ocasionalmente también toca en la banda Sergio Funk y su Perro Beagle. Estudió comunicación audiovisual, teatro, composición musical, aunque para ella, para sus canciones, prefiera la libertad total de ir para donde tenga ganas.

Antes de empezar a descubrir sus propias canciones, cantó sola en hoteles, bares y restaurantes, los hits de Stevie Wonder, Amy Winehouse o un set de música popular brasileña, infalible para acompañar un cóctel adornado en el medio de los coqueteos de una nueva pareja.

La vida real es su primer disco como solista y fue uno de los mejores lanzamientos del 2020. Con la producción del argentino Juanito El Cantor, Inés se deja perder en su poesía luminosa, apoyada en la leve seguridad de unas melodías de vértigo, o de calma, encantadoras y extrañas.

Con la normalidad de un comentario sobre el estado del tiempo, empezamos intercambiando inquietudes y entusiasmos sobre entradas reservadas y los shows nuevamente postergados de Jaime Roos.

Tenías todo pronto, entonces.

Sacamos entradas para ir con toda mi familia. Además, esta última fecha coincidía con el cumpleaños de mi madre. Jaime debe de haber sido de las cosas que más he escuchado desde niña, junto a mis viejos y mis hermanos. Me acuerdo perfecto, cuando sonaba en casa Concierto Aniversario, de pensar qué será esto de “Victoria Abaracón”. Hay muchas palabras de las canciones de Jaime que me llamaban la atención, desde muy chica.

¿En qué momento te largaste a hacer canciones tuyas?

No hace tanto. Siempre canté con Coralinas y otras bandas, o como intérprete, haciendo covers. Y le tenía pila de chucho a la composición, a pesar de que siempre escribí y no era algo tan ajeno a mí. No tocaba ningún instrumento, había coqueteado con el piano pero era medio vaga. Hace seis años, ponele, yo estaba muy bajoneada; me habían pasado algunas cosas en la vida que me dejaron muy triste. Volví a estudiar piano y mi profesor me dijo: “¿Por qué no tocás la guitarra?”. Me iba bien en el piano, pero no sé.

Algo habrá notado.

Sí, y no sé por qué no me había pasado esto antes. En Uruguay todo el mundo toca la guitarra. La cuestión es que me mostró un par de acordes, y me fui directo de su casa al Palacio de la Música y me compré una guitarra. Una Yamaha C40. Y ta, de alguna forma yo estaba comenzando a aceptar que quería componer y me iba a dejar de pavadas. Era algo importante para mí, y había unos miedos que me estaban frenando. No tenían sentido. Viste que cuando estás medio de bajón resignificás cosas de la vida. No sé si era tan consciente de eso, pero en ese momento asumí que estaba siendo cagona. En esa soledad en la que estaba, la guitarra fue el instrumento que faltaba para que yo lo pudiera componer tirada en la cama. El piano requiere de cierta disciplina, de cierta postura, de “bueno, voy a ir a sentarme a tocar”. En ese momento vivía con amigas en Tres Cruces. Tenía un colchón en el piso, ni siquiera una cama. Y la guitarra en ese sentido es re compañera. A partir de ahí no pude parar. Empecé a hacer canciones como si fuera un delirio. En esa primera etapa sentía como una sed abrumadora, como una canilla que se abrió, y además, casi todas las primeras canciones las hice con inventos de acordes, con los cuatro que sabía, y con todos los lugares donde yo metía los dedos y parecía que me gustaba. Todavía sigo haciendo canciones un poco así.

Tanto en “Isla Grande” como en “Decidí cantar”, dos de las canciones de La vida real, te referís a cantar y a la canción como la forma que encontraste para expresarte.

