Crítico de cine, periodista, conductor de televisión, murguista y actor son algunas de las definiciones del trabajo de Christian Font. Entre esas actividades va y viene desde hace más de dos décadas. En este momento, se encarga de todo un poco en La pecera, el programa de radio de Ignacio Álvarez en Azul FM, donde se siente “muy a gusto” porque escribe guiones y hace comedia pero también tiene su espacio de crítica y reseña, además de tocar música en vivo. “Siento que es mi lugar, en tanto estoy disfrutando de todo lo que me toca hacer. Y de todos los lugares para hacer comunicación, la radio en vivo es lo que toda la vida me apasionó más”, cuenta.
También está en Canal 4, conduciendo el programa sabatino Reenviado y la columna de cultura y espectáculos de la edición central de Telenoche. Está “muy feliz” con la repercusión positiva de la película La teoría de los vidrios rotos, de Diego Parker Fernández, en la que tiene un papel secundario. Font tuvo varios roles en una de sus más largas pasiones: el carnaval, que ahora lo encuentra solamente como letrista de una murga, porque subirse al escenario para rendirle tributo al dios Momo ya no le interesa como antes.
¿Ya empezaste a escribir letras para la murga Jardín del Pueblo?
Todavía no, pero es mi idea. Con la suspensión del carnaval pasado, los tiempos que requieren las dinámicas para salir se han visto un poco alterados en esta especie de tiempo sin tiempo. No caigo muy en la cuenta de cuánto falta para una prueba de admisión o para carnaval. El año pasado ensayé para salir y lo hice con Jardín del Pueblo, una murga de Paysandú. También fue una manera de generar una actividad que me sacara un poco de un 2020 que había comenzado complicado, con la caída de algunos proyectos. Me mantuvo activo y motivado. Pero este año no hay chance de que salga; tampoco tengo ganas, debo decirlo. En 2020 ensayé prácticamente todo el año con Jardín del Pueblo y me encantó acercarme a esa visión menos contaminada del ecosistema carnavalero.
¿Cuál es ese ecosistema?
Hay varias cosas del carnaval que me hicieron perder el interés. Algunas tienen que ver con lo discursivo y otras con toda esa cosa que rodea al carnaval, vinculada al concurso y a la noción de “éxito”. También a lo que muchos dicen que es la “evolución” o la “profesionalización” del carnaval. Lo que a mí toda la vida me gustó son sus imperfecciones, su incorrección y su itinerancia –que por suerte la sigue manteniendo–. Antes –en un período que ubico bastante pre redes sociales– había una cosa intuitiva, de ensayo y error, y ahora me da la impresión de que como todos los temas se tocan todo el tiempo en redes sociales, son los algoritmos y tu línea de tiempo de las redes –tu feed– los que terminan permeando la creación. Entonces, ya no me interesa.
O sea que la agenda de las redes sociales marca de qué se habla en carnaval.
Mayoritariamente. Los estados de ánimo que surgen desde las redes son los que permean los repertorios y generan algunos resortes emocionales circunstanciales, como de tendencias, y a mí el carnaval del hashtag no me interesa.
Tiene que ver con algo más de mercado.
Exacto. Entonces, vas al tablado ya sabiendo qué es lo que va a gustar y de qué se va a hablar, y así se pierde todo tipo de riesgo. Por supuesto, va en cómo cada grupo decide asumirlo. Pero a mí ya no me interesa desde el momento en que hacer humor se ha vuelto una cuestión en que hay que leer y analizar quirúrgicamente cada cosa que vas a decir, cuando el humor debería ser una cosa corrosiva, en cierta manera, molesta, y no buscar que sintonice sí o sí con la sensibilidad imperante. Tampoco es que yo transite una línea de humor que se dedique, por ejemplo, a atacar minorías, nada que ver; pero no me interesa el contralor permanente de las redes. Ya bastante teníamos con los abonados al Teatro de Verano, que son esos que van todas las noches, se cruzan de brazos y miran con el ceño fruncido todas las propuestas. Pero, en definitiva, no me impactan tanto las reacciones como sí el hecho de que el proceso creativo ya se ve totalmente condicionado, entonces, no hay nada de locura ni de incorrección.
O sea que no hay riesgo, que se supone que es una de la cosas fundamentales del arte.
