“Porque tengo un estudio de grabación”, contesta Santiago Tavella cuando se le pregunta por qué anda tan prolífico. El bajista, compositor y cantante de El Cuarteto de Nos le agarró el gustito a su proyecto solista, Otro Tavella & Los Embajadores del Buen Gusto, y desde hace cinco años lanza discos a un ritmo inusual. A saber, los álbumes Fuera de la realidad (2017) y Modernistas (2019), y los EP En el camino de los perros (2018), No me lo perdonaré nunca!! (2019) y ¡Era visto! (2020).
Como si esto fuera poco, el martes en Spotify vio la luz su nuevo álbum, Bien clarito, de 13 canciones grabadas en su estudio en 2020, con la banda toda junta, manteniendo la esencia orgánica de un toque en vivo. Además de Tavella en voz, Los Embajadores del Buen Gusto son Martín Tavella (su hijo, en bajo), Elniño Quetocafuerte (guitarra) y Sebastián Macció (batería y percusión). El disco contó con la producción de Guzmán Calzada.
Pero Tavella no se queda quieto. El otro día pasó por el estudio y su hijo ya le tiró ideas para una nueva grabación. “Me pareció bárbaro, y seguramente grabemos este año porque también va a seguir siendo flojo de trabajo. No sé cuándo se reanudarán las actividades con cierto grado de normalidad”, dice el músico.
Así como está más inquieto que nunca con su música, Tavella sigue igual de inquieto que siempre con las palabras y avisa que tiene facilidad para irse por las ramas cuando hace rato que ya se fue. El músico recibió a la diaria en su casa para conversar sobre Bien clarito, aunque luego de un par de preguntas no queda para nada claro a dónde podemos llegar.
¿A qué se debe el título del disco?
Habíamos manejado otros, pero durante las grabaciones empezó a circular “bien clarito”. Además, había un audio, totalmente irreproducible, en el que un capataz le hablaba a un peón que parece que siempre venía borracho y no sé qué, y le decía un montón de cosas horribles; era muy gracioso pero de consumo interno. Entonces, cuando pregunté qué les parecía que podía ser el nombre del disco, porque estaba la idea de que fuera “El fantasma del deseo”, que es una de las canciones, todos dijeron que era “bien clarito”.
Entonces, no tiene una referencia concreta a algo del disco.
Bueno, todas las cosas que uno supuestamente hace casualmente no son casuales. Hay una cuestión medio irónica con el hecho de que yo no soy bien clarito en mis canciones, porque en general no busco ser explícito y literal, que es una cosa que se está usando mucho ahora no sólo en la música sino también en las artes visuales y en muchas manifestaciones artísticas. Hacen algo, te lo aclaran y te dicen: “Esto es por... ¿Entendés, no? Es por los derechos de los...”. ¿De los pobres? “No, de los pobres, no”. Esos no importan.
En la canción que cierra el álbum, “No te olvides de acordarte”, cantás: “Literalmente ha acabado / el sentido figurado”.
Sí, ese tema fue un lindo broche de oro para el disco porque sintetiza un poco las cosas. Lo que uno tiene para decir no está en el enunciado sino entre líneas, en esa cosa que aflora de alguna manera. En Occidente tenemos mucho ese vicio de la forma y el contenido. El contenido vendría a ser el enunciado, pero ese enunciado siempre implica represiones: cuando uno dice algo no está diciendo otras cosas, y esas son las importantes, que afloran a través de la forma de lo artístico, al leer entre líneas. Entonces, lo que tengo para decir en este disco no sé muy bien lo que es, sé que había un montón de ideas. Hay cosas que ya las dijeron otros, porque hay letras de otra gente, pero así fuera un disco de covers, también tendría algo para decir. Mi profe de canto, Nelly Pacheco, me decía: “¡Olvidate de que la escribiste vos! Estás cantando, es otra cosa: no pienses, dejá que salga eso otro”. Con lo interpretativo se está diciendo mucha cosa.
Hay artistas que escriben letras con mensajes concretos y literales, pero en el otro extremo está el peligro de caer en aquello que decía Nietzsche en Así habló Zaratustra: hay poetas que enturbian las aguas para hacerlas parecer profundas.
