“Ahora estoy en un pueblito de la provincia de Segovia que se llama Sepúlveda, de vacaciones con la familia”, cuenta Jorge. Para esta entrevista se fue a hablar por teléfono dentro de un auto: “Era el único lugar donde podía tener silencio”.
Por las ventanas puede ver muchos árboles y un río. “Estoy en el parking de un polideportivo, cerca de una piscina. Hace tanto calor aquí que es el único lugar donde se puede estar”, dice, y explica que tiene una gira muy intensa por delante, por lo que precisa “cargar un poco las pilas”.
Jorge resuelve problemas muy rápido y muy seguido. Todo lo que contó ese mediodía lo acompañó con entusiasmo y detalle. Desde acá siento que debería tratar de transmitir algo más que lo que se dijo en el intercambio, datos en apariencia casuales pero significativos. Para contar cómo se construye el ritmo de una baguala, por ejemplo, hizo percusión con sus manos y parte del auto, y acompañó el ritmo con el énfasis de su voz, sin el menor apuro, como su lenguaje más natural y cotidiano.
Ahora que volvió a los escenarios, su popularidad sigue creciendo. Quizás, para entender realmente quién es Jorge Drexler, conviene ver su Concierto sin público del 10 de marzo de 2020 –al comienzo de la pandemia– en San José, Costa Rica. Allí, en la soledad de un teatro vacío, entre canciones, el músico resuelve, ajusta o recuerda, mostrando fielmente su fluida relación con la música y sus instrumentos. No necesita demasiado; tal vez, sólo su guitarra.
Su nuevo disco, Tinta y tiempo, habla mucho de la creación artística y de los conflictos y aventuras de un músico. Lo produjo junto al español Carles Campi Campón y tiene como invitados a Rubén Blades, C Tangana, Noga Erez, Martín Buscaglia y una larga lista de colaboradores.
Confiesa que es un gran desafío volver a actuar en Uruguay, donde se presentará el 15 de setiembre en el Antel Arena. Antes de ese esperado regreso, charló sobre sus constantes aprendizajes y sobre cómo hizo, en plena pandemia, un álbum pensando en el futuro.
¿Cómo van tus clases de piano?
Las tuve que interrumpir porque tuve una lesión en la mano y otra en el hombro; me lo tomé con demasiado fervor. Con el mismo fervor con el que me metí en su momento en la guitarra, pero con un cuerpo varias décadas más viejo que no resistió el embate de estar varios días sentado haciendo movimientos nuevos. Me lastimé y tuve que parar, pero ahora que estoy mejor voy a retomar. El piano me encantó y me cambió la manera de percibir la música.
Ni bien escuché Tinta y tiempo pensé “Qué soulero que suena”.
Hay una razón para eso que decís, que se me había olvidado contarte. Cuando vi que no podía tocar el piano porque era demasiado grande el cambio que necesitaba en las manos, igual me quedé con la cabeza de meterme en un instrumento nuevo. Me compré un bajo y me puse a estudiarlo en profundidad. Y sí, pude tocar. Entonces, varias canciones del disco parten de una figura de un riff de bajo: “Bendito desconcierto”, “Cinturón blanco”, por ejemplo.
“El día que estrenaste el mundo” también es muy soulera.
La producción de esa canción es muy bestial. Ahí colaboraron Fede Vindver, un gran productor argentino que vive en Los Ángeles y ha trabajado con Coldplay y en los últimos dos discos de Kanye West, y Rafa Arcaute [tecladista de Luis Alberto Spinetta y productor de Calle 13, Illya Kuryaki and the Valderramas, Nathy Peluso y C Tangana]. Entonces claro, la canción tiene esa digestión del soul que, aunque sea minimalista, está ahí. A mí me gusta mucho escuchar soul, pero sinceramente no percibí ni me di cuenta de que el sonido estaba yendo para ese lado. Simplemente grabé las maquetas de las canciones hechas con el bajo y cuando se las mostré al bajista y al baterista que grabaron en el disco, inmediatamente me di cuenta de que había un contenido rítmico muy Motown.