Muy poco. No está mal; hay de todo, hay muy buenos espectáculos. A mí lo que más me gusta es cantar, el género murga. Cuando yo era chico el tablado te trasladaba a una situación irreal y anómala: tu barrio se convertía en sede de algo rocambolesco y colorido que alteraba la rutina. Veías al comerciante de tu barrio con una peluca, haciendo un cuplé o cantando en el coro de una murga. Y ahora entrás a un tablado a corroborar todo lo que ya pensás y traés del mundo real; entonces, no me divierte. Y como no me divierte, ¿para qué le voy a dedicar tiempo y energía?
Pero igual vas a escribir para una murga. ¿Cómo te parás ante todo esto? Imagino que no estarás revisando hashtags.
Precisamente, una de las cosas que me acercó a Jardín del Pueblo es que, al venir del interior del país, todavía mantienen esa cosa de querer hacer algo que esté bueno, con lo que se sientan contentos y que no necesariamente tenga que sintonizar con nada. Igual, como es un proceso colectivo, que es desde ya uno de los aspectos que me siguen interesando, se conforma con la suma de miradas. Ellos tienen ganas de pasar la prueba de admisión para participar porque es lo que les gusta hacer y lo que disfrutan, y yo sintonizo con eso.
El próximo carnaval será el primero con el nuevo gobierno. ¿Eso adquiere otro color y sabor a la hora de escribir?
Desde mi mirada, ningún gobierno –del signo que sea– tiene que ser ajeno a una murga que hace una lectura –y una caricatura– de la realidad. Como siempre concebí la murga como un espacio de crítica transversal y directa hacia el poder de turno, no cambia nada, esté el gobierno que esté. Me parece sano que el humor, la crítica y la sátira recaigan en quien tengan que recaer. En mi caso, como letrista, no me cambia nada. Pero tengo experiencias, siendo componente de Diablos Verdes, por ejemplo, de que si te ibas muy al hueso con el gobierno del Frente Amplio [FA] en ese momento, había una parte del público que te miraba de costado. Más que nada, por el lugar que ocupan los Diablos en el imaginario colectivo, más ligado a la murga consecuente –porque siempre salió y apoya las causas populares–, pero obviamente asociada al movimiento sindical y al FA.
¿Sentiste la presión que hay en las redes sociales con el humor? ¿Te han querido meter en la hoguera?
Si te quieren meter en la hoguera, pueden hacerlo por algo que ni siquiera sea comprobable. El día de mañana pueden postear “acabo de ver a Christian Font pegándole a uno de los hijos”, y no importa si eso es verdad o mentira, o si es comprobable o no, enseguida va a tener un “siempre fue un hijo de puta” y no sé cuántos “me gusta” y retuits... Lo que pasa es que cuando trabajás en un espectáculo que incluye un proceso creativo y colectivo, dialogás más esas cosas y, en algún punto, no sé si te frenás, pero hay cosas que pensás dos o tres veces, o te obligás a cambiar la formulación.
Conducís un espacio sobre cultura y espectáculos en Telenoche, el informativo de Canal 4. Hace pocos días vi que ahí anunciaste la vuelta de Márama. ¿En los informativos de horario central no hay lugar para las noticias artísticamente relevantes?
Me parece un poco temerario decir que la vuelta de Márama no es artísticamente relevante. A los periodistas del área cultural nos ha costado mucho defender ese pequeño espacio. Es más, hoy por hoy las noticias culturales tienen un espacio mayor que el que tenían antes. La agenda es muy grande; ahora, en un escenario pospandemia, se abrió todo de golpe y hay que privilegiar algunas propuestas sobre otras. La noticia de la vuelta de Márama rápidamente generó un ruido, y yo tengo que pensar que hay un público objetivo mirando el informativo al que seguramente le interese mucho saber algún detalle sobre eso o que se va a enterar por la misma noticia. Y si no es fanático del grupo, por lo menos le queda el dato para futuras conversaciones. Pero sí me parecía un hecho relevante y por eso lo incluí, como también incluí una obra del Teatro Circular y un toque con cena-show de Los Iracundos.
¿Por qué cuesta tanto que se le dé lugar a la cultura en los informativos?
Toda la vida se percibió como un espacio residual, de color, sin una comprensión cabal de que la cultura mueve muchas industrias a la vez y que para la gente es importante su tiempo en función del ocio recreativo. Ante una gran cantidad de propuestas, está bueno que haya alguien que ordene un poco la jugada de la cartelera y te diga que vayas a ver esto o te enteres de que está esto otro. Antes se confundía espectáculos con moda: de repente era una película, pero también la alfombra roja o las celebridades llegando a un festival.
