Si algo nos ha enseñado el cine de género, entre consejos como “no tomes por los atajos en el bosque” o “escucha la advertencia del vecino viejo antes de entrar a la casa maldita”, es que no es buena idea ingresar en un manicomio haciéndote pasar por loco. Desde la germinal Shock Corridor (Samuel Fuller, 1963) hasta la oscarizada Atrapado sin salida (Milos Forman, 1975), nos ha quedado muy claro que eso de entrar a un psiquiátrico para hacer averiguaciones o para escapar a una condena en prisión no suele funcionar nada bien.

Alice Gould (Barbara Lennie), la protagonista de Los renglones torcidos de Dios, se presenta como una detective privada que va a investigar una muerte sospechosa ocurrida en el sanatorio haciéndose pasar por una víctima de su marido (quien, se supone, la ha ingresado contra su voluntad). Como, al mismo tiempo, es presentada como una paranoica muy inteligente y capaz de orquestar un verdadero universo de mentiras, el andamiaje de la historia promete caerse en cualquier momento.

Si bien la duda de si nuestra heroína está verdaderamente loca se sostiene, lo primero que se desarrolla es el misterio de aquella muerte, ocurrida en una fatídica noche de revuelo y fuga masiva de los internos en medio de una tremenda tormenta.

El director Oriol Paulo es un especialista en esto de generar thrillers españoles algo genéricos (fue responsable de la espantosa El cuerpo algunos años atrás) y aquí el relato adopta la forma de otro de sus guiones, dado que también él adapta la novela, junto a Guillem Clua y Lara Sendim. Son libretos difíciles de seguir y no por complejos, sino por los verdaderos saltos al vacío que exigen en materia de verosímil. Todo pasará siempre de manera tal que convenga a la historia y a sus personajes. No faltará el interno que ayudará, más allá de toda prevención, a la protagonista, o los dos doctores que creerán contra viento y marea su versión de las cosas, o el colectivo completo de internos que respalde a nuestra heroína aunque hasta entonces no hayan mostrado por ella el menor interés.

Asimismo, la ambientación en 1979, año en que se publicó originalmente la novela, es bastante deslucida y choca continuamente con la actualidad bastante más igualitaria en la que está presentada la interacción entre sus personajes.

Sin embargo, sea porque las actuaciones están logradas (Lennie logra muy bien su rol, el gran Eduard Fernández aporta un inmenso antagonista, y hay un acertadísimo casting entre los paciente del psiquiátrico), o porque el relato tiene oportunas vueltas de tuerca (me atrevería a creer que son de la novela original), llegamos hasta el final mínimamente interesados en la resolución de la historia.

Vale recordar que Torcuato Luca de Tena, buscando documentarse adecuadamente, incurrió en la vida real en el mecanismo de este subgénero: se internó durante 18 días en una institución psiquiátrica donde convivió directamente con enfermos mentales que sirvieron de base para la creación de los personajes de la novela. Su publicación supuso todo un éxito y una reflexión sobre las condiciones de los tratamientos en esta clase de nosocomios.

Ya en 1984, el propio Luca de Tena había trabajado en una adaptación de este libro al cine en México, bajo el mismo título y dirigida por Tulio Demicheli. Queda la duda de si la novela -o esta adaptación anterior- logra volar algo más alto que la versión que hoy por hoy encontramos en Netflix, la que no destaca más allá de ser un pasarrato de misterio bastante visto pero que tiene como gran logro mantenernos sin saber la verdad hasta la mismísima escena final.

Los renglones torcidos de Dios. 154 minutos. En Netflix.