A Adrián Portugal le interesan las personas. En sus fotos de la playa Aguadulce, que ocupan una gran porción del subsuelo del edificio del Centro de Fotografía (CdF), no hay imágenes paradisíacas del sol ocultándose detrás del mar. El foco está en el movimiento de los cuerpos, que son muchos y se amontonan. En los torsos desnudos, los omóplatos que se marcan y los músculos que se tensan.
Las imágenes muestran a la gente libre en una playa popular. El espacio es un caos donde vemos a los sujetos disfrutar de su tiempo de ocio sin preocuparse por las apariencias o lo escultural de sus figuras. Esta idea se enfatiza en el encuadre, con posiciones de cámara arriesgadas, planos abiertos donde siempre aparece la muchedumbre y algún miembro cortado, como si fuera imposible de abordar en su totalidad.
Entre la gente circulan fotógrafos que retratan a los veraneantes con fondos falsos de olas turquesas, cascadas y delfines. Es allí donde aparece uno de los elementos más originales de la muestra: el quiebre entre realidad y ficción, entre lo inmediato y la fantasía. Incluye también un video en el que el autor entrevista a estos retratistas sobre su relación con la fotografía. En ese sentido, asoma un metalenguaje en el que los artistas reflexionan sobre sus prácticas.
La pregunta que surge al ver la exposición es por qué las personas prefieren sacarse fotos con esos escenarios de mentira en lugar de la playa real donde están. Es difícil de responder. Se puede aventurar que es una cuestión de clase: buscan mostrarse en un sitio al que no pueden acceder económicamente. Estos fondos coloridos que se podría definir como de mal gusto, sumados a cierta inclinación hacia el humor, pueden remitir al trabajo playero de Martin Parr. Sin embargo, aquí no hay crueldad ni burla, sino un genuino interés del artista por comprender ese lugar y su gente.
Espejos en movimiento
El subsuelo se complementa con tres videos que surgen de una nueva categoría expositiva del CdF: Fotosecuencia, que integra la fotografía con el audiovisual. Frente al video de Haches, de la argentina Natalia Heim, uno queda hechizado con formas y colores. En la línea de un cortometraje surrealista, hay un acercamiento a lo abstracto que apunta a activar los sentidos. En tonos grises o dorados reconocemos cómo dialogan caras, gotas de agua, hielo y hojas secas. Por momentos creemos ver en sus formas ambiguas un cielo encapotado o las patas de una araña. Todo se acompaña con una música minimalista mientras en lo visual predominan la elegancia y la delicadeza.
A continuación, podemos ver el corto Anastácia. En las imágenes que capta el brasileño Francisco Santos hay algo de pasado y de futuro. Las estructuras metálicas llenas de líneas horizontales y diagonales que vemos tienen un ambiente industrial, pero sus entornos no parecen perfectos y asépticos; se perciben un poco fuera de lugar. Hay ciencia ficción pero también algo muy humano. Si hacemos una asociación rápida, podríamos vincularlo a Metrópolis, de Fritz Lang. Dentro de ese universo creado también podemos encontrar referencias a Blade Runner en los sobretodos plateados, las máquinas y los interiores. Una reflexión sobre la modernidad que se nutre de múltiples vertientes.
El tercer video es un pequeño documental construido con imágenes muy fuertes que en pocos minutos pinta un panorama de lo terrible que es la migración para los latinos. En el video de Francisco Elías Prada y Ángela Rodríguez Torres se hace énfasis en la cara de los migrantes para humanizarlos. Resultan especialmente conmovedoras las imágenes de las madres que sostienen fotos de sus hijos migrantes que nunca llegaron a destino. Una fotografía de la secuencia la resume bien: una figura humana sentada tomándose la cabeza en un gesto de cansancio o abatimiento y, detrás, las vías del tren que se pierden en el horizonte; el camino recorrido o a recorrer, pero también el peligro al que se someten.
Pasado que es presente
En el Aula CdF encontramos en exposición los fotolibros finalistas y ganadores de la 17ª edición del festival argentino Felifa, que se destacan por su producción colectiva y la forma en que su materialidad responde a la temática que aborda el fotógrafo. Un lugar para quedarse un buen rato explorando en su variedad de formatos, colores y diseños.
El resto del primer piso está tomado por La araña, una propuesta curatorial de Paula López Droguett y Romina Resuche. Acá la fotografía se mezcla con otras prácticas y se busca involucrar al espectador, envolverlo como los finos hilos que tejen estos arácnidos en sus telas. Se puede aventurar conexiones entre los trabajos de las cuatro artistas que encontramos en este espacio: lo biográfico, la persistencia de la memoria. Las muestras se contaminan unas a otras; aunque hay ciertas separaciones, siempre se cuelan por los costados referencias de las demás.
En este espacio donde las autorías se mezclan, lo primero que se ve es el trabajo de Nia Diedla: un enigma. Fotografías en blanco y negro brumosas, donde se ve más una huella, una ausencia, que un elemento en concreto. Con palabras recortadas se despliega sobre la pared un poema que habla de aferrarse a la memoria, y todas esas imágenes cobran sentido como un sutil reflejo del paso del tiempo.
Sobre una pared Paz Marín presenta fotos antiguas de caras desparramadas sobre un fondo blanco y una definición de la falsa enfermedad “confusiva”, que afecta la atención en las mujeres. Del otro lado hay una pantalla donde se muestran preguntas que nos sumergen en la reflexión: “¿Cómo llega lo que pienso a mi boca?”. Una vez más, encontramos un trabajo fino sobre el recuerdo, donde se funden realidad y ficción.
Aunque su sonido de palabras en un idioma desconocido reverbera en toda la sala, cuando nos acercamos a la imagen podemos abordar por completo la propuesta de Paula Baeza Pailamilla, que parte de su identidad mapuche. En la pantalla se reproduce un video donde la artista saca la lengua. Sobre la lengua vemos una hoja, una moneda, palabras escritas. Esta performance filmada tiene como centro el lenguaje, ese que no quieren perder los mapuches y que también encontramos en lo físico, en una lengua húmeda y viva que permite el diálogo.
La memoria vuelve a abrirse paso en el trabajo de Ximena Pereyra, en este caso sobre su madre fallecida. Con palabras escritas a mano sobre una pared leemos acerca de los parecidos que encuentra entre su caligrafía y la de ella. Un video muestra fotos familiares, carnés, documentos que se van superponiendo como se acumulan los hechos en la historia. Sobre una mesa, una carta dedicada a su madre con lo que le gustaría decirle hoy. Estos elementos sumados consiguen emocionar y trabajan sobre el dolor, la pérdida o la familia de una forma distinta y sensible.
El edificio sede del Centro de Fotografía (18 de Julio 1360) se puede visitar de lunes a viernes de 10.00 a 19.30 y los sábados de 9.30 a 14.30.