Sí, y de hecho, capaz en cosas que compuse después siento que eso cambió un poco. Pero este es un disco muy ligado a la necesidad de decir algo que me estaba pasando, ponerlo en palabras y en melodías. La mayoría de las canciones son bastante catárticas y autorreferenciales. Al principio me daba miedo y vergüenza componer; en el momento en que decidí dejar de hacerle caso a eso, lo primero que me resultó fácil fue hablar hasta de la vergüenza. O sea, “bueno, ta, si esto me trancó, ahora lo voy a poner adelante”. También me resultaba muy conmovedor, en general, cuando veía en otros artistas ese gesto de la desnudez en el arte. Esa cosa que te interroga y te pone a pensar “seguramente esto que estás haciendo te está implicando un riesgo, te está pasando algo a vos, no sólo en tu vida, sino en el hecho de ponerlo en palabras y decidir mostrarlo delante de otras personas”. Esa forma me pareció muy potente y cercana. Entonces me dije “listo, es esto, ya está”. Todavía sigo haciendo muchas canciones desde un lugar autorreferencial, pero también me doy cuenta de que encuentro cosas por otros lados.

Algo muy interesante de la estructura de tus canciones es que parece que, si la letra te lleva hacia a algún lugar, dejás que vaya para ahí, y lo mismo con la música, y en algún punto se terminan encontrando.

Soy re consciente de que es así, aunque al principio no lo era. Entré desde un lugar súper lúdico a la composición, y no pensando cómo tenía que ser nada. La primera canción que hice en mi vida fue “La Tierra”, y está en ese disco. A pesar de que tenía muchísimo vínculo con canciones en el mundo porque las cantaba, cuando componía para mí no estaba nada atenta a las formas de las canciones. Ahora sé mucho más de armonía y demás, pero era tanta esa necesidad de decir que resultó lo primordial en esas canciones. Me sigue pasando que, por más que estudié mucho, me cuesta mucho aplicar la teoría. Nunca pienso en nada de eso. Siempre estoy buscándolo ahí, en el juego. Obviamente sé más acordes, tengo más facilidades, pero creo que las limitantes que tuve cuando grabé el disco de algún modo me sirvieron, porque salió algo muy natural.

Foto del artículo 'Inés Errandonea y su disco La vida real siguen sumando fans a los dos lados del Río de la Plata'

Foto: Alessandro Maradei

Tampoco usás muchos estribillos, aunque ahora decís que estás cambiando eso.

No, soy más consciente, pero siguen sin tener estribillos. Nunca me siento y digo “voy a hacer una canción que tenga tal estructura”. El año pasado, en medio de la pandemia, y por primera vez, hice un taller de canciones con dos compositoras argentinas [María Pien y Lucila Pivetta] y estuvo re bueno. Ahí compuse algunas canciones con pautas. Por ejemplo, que sea solamente en cuarto y quinto grado, o había una que era “composición de hit” y me quedó el más antihit del universo, muy deforme. Pero fue la primera vez que me puse ciertas limitaciones. Está bueno como ejercicio. Otro era que la melodía fuera solamente pentatónica. Hice una canción así, me encanta, y ya la empecé a tocar en los shows.

Leí que en los últimos años viajaste bastante.

Hice dos viajes largos, de seis meses. Uno por Sudamérica, y otro de México a Panamá, y también a Cuba.

¿Los hiciste sola o con alguien más?

Los hice con pareja. Distinta, entre uno y otro. El primero lo hice con un novio que también era músico. Yo todavía no componía pero fuimos cantando canciones de otros, sobre todo de músicos uruguayos. Él tocaba la guitarra y un trombón: imaginate para viajar.

Complicado.

Una pesadilla total. El trombón no lo usamos nunca, en todo el viaje. Cuando estábamos en el norte de Argentina le dije “todavía estamos a tiempo de mandarlo para atrás en una encomienda. No podemos tocar dos instrumentos a la vez”. Teníamos dos canciones que eran de voz y trombón, pero después nos daba paja sacarlo cada vez que salíamos a la calle a tocar a la gorra. No íbamos a llevar la guitarra y el trombón. Lo paseamos por toda Sudamérica hasta Venezuela, y no lo usamos nunca. Eso fue hace varios años, antes de empezar a componer. Tocamos principalmente a la gorra, sin planificar, organizamos algún show, pero rendía más llegar a un lugar, tocar y seguir viajando. Y después, hace tres años, me fui con mi actual novio, que no es músico, y también por eso me puse las pilas con la guitarra. Tenía mis primeras canciones y dije “ta, yo quiero tocar”. Pensé: “voy a aprovechar que nadie me conoce. Si la pifio, igual me voy a dormir tranquila”. La primera vez que toqué sola con la guitarra fue en Ciudad de México, en un show que me consiguió Mint Parker. Me salió como el culo. Al final, además de uruguayos residentes, también había un montón de músicos uruguayos en el show. Un bajón, pero igual estuvo bueno.

