“El funámbulo corre el riesgo de una caída, sobre todo cuando se inmoviliza, cuando se ejercita en mantenerse allí, casi sin moverse”, formula la filósofa Anne Dufourmantelle en su ensayo más difundido, Elogio del riesgo.

Dice la francesa que “detener el aliento” sobre una soga, ese nimio equilibrio, es una conquista pasajera: “Es su propio impulso que retiene y que, sin embargo, le podría devolver la estabilidad. Como buen funámbulo, prefiere intentar ese milagro de un suspenso apoyado en la cuerda. Se podría decir que espera, pero es otra cosa. La suspensión no es un tiempo detenido antes de que ocurra algo, sino que es el suceso mismo; la entrada en ese tiempo íntimo donde en realidad la decisión ya fue tomada sin que nadie lo sepa aún”.

Mauricio Dayub no habla de una demostración de destrezas cuando se refiere a El equilibrista. El actor, dramaturgo y director se refiere a su constancia en el oficio. Para él ese espectáculo condensa un deseo que no afloja. “Yo quería celebrar estos 40 años de vocación tan arraigada que tengo, y que no decrece, y quería hacer el teatro que sentía que faltaba en los escenarios de Buenos Aires. Definí cuál era el granito de arena que podía aportar, y decidí que si lo contaba no era teatro, si lo mostraba en una pantalla, tampoco. Tenía que hacérselo imaginar al espectador. Entonces empecé a trabajar en micromonólogos y busqué a dos autores con los que ya había trabajado y que se especializan en escribir poco texto, mucho universo, y personajes bien claros”, explica.

“Les fui dando forma a las uniones entre unos y otros hasta que descubrí que faltaba una mujer, y como no quería actuar de mujer, por el estilo del relato, decidimos incluir una historia que no había contado, que me ocurrió cuando tenía algo menos de 30 años. Había ido a filmar una película a Yugoslavia, y como me dieron dos días libres porque llovía y rodábamos en exteriores, elegí ir al pueblo donde nacieron mi madre y mi abuela, al que nadie había vuelto. Mi abuela decía que no se acordaba de la dirección, que no había familiares... y ahí descubrí por qué éramos como éramos. Volví, me enfrenté con mi abuela, ella entendió que yo también compartía ese secreto, y logramos revelárselo al resto de la familia. Es algo que está en el corazón de El equilibrista”, completa Dayub.

Lúdico y con distintos recursos dramáticos, Dayub funge de maquinista, vestidor, va cambiando de roles con pequeños trucos, maneja la escenografía, aprendió a tocar un instrumento. “El público dice que no es un unipersonal porque hay muchos personajes: construidos, con todo, son cuatro, pero simbólicos hay dos más, y sin eso, el espectador ve toda una familia italiana y muchos objetos”.

Por si faltaba más, se sube a una cinta: “Fue casi una obligación que sentí, porque mi abuelo decía que el mundo era de los que se animaban a perder el equilibrio”. Así que llamó a un entrenador, primero intentó en una plaza, después instaló la cinta en su cuarto, para sumar horas de vuelo. “La luz del teatro te va a marear”, le advirtieron; “mirá que la presión del público te va a hacer caer”. Dayub practicaba hasta de madrugada, cuando volvía del teatro. Contra hijo, mascota y aspiradora resistió la soga hasta el día del estreno. ¿Que si aprendió? Se caía “como un piano”, irremediablemente, y la producción ya preparaba un plan B, a sus espaldas, cuando un experto le señaló todas las articulaciones a las que podía apelar antes de llegar a la lona. Le desarmó el problema. “No se esperen acrobacia”, acota igual Dayub; “es un detalle”.

Estrenó El equilibrista en su propia sala un martes y después cumplió un derrotero sin final a la vista. En este punto hay que aclarar que Dayub estaba protagonizando, al mismo tiempo, la exitosa y versionadísima comedia Toc Toc –quien no la vio en teatro la pescó en Netflix–, en la que interpretaba a un paciente con síndrome de Tourette. Pero apenas mostró en sociedad El equilibrista quedó claro que iba a hacerlo durante mucho tiempo. Lo describe como un espectáculo preciso y “esencial”, un berrinche contra el mundo adulto y el consumismo, “que dignifica la vida”.