Siempre trato de tirar por lo menos una primera lectura: sujeto, verbo y predicado, ese tipo de estructuras lógicas. Empezás a escuchar la canción y decís “ta, estamos en esto”, y después van a pasar otras cosas o no. Pero es cierto, me pasa con mucha gente que escucho cantar, y con mi mujer nos miramos con cara de “¿de qué está hablando?”. Yo trato de ser claro pero no arruinarla. Ahí está el equilibrio: tener una lectura entendible pero que después de eso pueda seguir dándole vueltas, que esa primera lectura no te cierre el universo interpretativo.
Siempre te gustó jugar con las distintas acepciones de una palabra. En este disco, por ejemplo, en la canción “Yo vendo mis ojos negros”. ¿Recordás de dónde te viene eso?
Es una cosa para la cual no tengo paciencia: pescar. A nivel de palabras, me paso la vida pescando, como si estuviera en un muelle donde hay un mar de palabras y de repente veo que algo pica. Ese jueguito de palabras venía de un chiste muy estúpido pero que a mí siempre me causó muchísima gracia: un tipo está en la feria diciendo “vendo huevos, vendo huevos”, y viene alguien y le dice: “¿Y yo para qué quiero que me los vende?”.
Para este álbum musicalizaste “Romance sonámbulo”, un poema de Federico García Lorca.
Siempre me interesó mucho y tenía esa duda de cómo hacer para meterlo. Esta vez puse algo de García Lorca y de [Antonio] Machado. De repente, a alguien le puede parecer raro que me interese Lorca, pero, por otro lado, ambos poetas en los textos que elegí juegan con el sentido de las cosas, están diciendo una cosa pero hay otra detrás. El texto de Lorca puede ser un poco hermético, pero, sin embargo, es muy atrapante. Fue una canción que pegó mucho. Entró en listas editoriales de Spotify, algo que ni pensaba. Cuando vi eso dije: “Ah, existo, mirá”.
En la primera canción del disco, “Obligado y Libertad”, decís: “Mi vida privada y mi libertad / yo las entrego alegremente / a cambio de promesas de seguridad / y de un higiénico lavado de mi mente”. Me hizo acordar a lo de la “libertad responsable” que está tan en boga. Ya que te gusta pescar palabras, ¿cómo te cae esa expresión?
En abstracto, la idea de “libertad responsable” no está mal. Como soy un viejo –estoy llegando a los 60–, viví muchas transformaciones, y me acuerdo de que los conceptos de “libertad”, “privacidad”, “no control” y cosas por el estilo eran los que vendía el Occidente capitalista de la Guerra Fría, contra la pérdida de la vida privada y de la libertad de expresión, que era todo lo que pasaba en el mundo comunista. Ahora, resulta que el mundo comunista no está más, entonces, ya no tienen por qué vendernos ni libertad, ni privacidad, ni nada por el estilo... Yo vengo como de la izquierda, pero no veo que la izquierda actual me represente mucho. En algunos casos digo “bueno, esto es mejor que esto otro”, en otros casos, directamente: “Esto no es izquierda desde ningún punto de vista”.
Dame un ejemplo.
No considero que los demócratas en Estados Unidos sean de izquierda. Ahora hay mucha gente que habla del marxismo cultural, que es la cuestión de la teoría crítica de [Theodor] Adorno, que desde el punto de vista filosófico es muy importante pero desde la perspectiva de la musicología hizo un daño horrible. Porque era un tipo que no entendía lo que era la música popular y escribió cosas sobre ella. Fue el que promovió a [Herbert] Marcuse, de quien salió toda esa especie de sociología de la música y cosas por el estilo que podés ver en la revista Rolling Stone: es pura sociología, pero el hecho musical en realidad no lo entienden. Entonces, no hablan de él, te hacen una descripción medio poética, de “guitarras chirriantes” y cosas por el estilo.
Es que algunos capaz que nunca tocaron un instrumento en su vida, entonces, es difícil.