Y antes de hacer canciones, cuando estabas mal, ¿qué hacías?

Escribía. Tengo ‒o tuve‒ una carpeta en la computadora que se llamaba algo así como “Cancioncillas, o sólo quedarán en poemas”. Ya misma preguntándome. ¡Qué viaje! La estuve tratando de encontrar, y puede que la tenga en algún disco externo. Supongo que tengo esa carpeta de cuando compartía la computadora con toda mi familia. Siempre escribí a modo de desahogo, me ordena un montón, y lo necesito. Pero claro, la falta del instrumento, el miedo al ridículo, mi perfeccionismo, mi propio juicio, me habían detenido.

Sos muy fan de Fiona Apple.

Sí, me gusta. Este último disco [Fetch the Bolt Cutters, 2020] me lo morfé. El año pasado en la cuarentena era la forma de gritar que tenía. Me hizo re bien, es un discazo. Me copé con ella cuando iba a la facultad. Tenía diecinueve, veinte, una compañera mía tenía un novio norteamericano, no sé quién había hecho un video stop motion, y la música de fondo era “Paper Bag”, de Fiona Apple. Me encantó y me puse a buscar otras cosas, en la época en que te bajabas canciones sueltas en el Ares [antiguo programa de descargas]. Me hice re fan de “Slow Like Honey” y “Never Is a Promise”. La escuché pila en esa época, en la que también descubrí a Regina Spektor.

¿Qué más te gusta?

Un entrevero de cosas. La música brasileña es muy importante en mi vida. Me encanta Marisa Monte, soy fan, y junto a Arnaldo Antunes, Lenine, Djavan, fueron cuatro compañeros de muchos momentos de mi vida. Caetano Veloso, también. Y después la música uruguaya, salado. Fernando Cabrera, Jaime Roos, Eduardo Mateo, El Príncipe. Eso es desde niña, porque estoy en Coralinas con Carmen Pi desde antes de que se llamara Coralinas. Ahí ya cantábamos, “Por ejemplo”, “El tiempo está después”, “Canción para renacer”. Todo ese mundo me encantaba. Me acuerdo de que a veces de niña, como gracia, en cualquier lugar, me pedían que cantara “El tiempo está después”. Y a medida que pude ir encontrando mis propias cosas, Cabrera es de lo que más ha permanecido en mi vida. Adolescencia, facultad, después, ahora, siempre vuelvo. Con Jaime también, pero lo escuché más de chica, y ahora de vuelta.

¿Qué se hace con esas canciones que no publicaste nunca?

Siempre me pregunto eso. A veces las tocás en vivo y nunca sabés cuándo se van a publicar. En 2017 saqué un EP de tres canciones y “La Tierra” ya la tenía, pero decidí que fuera para La vida real. Así que nunca se sabe cuándo las vas a reflotar. Creo que es importante hacer canciones aunque no te gusten. Es decir, sacar y tratar de terminar tus ideas todo lo que puedas. Digo esto y no es que lo hago todo el tiempo. Tengo millones de cosas por el camino, pero me parece que es algo sano para el espacio cerebral, para la propia rueda de la creatividad.

Nunca sabés si a partir de un fragmento de una canción no podés encontrar otra canción. Y, además, creo que hacer cualquier tipo de arte tiene que ver con una forma de vivir, y de ver. Es estar despierto, y atento a todo, a cómo se te mueve ese pelo y qué imagen me puede generar eso. Seguir ese impulso creativo ya es una cosa en sí misma. Tal vez es la más poética, porque no responde a esa rueda de productividad y de que “ay, esa canción no te va a reportar ningún dinero porque quedó guardada en tu computadora”, pero en realidad a vos te nutre del mismo modo que otra que pudo llegar a algún lado. Tienen que existir esas canciones.