Eso fue tan sorprendente para mí como la aparición de la orquesta, que surgió de la nada. No me senté a pensar: “Voy hacer un disco de soul, o un disco orquestal”. Todo sucedió en el último mes del disco, después de dos años de angustias y de estar perdido completamente sin tener idea de qué sonido iba a tener.
Estuve muy perdido durante la pandemia y sin poder juntarme con gente a tocar. Hacía proyecciones teóricas de cómo debía sonar, y la verdad es que el sonido de un disco no se puede planificar, sale cuando te juntás con otros músicos, y sale lo que sale. Cuando nos pudimos juntar el sonido apareció de golpe.
Después de esa sensación de angustia, ¿cómo encontraste la forma para que el disco fuera tan luminoso tanto en las letras como en la música?
Pasó una cosa. Cuando empezó la pandemia, con esto que tengo yo –el mayor de cuatro hermanos– de sentirme responsable, de resolver los problemas, sentí que tenía el deber de escribir sobre lo que estaba pasando. Pensaba: “Este es el evento histórico más importante de nuestra generación y nos va a marcar a todos. Alguien lo tiene que contar”. Empecé a escribir canciones pandémicas, sobre los tapabocas, las pantallas, la distancia, el miedo, la soledad. Pero de repente, por la mitad de ese proceso tan angustiante, empezó a verse una pequeña luz al final del túnel. Nos volvimos a juntar algún rato con amigos, en el primer verano de 2020, y ahí me di cuenta de que esto se iba a terminar un día, que yo iba a volver a estar de gira frente a un público sin tapabocas, y que ni loco le quería seguir hablando de la pandemia a un público que iba a estar harto de escuchar sobre la pandemia. Yo mismo no iba a querer llevar esa energía.
Ahí me dije: “Voy a hacer un disco pensando en el futuro”, y lo que hice fue, en vez de escribir sobre las cosas que nos estaban pasando, empezar a escribir sobre las cosas que habíamos aprendido a revalorizar con la pandemia. Me parecía una forma más luminosa de encarar la temática, para poder honrar la amistad, el amor, y volver a pensar en los afectos y en todas las cosas que echamos en falta.
¿La canción “Tinta y tiempo” es una zamba?
Es una baguala, compositivamente, que es pariente de la zamba, más lenta y más profunda en su sentimiento pero grabada como una soleá por bulerías, que es el ritmo de fondo de la canción. Son los palos flamencos con sus dos hemistiquios: el de seis octavos, el de tres cuartos. No sé si te gusta meterte en ese tipo de detalles.
Me encanta.
Hace muy pocos años un percusionista que toca con Rocío Márquez me explicó que el flamenco son 12 golpes, divididos en dos de tres y tres de dos. Hay una parte en seis octavos y la otra en tres cuartos. El de seis octavos es más fluido y el de tres cuartos es más frenado: anticipa, anuncia. Es más solar, mientras que el primero es más lunar, es como el agua. Y lo que sucede, por ejemplo, en la zamba argentina, es que los dos hemistiquios se superponen y suenan al mismo tiempo. Las relaciones musicales entre el flamenco, África, Cuba, Uruguay y el folclore latinoamericano son algo para dedicarle la vida entera.
¿Y cómo apareció ese sonido en tus composiciones para este disco?
Hace muchos años que lo practico en España. Desde que llegué aquí, la primera vez que le mostré una zamba a un percusionista sentado en un cajón, me dijo: “Eso son tanguiños”. Lo mismo con las chacareras. Siempre tuve esa inquietud. Lo que le agrega esa combinación de los dos hemistiquios es que estira el ciclo rítmico de una canción. En vez de tener un solo patrón rítmico, tenés dos que son compatibles. “Tinta y tiempo” está grabada arriba de una mesa, como se toca el flamenco. Le pusimos micrófonos por abajo en diferentes profundidades y obtuvimos diferentes tonos. En el sonido de esa canción es donde Carles Campi Campón dejó más su sello. Esa es su sonoridad.
Te escuché hablar hace unos años sobre tu trabajo para combatir los automatismos mentales. Quería saber sobre cómo te ayuda, por ejemplo, a la hora de componer.
