Hay que agenciarse con tiempo las entradas para Esta gaviota no es de Chéjov, que va por su sexto fin de semana agotando las 70 localidades de la sala Cero de El Galpón. Felipe Ipar se propuso iluminar al dramaturgo ruso y llega al punto que, imprevistamente, el melódico internacional acapara un repertorio en el que se cuela Buenos Muchachos. Pero es con la energía de Camilo Sesto en “Vivir así es morir de amor” que el público abandona las gradas, después de haber atendido parlamentos que sopesaban la opción de derrumbar dejando lo bueno, y antes de acometer el descenso a la realidad (léase, los varios tramos de escalones y giros hasta recuperar la avenida 18 de Julio, dejar atrás lo absurdo y lo fantasmático, lo hondo y lo paródico). O quién sabe.
Lo último que advierte el espectador mientras se retira de la sala es un altar que el equipo modifica periódicamente. El sábado pasado ocupaban lugares preferenciales, junto a velas, estampitas y un libro de Borges con el título tapado por las flores, los retratos de Anton Chéjov, Stanislavski y Dardo Rulo Delgado, pérdida reciente de la comunidad teatral. Como esas escenas de yapa insertas en los créditos de una película: el altar tan frecuente en los camerinos pone su cuota metaficcional. Porque la acción transcurre en las entrañas de un teatro, donde las generaciones de artistas contraponen egos y frustraciones.
Un artículo del New York Times le puso en la cara al joven director imágenes de la guerra que vendrían a injertarse en una pesquisa de larga data sobre La Gaviota: mostraba el bombardeo de un teatro en Mariupol, Ucrania, que había sido asilo para más de 600 personas. “Quedaron unas fotografías de la agencia Reuters que son brutales. Me empezó a fascinar la idea de que el protagonista estuviera obsesionado en encontrar belleza en la destrucción. Voy a adaptar a un ruso, está todo bien, pero tenemos que hacer lecturas desde todos lados; así como estamos observando las hegemonías, que estamos haciendo una y otra vez las obras de los hombres, de los autores clásicos, así como observamos todo eso, era necesario ver que íbamos a adaptar la obra de un ruso ahora como si no pasara nada. Ahí se conectó de una manera muy precisa, que se liga con la idea del personaje de Chéjov, obsesionado por lo nuevo, que quiere destruir las formas viejas del teatro”.
Con ritmos, pausas y permisos hasta inocentes de provocar gracia o reflexión sobre la noción de familia, de talento, de fidelidad al autor, de mostrar los trucos, las didascalias y el papel protagónico del tramoyista en las sombras, el montaje de Ipar remonta, por ejemplo, a Estado de ira, una pieza de 2010, del argentino Ciro Zorzoli, que interactuaba con Hedda Gabler, de Henrik Ibsen.
Pero hay un antecedente nacional de reescritura de La Gaviota: la Chaika que Mariana Percovich estrenó en 2009 con la compañía Complot, en la que trasladaba la acción a “la pequeña capital de un pequeño país”, neblinoso y tanguero, y en ese procedimiento, en lugar del lago de la campiña rusa estaba la rambla. Apoyada en recursos posdramáticos “que dan cuenta de un vaivén entre lo que ‘esʼ (el actor) y lo que se ‘representaʼ (el personaje). Chaika no es sólo una actualización de la obra de Chéjov a la realidad de nuestros días, sino también un estudio sobre cómo crear un realismo vivo desmontando al teatro como máquina de ilusión”, consignó Sofía Etcheverry en su tesis de maestría Identidad, estrategias de teatralidad y saberes en Las Julietas de Marianella Morena y Chaika de Mariana Percovich.
“Casualmente Mariana Percovich se puso en contacto conmigo, hablándome de La Gaviota, diciéndome que es una obra que, como Chéjov en general, nos atrapa en algún momento”, responde Ipar ante la comparación.
“Mariana fue importante en mi desarrollo como director. Cuando yo era estudiante de la Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático se ve que vieron algo de ese potencial en mí. Yo venía de la carrera de dirección de cine, hice la licenciatura en Comunicación Audiovisual en la Ort, soy hijo de actores, además mi padre había trabajado con Mariana en la década de los 90, en más de una oportunidad. Siempre estuvo el ojo de director. Como dice (Ricardo) Bartis, ‘la dirección se padece, no se eligeʼ, y a mí es lo que me pasó siempre, por más que disfrute mucho la actuación”. El año pasado, sin ir más lejos, le tocó relevar a Enzo Vogrincic en Cuando pases sobre mi tumba, de Sergio Blanco.