¿Cómo ves la televisión abierta actual?
En un momento muy interesante. La gente responde cada vez más a la producción nacional y los canales empezaron a buscar, en la adaptación de formatos, una vía para generar más entretenimiento. El horario central hoy está copado por producciones uruguayas; esto hace unos años era impensado, y les va mejor que a las latas argentinas o a las novelas brasileñas. La tele abierta sigue siendo un agente socializador muy fuerte en este país. Pero a veces, desde nuestra perspectiva hiperconectada y montevideana, pensamos que las tendencias de consumo son las de todos.
Hay producción uruguaya pero también muchos formatos extranjeros.
Pero esa tendencia es mundial. Sostengo que en Uruguay está todo dado para invertir parcialmente ese proceso, porque perfectamente se podría generar un laboratorio de contenidos y de formatos para exportar al mundo. Falta que los canales o las productoras se animen a dar ese paso.
Ahora está ¿Quién quiere ser millonario?, por ejemplo, que es un formato de hace más de dos décadas.
Pero conforme lo adaptás, se va nutriendo de los propios ritmos y lenguajes de cada mercado. Por más que sepas que la marca la hizo la NBC hace 30 años, igual te interesa ver a tu gente, con la que interactuás en el día a día, animándose a salir en televisión para contestar preguntas.
Me acuerdo de que hace varios años te entrevisté cuando estaba el auge de las series –ahora explotó todavía más– y decías que eran “el fútbol 5 del cine”, por eso preferías ver una película de Sam Peckinpah que te faltara, por ejemplo. ¿Seguís en esa postura?
Menos extremista, pero sí. Parto de la base de que es una ecuación: el día de todos sigue teniendo 24 horas. A mí la narrativa de la serie en general –por más méritos que tenga su realización– me deja gusto a poco. Miro alguna, circunstancialmente, sobre todo las miniseries, que tienen un comienzo, un desarrollo y un fin; porque hay muchas cosas que se hacen a demanda, eso de “funcionó tan bien la 1 que firmemos ya para hacer la 2”, que pasó toda la vida. Dentro de esa ecuación del tiempo, digo: “¿Cuántas películas de [Alfred] Hitchcock me quedan por ver?”. Es un tema de sentirse satisfecho, como cuando vas a comer a algún lado. A mí me llena mucho más lo que ocurre en una película y los procesos que están involucrados en ella.
¿Y cómo ves la crítica de cine actual?
Crecí leyendo las críticas de [Homero] Alsina [Thevenet] en El País Cultural, de Rony Melzer en Brecha y de Álvaro Sanjurjo en Guambia –con el seudónimo El Miope–. Al día de hoy, sigo teniendo críticos de cabecera. Antes, ir a ver una película era un evento en sí mismo: elegías una pilcha y procurabas invitar a alguien para pasar un buen rato. Incluso, el cine de barrio era más para la salida ocasional e ibas al Centro para ver algo importante. Cuando apareció el videoclub, los espacios de crítica se mantuvieron. Ahora hay una oferta absolutamente desmedida, inabarcable; entonces, sigue valiendo mucho la pena hacer crítica, porque cualquier película o serie es un producto muy potente, tiene cientos y cientos de personas trabajando atrás y una inversión de la gran puta. Faltan espacios, pero además falta un público objetivo: es cada vez menos el público dispuesto a leer una crítica. Yo leo cada vez menos críticas y más cortas. Es una relación rara: hay más cosas para ver, pero cada vez menos crítica y cada vez son más cortas.
Por otro lado, hay más opinión sobre todo, en todos lados; entonces, capaz que en Twitter podés encontrar la crítica sobre una serie que querés ver.
Claro, pero ahí tiene que estar la diferencia a favor de la crítica cinematográfica, que es ser un GPS. Tiene que haber una curaduría implícita. Siempre pongo el ejemplo de la estantería del videoclub. Al videoclubista le llegaban todas las películas juntas, de todas las distribuidoras, y en el gesto de ordenar la estantería y poner las de [Brian] De Palma al lado de las de Hitchcock ya había una crítica, un norte. El rol de la crítica actual es ordenar esa estantería, desde el lugar que sea: puede ser una crítica de 5.000 caracteres, o de 30 segundos de televisión o YouTube.