Desde hace un tiempo, los premios de la Asociación de Críticos de Cine del Uruguay (ACCU), respondiendo al incremento en la producción y la calidad del cine nacional, empezaron a centrarse en las obras uruguayas, concediendo tan sólo unos pocos rubros a las películas de otras procedencias exhibidas aquí.

Por lo general, en ese tipo de premiaciones los cortometrajes ocupan una posición muy menor. Los Globos de Oro, por ejemplo, ni siquiera los incluyen. Salvo quizá los propios nominados, nadie se acuerda de memoria qué cortometraje se llevó el Oscar en tal o cual año. Y mucho menos se acordará de qué cortos recibieron los premios ACCU desde que se instauró esta categoría. Los participantes en los cortos no son votables, ni en los Oscar ni en los ACCU, en categorías como actuación, fotografía, montaje, música, dirección y guion, que refieren exclusivamente a los largos.

Esto es algo que debería revisarse, en función de un fenómeno notable del cine nacional: el nivel de los cortometrajes está evolucionando mucho más rápido que el de los largos. Más allá de que la duración en sí misma siempre otorga cierto peso a una obra de arte, si uno fuera a buscar lo más interesante, lo más redondo, lo más estimulante de la producción cinematográfica uruguaya de este año, en mi opinión lo encontraremos entre los seis cortos nominados.

Ganadora

La película que finalmente se llevó el Premio Musitelli en la categoría Cortometraje, Antes de Madrid, de Nicolás Botana e Ilén Juambeltz, es una pequeña historia de amor y crecimiento, con un leve tono de comedia. Micaela y Santiago son novios, adolescentes, y decidieron tener sexo por primera vez. Arreglan todo para una determinada tarde. De a poco, nos vamos enterando de que es su última oportunidad y su despedida, una vez que, pocas horas después, Micaela se toma el avión para Madrid, junto a toda su familia, para instalarse allá.

La película está filmada de una manera sencilla pero funcional, plenamente concentrada en lo narrativo. Está estructurada en escenas, y cada una de ellas podría funcionar como un minicortometraje, con su progresión dramática propia, su interés, sus particularidades. En una veintena de minutos, logra presentar la situación, involucrarnos plenamente con los personajes, acompañar la evolución de la acción, resolverla.

Hace 20 años uno podía ver largometrajes uruguayos con buena producción (para el medio) en los que nadie actuaba bien, quizá debido a una mezcla de falta de experiencia en cine y de la pesada herencia de una escuela teatral local que respondía a modelos precine. Aquí, en cambio, en este corto juvenil de producción modesta, no hay nadie que actúe mal. Es un tremendo trabajo de la pareja protagónica (Agustina Castaño y Alejo Martínez) además de los dos secundarios más destacados (Matías Leal –el amigo de Santiago que le da consejos sobre cómo hacer– y María del Rosario Olivera –la amiga de la madre de Santi que, incómodamente, está presente en el almacén en el que van a comprar preservativos–).

Se cuela mucha cosa en esta película: la vida en una ciudad del interior (la periferia de San José), la decadencia de la industria nacional, la emigración, todo el juego de emociones y tensiones que tienen que ver con la primera vez. En el epílogo se da la proyección muy efectiva de ese tiempo en un futuro/presente, frente al cual aquel momento es el recuerdo de lo que podría haber sido, lo que no llegó a ser, y sin embargo, pese a la no concreción, queda claro que es parte de la carga afectiva de ambos personajes.

Es un retrato vívido, además, de la forma de encarar la sexualidad y los vínculos sexoafectivos entre una buena parte de los gurises de ahora, quizá influida por el feminismo: en forma paritaria, amable, desdramatizada, plenamente consciente de que los vínculos son potencialmente transitorios, aunque no por ello desprovista de emociones. Las diferencias en la manera de encarar lo sexual están expresadas con sutileza en la comparación con la pareja mayor que se cuela en la fábrica abandonada. Ah, y tiene un pequeño homenaje a Miyazaki (un Totoro dibujado en la pared del cuarto de Micaela), ilustrativo de que los directores toman buenos modelos como referencia. Antes de Madrid es una película tierna, bella, entretenida, graciosa y conmovedora.

Género y clase

Luego de hacer Antes de Madrid, la codirectora Ilén Juambeltz embocó otro golazo, esta vuelta en solitario. Mala facha es, en algunos sentidos, una película más compleja –lo es sin duda en lo que respecta al trabajo de cámara (en especial con los focos), el montaje y la música incidental–. Es una historia singularmente ingeniosa que, describiendo las ocurrencias de una sola noche alrededor de la joven Agustina, traza una radiografía de diferencias de clase, de apariencia física, de género, de actitud, en una sociedad pautada por desigualdades y sus inherentes violencias, casi siempre latentes (a nivel psicológico) pero que a veces explotan hacia la dimensión física.

Mala facha.

Mala facha.

Al igual que Antes de Madrid, también está basada en escenas relativamente extensas y muy bien construidas, con diálogos y actuaciones formidables (acá son Lucía Blasco, Ramiro Firme, Julio Juambeltz y el ya consagrado Hugo Piccinini). La primera escena, en la farmacia, parece traída de los pelos –porque no tiene vínculo anecdótico con todo lo demás– y, sin embargo, introduce casi todos los temas que van a ser elaborados después: la “apariencia delictiva” y los prejuicios que la cercan, la condición de “cheta” de Agustina (en buena medida otro prejuicio derivado de su apariencia, pero fundamentado en una familia con plata), la figura –ausente de la pantalla– del hombre opresor y prejuicioso, la recomendación de que Agustina intente tomar un taxi porque la noche es peligrosa.