Dice que Chéjov le llegó hace rato: egresó de su formación en cine con un corto, “La gaviota disecada”, una adaptación libre de La Gaviota. Hacia 2019 se propuso hacer un proceso de dramaturgia escénica con actores. Sin embargo, “la investigación con actores que hice para otros proyectos me fue respondiendo algunas preguntas y me quitó todo el erotismo que tenía para mí el proyecto de jugar con La Gaviota de esa manera. Y los marcos institucionales me empezaron a apretar y a quitar fluidez con esta propuesta”, agrega. Pero seguía escribiendo. “Cada vez buscaba más precisión, hasta que al final quería prácticamente que los actores dijeran las frases tal cual están escritas”.
Fueron dos meses de montaje y otro más durante el que probaron el lenguaje actoral, la composición de los cuerpos, el movimiento, cuenta Ipar. “Luego entra un fuerte equipo de diseño con el que creo, porque la vertiente que me gusta investigar es el teatro a partir del espacio”. Entonces, hay rasgos adquiridos que terminan aflorando. “Bartis fue mi gran maestro, mi autor favorito, el director que escuché, que leí, que intenté imitar, intenté ser él, y de alguna manera, aunque ya no lo elijo tanto, sigue siéndolo. Él me becó, además, para estudiar en el Sportivo Teatral, hace ya varios años, y en esto, casualmente, tuvo que ver, como puente, Mariana Percovich, porque yo hice un espectáculo que se llama Los Comensales, donde jugaba a imitar La máquina idiota. Salió muy bien, por suerte, tuvo muy buena recepción. Fue en el contexto de lo académico, pero gustó tanto que después hicimos funciones en la Facultad de Arquitectura, en la de Ciencias Sociales, en Maldonado, e incluso en la Sala Verdi”.
Así que Bartis, esto es notorio, “es la raíz inevitable, esos ritmos, esos contrastes, el erotismo del cuerpo, lo arrabalero, y romper un poco el texto original, de Chéjov, de esa manera, de irnos a ver cómo hablan acá. Es mi gran obsesión de adaptar clásicos esto que dice [Tadeusz] Kantor, una idea central en mi trabajo: ocuparme de la época en la que vivo. Además está en la dramaturgia: el personaje de Trigorin dice eso, ‘hablar con la gente que vive conmigo y ver los sufrimientos de la gente en los míos; o al revésʼ”.
Ya el libreto predisponía a una puesta que dialogara con las dimensiones, cuenta Ipar, que quería trabajar sobre lo onírico: así que una vez en El Galpón los ensayos determinaron que el baño de la escenografía empezara a funcionar alternadamente como el lago, y que la gaviota de utilería reciclada que aparece fuera rebatida por los personajes como gallineta. “El proceso creativo fue incluso enceguecedor para algunos actores; no entendían qué estaban haciendo. Yo trabajo con esta intuición de cuando venga el espectador, y rompo mucho las estructuras”, dice.
A la actriz Sofía Tardáguila (con el carisma intacto que demostró en Historias de amputación a la hora del té) se le ocurrió que su personaje de actriz, Nina, fuera en esta lectura contemporánea una influencer, y que entonces se sacara selfies con el plumífero, fuera cual fuera.
En presencia de la platea, reconoce el director, se fue afilando la comedia y “este atrevimiento con Chéjov”, ese tipo de detalles. “El gozo a lo largo de las funciones nos modifica la obra”, asegura Ipar, que completó tres montajes como director y planea, para mitad de año, estrenar Aguaviva, en base a la novela de Clarice Lispector. Será una cocreación junto a Camila Parard. Tras una serie de residencias en Portugal, Líbano e Italia, piensa cerrar su temporada 2023 con una coproducción con una dramaturga italiana titulada Meta.
Esta gaviota no es de Chéjov, en la sala Cero de El Galpón los sábados a las 20.30 y los domingos a las 19.00. Con Camila Cayota, Bernardo Trías, Andrés Guido, Sofía Tardáguila, Anaclara Alexandrino, Sebastián Serantes, Claudia Trecu De Lucía. Entradas a $ 450. Apto para mayores de 15 años.