Lo empezaron a reclamar de las provincias y más tarde de los festivales, y terminó haciendo temporada en Mar del Plata y giras por Israel y España; el organigrama se iba poblando en el medio de premios como el Konex. Ahora dice que está rechazando papeles porque el cuerpo no es de goma, pero se permitió dirigir una obra que le saca filo en la cartelera de los más vistos: Inmaduros, con Diego Peretti y Adrián Suar.

Salas marcadas

Una recepción cálida y prolongada no es un escenario nuevo para Dayub, quien en 1997 escribió y protagonizó El amateur tanto en teatro como en cine. Fue un mojón en la carrera de este actor nacido en Paraná, Entre Ríos, una historia que al año siguiente Carlos Aguilera montó en el teatro Circular, con Daniel Hendler y Walter Reyno en una dupla sacachispas.

Con el tiempo, Dayub también se probó como gestor teatral. Señó un espacio, que había sido una antigua carpintería, en 2002, lo recicló y lo inauguró en un jugadísimo enero de 2003. “Pusimos un teatro-bar cuatro socios, incluido el Puma Goity, y abrimos la sala con una obra que escribí y que hacíamos él y yo. Se llamó Adentro y fue la que siguió a El amateur. Venía después de la crisis grande de 2001. Era una especie de confrontación de la argentinidad entre un maestro muy clásico y un gauchito bailantero”. Para Dayub había un duelo con lo contemporáneo, y quería que en ese lugar se comieran las comidas típicas argentinas. Había puesto en el hall una bandera un poco arrugada y remató la metáfora con un nombre for export. “En ese momento a los argentinos les gustaba que fuera de acá pero que sonara de afuera. Le puse Chacarerean Teatre para que sonara políglota, porque al barrio le acababan de poner el mote de Palermo Hollywood y me daba gracia”.

Después de diez años cambiaron el formato por una sala tradicional, y ahora mismo en el Chacarerean actúan Gerardo Romano y Daniel Aráoz, y está en cartel una nueva versión de El amateur. “Nunca hice una obra por segunda vez, pero en medio de la pandemia sentí que era el momento ideal, porque estaba el país tan dividido y El amateur habla de dos que van atrás de su sueño, y el sueño de uno cumple el del otro”, argumenta sobre el regreso.

Subido a una bicicleta en este caso, interpreta otra obra físicamente demandante. “Tengo que entrenar a diario para estar a la altura de la función y termina mejorando mi propia vida, me produce una adrenalina”, confirma. En el público se mezclan los fanáticos de antes con el espectador que recién la oyó nombrar. Y desde que con El equilibrista tuvo la estrategia (y el rostro) de ofrecer “teatro con garantía”, Dayub disfruta de salir a intercambiar impresiones. Llegó a grabar un spot prometiendo devolverle el importe de la entrada al que de verdad no le gustara. Así empezó el desfile de espectadores con ganas de compartir lo que sintieron. “Es un final más humano, necesario, que va más allá de lo artístico”, asegura.

Su próxima visita será un reencuentro con El Galpón, una sala que conoció de jovencito, en la década de 1980, a raíz de la amistad que forjó con Myriam y Adela Gleijer, y Nino Tenuta. “Habíamos ido a ver un espectáculo y estábamos todos esperando a ver qué opinaba el maestro para opinar”, recuerda de aquel encuentro con Atahualpa del Cioppo. “Tuve la sensación de que Montevideo era una ciudad muy afín. Yo recién empezaba. Después de eso vine a hacer Compañero del alma, sobre la vida de Miguel Hernández, dirigido por Villanueva Cosse. Era la vuelta de Villa del exilio y El Galpón lo recibió con un homenaje. Fueron funciones preciosas”.

El equilibrista, de Patricio Abadi, Mauricio Dayub y Mariano Saba, con dirección de César Brie. En la sala César Campodónico de El Galpón, del martes 30 al viernes 2 de setiembre a las 20.00. Entradas desde $ 1.500.