A través de la amistad entre Agustina y Tincho se expone, además, la manera en que las diferencias saltan, incómodas, aun cuando hay un afecto sincero. Luego, en el recorrido nocturno que sigue, la escena con Nicolás en la parada de ómnibus expone la dialéctica en que los temores y prejuicios con respecto al pobre de piel oscura acentúan una separación que, a su vez, agudiza las tensiones y peligros.

Las dos ocasiones en que un varón promete ayudar a Agustina cuando ella se encuentra en situación de desprotección (Nicolás primero, luego el tachero facho) enfatizan la ambivalencia entre el cuidado y el acoso, la posición estructural misma en que la potestad de vigilar y proteger coincide con la de hacer daño. Es formidable la cantidad de sentido contenida en la imagen, cerca del final, de Agustina (desenfocada en primer plano), mirando hacia afuera, desde la seguridad de su casa en el Prado, el taxi que implicó su salvación y a su vez nuevas formas de agresión, las rejas y un sin techo tirado del otro lado de la calle. Mala facha se suma a otros dos cortos uruguayos recientes, ambos también excelentes, que abordan el asunto del acoso sexual y del temor de mujeres con respecto a ello: La hora azul (2022, de Jeremías Segovia, curiosamente también con la notable Lucía Blasco) y La visita (2022, de Carmela Sandberg).

Ruido y señales

Si las dos películas que Ilén Juambeltz dirigió o codirigió demuestran un dominio de la narrativa clásica que tiene muy pocos parangones en el cine uruguayo, Pasar a verla incursiona en una modalidad más descentrada. La historia es casi inexistente: un joven y su madre en una casa que está a la venta, y una pareja de potenciales compradores que pasa a vicharla.

El director Emilio Sarthou logra un curioso, difuso clima de incomodidad y vacío antonionianos, en parte con la situación (el joven está en su habitación cuando entra la pareja a inspeccionarla, y eso siempre tiene algo de invasivo, de usurpación, por más que sea consentido), y en parte con los encuadres, un manejo algo excéntrico del foco, la elección de qué mostrar (el plano inicial de la telaraña temblando, el sonido de la aspiradora). Las paredes descascaradas, el polvo, la diferencia entre el ocio del joven y el trabajo doméstico constante de la madre, la noción de disgregación familiar (el asunto de la hermana que se fue de casa y el saludo por el cumpleaños); todos esos elementos están hábilmente armados para construir un extraño y vago complejo de sentidos.

Exoesqueletos, de Mariana Castiñeiras, es un documental que transgrede un poco dicha etiqueta. Hay dos grandes focos concomitantes. Uno es un entomólogo-coleccionista de escarabajos, húngaro, llamado Sándor. Es el único ser humano al que vemos en pantalla: recorriendo bosques, atrayendo escarabajos, fotografiándolos de día y de noche con distintas técnicas, examinándolos al microscopio, disponiéndolos en cartones con alfileres. Por otro lado, está la voz que suponemos que es la de la directora. Nunca la vemos. Hace unas reflexiones, dichas en un tono medio informal, antisolemne, pese a que algunas de ellas tienen un dejo filosófico o poético. Al parecer, a ella siempre le dieron miedo los insectos. También le da curiosidad el porqué de ese coleccionismo algo morboso en el que hay que matar al cascarudo para disponerlo ahí, como si fuera una moneda rara o un sello: ambiguo amor. Más allá de lo especulativo, expositivo y confesional, hay incluso un evento que, para el contexto de esta película entomológico-psicocatártica, es casi dramático. Es una obra interesante, original y muy bien realizada.

Retrato de un ruido, de Federico Sánchez, es una especie de Sound of Metal uruguayo: el proceso de rápido deterioro auditivo del personaje, que acompañamos, en algunos de los momentos, con el sonido subjetivo. Es también el estudio de Blas, el protagonista, algo tímido y sumiso, que intenta establecerse como empleado de un hotel para juntar plata para un audífono mientras la pérdida auditiva avanza más rápido que lo previsto. La personalidad de Blas es confrontada con la de su más extrovertida y rebelde compañera Alara, y también la del gerente (que es muy “patronal”). Es una película angustiosa y triste. El final es ingenioso: foto, ruido, soledad, sordera, perspectivas de un futuro que se anticipa yermo. Formidable el desempeño actoral de Camilo Ripoll.

Retrato de un ruido.

Retrato de un ruido.

Frente a los demás cortos nominados en los premios ACCU, desentona un poco Los huevos de la abuela, de Facundo Gómez, que es una comedia medio bizarra con el rasgo curioso de que ninguno de los personajes es propiamente “bueno”. Una vieja de mierda misántropa almacena varias docenas de huevos nada más que para tirarlos desde el balcón a la cabeza de quienes se atreven a tocarle el timbre. Y está la nieta que, expulsada del hogar estudiantil, tiene que forzosamente hospedarse con la abuela, familiarizándose, mientras tanto, con su curiosa manera de vivir y su exótico vecindario. Hay algo de apología de la maldad en el tratamiento, ese curioso espíritu “locos Addams”. Pero el guion es medio errático, lo que no se sale totalmente del tono en una propuesta así, pero tampoco parece apuntar demasiado alto.

Los directores de estas seis películas son jóvenes, y entre ellos y otros más no representados en estas nominaciones, se puede decir que el futuro artístico del cine uruguayo está asegurado, al menos si cuidamos de que se preserve o, idealmente, se fortalezca la infraestructura que lo sostiene.