La vida, en general, es una locura, es una postergación insólita de la entropía. El mundo desde que existe tiende a un estado de mayor caos, y es cada vez menos organizado, pero la vida consigue detener ese trayecto hacia el caos completo, logra crear una altísima concentración de orden y genera un organismo que tiene el mismo propósito durante 80 años. Entonces, el secreto de la vida es enfrentarse todo el tiempo a situaciones novedosas con espíritu innovador. No es un mundo matemático o digital, es un mundo real. Y si querés mantenerte vivo tenés que aprender a cambiar los caminos de hormiga que van por un campo. El cerebro humano es una herramienta maravillosa pero que está programada para repetir el camino conocido; también puede solucionar problemas, pero si la dejás sola se queda repitiendo lo último que hizo porque es lo que controla más y es un territorio seguro. Para mí, la lucha principal, en cualquier modalidad de la vida, incluida la creación artística, es evitar el piloto automático.
Hay muchas canciones que hablan de eso. “Tinta y tiempo” dice: “Esa voz yo no la comando, nunca sé ni por qué ni cuándo”. ¿De dónde viene eso que voy a escribir? Hay otra [“Amor al arte”] que dice: “Cobra lo que tengas que cobrar pero hazlo por amor al arte”. Es decir, poné el corazón y la inteligencia cada vez que lo hacés, hacelo con ganas y atención. El problema de estas cosas es que muchas veces no ponemos atención. El piloto automático lo usás cuando te vas a otro lado y dejás que la máquina se maneje sola. A mí me gusta estar consciente en el momento en que toco en vivo y también cuando escribo.
¿Te acordás de cuando escribiste “Soledad”?
Sí, perfectamente. De hecho, la escribí aquí en Sepúlveda, en la casa donde nos estamos quedando ahora. Escribí muchas canciones acá. “Soledad” es parte de un disco [Doce segundos de oscuridad] de crisis vital. Muchas crisis juntas, la de los 40, un divorcio y una separación, y el darte cuenta de que no hay manera de separarte de una relación, sobre todo si es con hijos, sin entrar en un tipo de soledad desconocida con la que tenés que aprender a convivir y hacer las paces. Es como cuando un embajador llega a un país que no conoce. “Soledad, aquí están mis credenciales / Vengo llamando a tu puerta desde hace un tiempo / Creo que pasaremos juntos temporales / Propongo que tú y yo nos vayamos conociendo”. Es una de mis canciones preferidas, siempre está en mi repertorio.
¿Ya pensaste en un lugar donde te gustaría vivir cuando te retires? No sé si te imaginas de vuelta por Uruguay, o en España.
Por mi edad ya debería estar pensando en una jubilación. Voy a cumplir 58 en setiembre.
Estoy bastante asentado aquí. Vine en 1995. Hace 27 años que vivo en España. Todavía no pasé la mayoría de mi vida acá, pero en cualquier momento. Tengo una aspiración a largo plazo y es la de pasar períodos de tiempo cada vez más largos en Uruguay. Por ahora mis hijos están en edad escolar y ellos están muy acostumbrados a vivir aquí; alejarme de ellos en este momento es un precio muy alto. Y mi hijo mayor [Pablo] ya es independiente –ahora está de gira con C Tangana– y si me voy también lo perdería de vista. Pero si por mí fuera, pasaría todos los años desde noviembre hasta abril en Uruguay.
¿En qué parte?
Intentaría estar todo lo que pueda en la costa de Rocha y tener ahí mi centro de operaciones.
Los uruguayos somos muy celosos de los que se van. No sé si eso está bien.
Es el país más chico del continente entre los dos más grandes. Somos pocos. Cuanto más chico es el país, más ganas tenemos de que las personas no se alejen. Cada uno que se va es uno menos. Cada uno que se va cuestiona a los que se quedan. Es decir, si uno se va y está contento afuera, el que se queda se pregunta: “¿Habré hecho bien quedándome? ¿No tendría que irme yo también?”. Son preguntas incómodas. Quien resume mejor esta cuestión es Jaime Roos cuando dice: “El que se fue no es tan vivo / el que se fue no es tan gil” [de “Los olímpicos”]. Son dos octosílabos maravillosos.
Jorge Drexler se presentará el 15 de septiembre en el Antel Arena. El artista invitado será Facundo Balta y quedan a la venta pocas entradas.