Una familia que no puede parar de mudarse, aunque quiere. Esa es la historia de Ginny y Georgia, la serie cuya primera temporada, de diez capítulos, está disponible en Netflix. Sus protagonistas son Georgia y sus hijos, la quinceañera Virginia (Ginny) y Austin, de nueve años.

Georgia fue mamá adolescente y tiene un pasado de violencia y abandonos que parece atormentarla. Se muda y escapa una y otra vez; parece ser una sobreviviente un poco alejada de la legalidad pero, a la vez, resulta realmente adorable. Construye un vínculo de dualidad con sus hijos, casi una amiga buena onda con inversión de roles: son ellos los que la educan.

Por eso, Ginny se encarga todo el tiempo de aclarar que no es como su madre y se avergüenza de ella. En cada lugar al que llegan, la adolescente se siente siempre “la nueva”, y es más inteligente y madura que los demás. Austin, un poco tímido, se siente siempre “el raro”.

La relación madre-hija marca el desarrollo de la serie, la forma en que se van amigando, odiando y descubriendo un pasado de abusos, pero también de mentiras. Transcurre todo con un vaivén entre la necesidad de la verdad de Ginny y la premisa de “el pasado es pasado” de Georgia.

Ginny es la más mutante: descubre su sexualidad, el vínculo con los varones y su posición feminista. Decide militar un feminismo desde lo intelectual, pensando que de esa manera se diferencia de una Georgia que, según ella, siempre toma malas decisiones en cuanto a los hombres, pero sin ver que su madre también ha sido siempre feminista.

Con Ginny y su grupo de amigas se ve la presión por la apariencia, la delgadez y la cultura de la hipersexualizacion. Pero a la vez (para los cuarentones que vivimos nuestra adolescencia bastante más reprimida) nos muestra a una generación que tiene una postura más firme respecto de su sexualidad, completamente abierta a la homosexualidad, y a unas mujeres con ideas claras de lo que es el consentimiento sexual.

Por momentos, Ginny y Georgia parece una típica serie gringa de adolescentes, pero es bastante más que eso. Habla de sexo, de feminismo, de las difíciles relaciones de amistad y de una relación madre-hijos siempre complicada. Desmitifica los vínculos familiares y le quita romanticismo a la maternidad. Y es ahí donde está lo más interesante: la maternidad imperfecta, llena de errores y de contradicciones. Por momentos, Georgia es un desastre como madre y vive en una constante interpelación (su vecina Ellen es fundamental para eso). Le saca rosado a la maternidad: toma vino, fuma marihuana, tiene sexo, se quiere rehacer.

La otra pata interesante de la serie es su intento por mostrar las apariencias de una sociedad que pretende perfección pero está llena de grietas y presiones. Ahí es donde entra, bien marcado, el racismo. Ginny tiena una mamá blanca y un papá negro: “Muy clara para ser negra y muy oscura para ser blanca”, dice siempre, y siente en primera persona el racismo viviendo en un mundo hecho por hombres blancos.

La serie también deja planteada la cuestión de si siempre es bueno saber todo sobre el pasado de otros y reflexiona sobre el poder de un secreto cuando no es contado a tiempo. Estas interrogantes la dejan abierta a una segunda temporada, que ya está confirmada por Netflix.

Dato de color 1: la serie fue criticada por la mismísima Taylor Swift, quien se sintió afectada por un chiste sexista, lo que llevó a una loca campaña de sus fans en contra de la serie.

Dato de color 2: Tiene una hermosa banda sonora a la que vale la pena prestarle atención

Ginny y Georgia, creada por Sarah Lampert. En Netflix.