Ahora estoy estudiando a Philip Tagg, que es un musicólogo muy importante que había sobrevolado cuando estudiaba con Coriún [Aharonián]. Me lo puse a estudiar en serio porque conseguí sus libros, y el tipo plantea justamente la idea de que con la música se dicen cosas, que no es una cuestión abstracta que no dice nada: hay una semiótica de la música. Todo eso tiene que ver con el pasado euroclásico de la música: se consideraba algo elevado que no podía ser explicado, porque era una forma de mantenerlo dentro del privilegio de la burguesía de la época.
Pero es obvio que la música significa algo, no en vano las películas y hasta el informativo tienen música.
La otra vez vi un meme que decía: “Ojalá mi vida tuviera música de fondo, así sé qué carajo está pasando”. Me pareció súper ilustrativo. Es algo con lo que siempre jugamos, tanto en el Cuarteto como yo por mi cuenta, cuando veo si una música cuaja o no: la letra y la música deben tener que ver porque ambas están diciendo cosas.
¿Cómo te llevás con la inmediatez de hoy?
Me resulta superficial, como lo es la cultura que estamos consumiendo hoy en día. Siempre hice cosas por una especie de impulso de decir “voy a hacer esto porque si no lo hago yo, no lo va a hacer nadie, o lo hará poca gente”, porque la mayoría de la gente está haciendo otras cosas –no soy el único–.
¿Y cómo te cae la cancel culture?
Creo que hay que saber separar la ficción de la realidad. Es una cualidad muy importante. La primera vez que entreví que se venía algo medio así fue en los 90, cuando salió la novela American Psycho [de Bret Easton Ellis, 1991]: había gente que decía “es un misógino y machista”. ¡Claro, si es un hijo de puta! Y agregaban: “Sí, pero lo hace en primera persona”, como diciendo “ah, porque el escritor debe ser así”. ¿Perdón? Es ficción.
Nada que no estuviera antes en La naranja mecánica [1962], de Anthony Burgess, que también está narrada en primera persona.
Sí, pero en la época de La naranja mecánica se ve que las neuronas florecían un poquito más. Pero ya en ese momento estaba fermentando toda una cosa que me parece que no es buena para la cultura ni para el pensamiento, porque embrutece. Por ejemplo, pienso en [Daniel] Viglietti, alguien que veo como un poco trasnochado ideológicamente; sin embargo, me parece que el tipo tiene unas canciones maravillosas. Vos me decís: “Ah, bueno, entonces, ¿vamos a desalambrar?”. No, porque [José] Mujica quiso desalambrar, dijo: “Vamos a darle campo a la gente para que vaya a trabajar” y la gente decía: “No, yo no quiero trabajar en el campo”. Pero no importa, la canción es muy linda, te pinta una época, una manera de pensar, de ver el mundo, y lo hace de una manera que está muy bien. Hay cosas que van más allá de esa primera lectura.
Me hacer acordar a los que critican que John Lennon escribió “Imagine” porque cantaba “imagina que no hay posesiones” y era millonario, etcétera.
Claro, igual a “Imagine” sí le tengo idea, pero no por eso... Un ejemplo que pongo cada tanto, cuando doy algunas clases de historia del arte, es el de los pintores del Quattrocento que recibían contratos muy específicos sobre lo que querían. Pongo el ejemplo de La flagelación de Cristo, de Piero della Francesca, que muestra a Cristo en el fondo y adelante están hablando unos comerciantes, que se ve que son los amigos o enemigos del que lo encargó, andá a saber. Había una cosa muy específica y el artista logra ir más allá de eso. Lo importante es justamente eso, lo que va más allá de ese primer enunciado. A mediados de siglo XIX se crea realmente la idea del arte como algo autónomo; ahora, una vez que se conquistó esa autonomía... Hoy en día veo que los artistas están volviendo, en cierta medida, al arte por encargo, en el sentido de que lo que están haciendo es ilustrar agendas de derechos –con las cuales estoy de acuerdo–. Cuando estudiaba pintura, alguien venía con algo demasiado ilustrativo y el viejo [Miguel Ángel] Pareja lo miraba con su habitual cara de póquer y le decía: “Eso es ilustración” –en el mal sentido: no estaba hablando de Voltaire–, porque faltaba esa otra cosa que va más allá. Creo que en la música pasa exactamente lo mismo.