Ante la permanente sobredosis de productos zombi que asuela nuestras pantallas, es lógico suponer que Black Summer haya pasado por completo desapercibida. Su segunda temporada fue estrenada por Netflix sin que la compañía hiciera propaganda, no cuenta con artistas reconocidos y, si uno explora un poco, descubre además que está conectada en cierto modo a la tremendamente berreta Z Nation, lo que desalienta de inmediato. Pero maticemos todos estos puntos: Black Summer lo merece.

Primero que nada, estamos ante el mejor show sobre zombis que hay actualmente en la televisión. No es esto medida de nada, es cierto (basta con ver los mínimos que ha alcanzado el otrora legendario The Walking Dead), pero Black Summer es una serie que explota al máximo el concepto de supervivencia, concentrándose solamente en lo que importa: sobrevivir a los zombis, a otros sobrevivientes, al hambre y, en esta segunda temporada, al más crudo de los inviernos.

En cuanto a la falta de caras reconocibles, esto es –para este caso– extremadamente favorable, dado que no hay forma de imaginar quién vive o quién muere en el relato y la sorpresa e incertidumbre se mantienen constantemente.

Por último, su relación con Z Nation es por demás lejana: aunque se supone una precuela de aquel show (mucho más ruidoso, ridículo y gore), sus propios realizadores –John Hyams y Karl Schaefer– la han dotado de estilo propio e independencia.

El avión, el avión

Al igual que en la primera temporada, la excusa narrativa aquí es un viaje de un punto A a un punto B. Si en aquella consistía en llegar por tus propios medios a un estadio donde serías evacuado, en esta se trata de encontrar el aeródromo donde reposta un misterioso avión que simboliza lo que va quedando de la civilización, a cuatro meses del estallido zombi.

No es casual que uno se sienta parte de la narración, porque por lo puntual del planteo y la manera en que se resuelve, no pocas veces Black Summer comparte el tipo de inmersión que generan los videojuegos. Uno presencia pero también, en cierto modo, protagoniza.

Gran parte de esto se debe a cómo está narrada la serie. Los protagonistas son apenas un esbozo de personaje: nunca vamos a conocerlos demasiado. Sabremos de ellos algún nombre propio y mínimos detalles personales, pero poco y nada más. Cada episodio se divide en minicapítulos que dan inicio apenas con un título (el nombre de algún personaje, la situación puntual que va a ocurrir, sea un sitio, un enfrentamiento, una discusión, etcétera) y que impulsan la trama a saltos de elipsis. Lo que vemos, lo que pasa, es concreto y eficaz. El punto de vista va rotando entre nuestra decena de protagonistas y es imposible predecir nada, ya apenas hay tiempo para hacer. Todo ocurre a máxima velocidad y es muy difícil detenerse a pensar tanto para los protagonistas como para nosotros, los espectadores.

Cierto es que, a diferencia de la primera temporada, aquí las elipsis funcionan casi como saltos de fe y nos obligan a completar con muchísima imaginación qué pasó entre una escena y otra –desaparecen personajes, aparecen nuevos, hay obsesiones que nunca se explican, y así–, lo que termina por cansar un poco, pero la adrenalina es tal que seguimos firmes a medida que los personajes tratan desesperadamente de llegar al avión.

Los grupos se conforman y desarman con facilidad. Un herido es dejado atrás y rato más tarde se juntará con otro que le tiene piedad. Facciones que se enfrentan recogen en un mismo grupo a sobrevivientes de ambas partes. No hay confianza, no hay seguridad. Como suele ocurrir en los mejores ejemplos del subgénero zombi, el peligro corre tanto por parte de los vivos como de los muertos, y una lata de comida en conserva puede ser la excusa para terminar a los tiros.

Black Summer sostiene su estilo de filmación con planos claustrofóbicos y cerrados, cámara en mano y la sensación vertiginosa de que el peligro puede saltar desde cualquier lado, en cualquier momento y llevarse a cualquiera por delante. Continúa siendo una refrescante manera de contar una historia ya contada mil veces, no con la contundencia o sorpresa de su primera temporada, pero todavía como un gran aporte al subgénero, en particular por su concepción de acción sin freno ni pausa.

Black Summer, de Karl Schaefer y John Hyams. En Netflix.