Un flaco alto vestido de bruja, o de mago, da saltos desordenados sobre el tablado del Goes. En la azotea del club, otro murguista, un sátiro, espanta con sus gritos, montado en un tanque de agua, antes de volar rumbo al escenario. “Yo tengo que hacer eso que vi”, pensó esa noche Esmoris, seguidor de aquellos Asaltantes con Patente, asiduo del club y futuro murguista.

El frente del Goes luce igual que siempre, aunque faltan los pizarrones clavados en los ladrillos para anotar conjuntos y horarios. A la vuelta, en el terreno de pasto convertido en plaza de entretenimientos un vecino le pregunta al actor: “¿Este año sale la BCG?”. El Flaco le dice que ya hace un buen tiempo que dejó de salir. “Qué pena...”, piensa y le responde el hombre, recostado en un banco de hormigón, y sigue: “Yo iba al Tabaré y una vez agarraron a mi madre y la hicieron bailar; se extraña una murga así, que daba tanta alegría”, dice sin encontrar una explicación convincente en su tarde libre. “Tendrían que volver”, agrega, convencido. El Flaco le dice que en ese recuerdo la murga sigue viva y que tal vez sea mejor así.

Este febrero, luego de las funciones con entradas agotadas en la Nelly Goitiño y el teatro El Galpón, reestrena el espectáculo Una noche en el tablado, esta vez en la sala principal del Solís, y nuevamente junto a Néstor Guzzini, Federico Silva (coautor de la obra, junto con Esmoris) y gran elenco.

“Con la BCG estuvimos un montón de veces en el Solís”, recuerda Esmoris. Destaca el espectáculo Surrealismo y después (1993) como una referencia directa de su nueva propuesta escénica, y otra de sus invenciones inspiradas en Momo, al margen del carnaval oficial, de las muchas que han ocupado sus veranos desde que dejó de concursar con la popular antimurga.

“Esta vez lo que hacemos es poner el foco en el símbolo más importante del carnaval: el tablado”, cuenta Esmoris en diálogo con la diaria. “El tablado como espacio físico y con su universo, incluyendo todo lo que pasa alrededor del escenario. Con la BCG, cuando podíamos, me gustaba llegar temprano y ver el ambiente. Cada tablado era una película de Fellini distinta”, recuerda.

¿Por ejemplo?

El Arbolito, el Multicolor del Cerro. Una vez en un tablado en Piedras Blancas, una comisión de vecinos nos entregó un diploma firmado por todos a modo de homenaje a la murga. Otro que me encantaba era el tablado del Club Fénix. Tenía un presentador que era muy mala onda. Le decía a la gente “a ver si se paran para aplaudir” o “tienen que venir más seguido”; se hizo fama y después lo provocaban adrede. Cuando empezó a desaparecer ese universo, dije “ta, se acabó carnaval”.

¿Será que el profesionalismo va en contra del absurdo?

Es imposible plantearse ahora un tablado como el Multicolor, que ocupaba una cuadra entera del Cerro. Hay algunos de la Intendencia, pero no es lo mismo. El anfiteatro Canario Luna está buenísimo, el Parque de la Francesa también. Pero después los escenarios más formales parecen festivales de canto popular. Un año que trabajé con Queso Magro fui al Velódromo, entré y parecía Woodstock. Hay otros lugares más chicos donde los tablados parece que estuvieran presos.

Creo que es bastante lógico que sea así. Lo que pasa arriba también pasa abajo. En parodistas y humoristas todavía se conserva alguna cosa de otros carnavales. Las murgas son muy espectaculares; siempre pongo el ejemplo de los cuadros de Wassily Kandinsky: mucho color, todo perfecto y, de repente, un trazo negro como diciendo “vamos a ensuciar un poco esto, está muy limpio”. Yo siento que siempre es necesario algo de eso. Buenos trajes, buenas voces, todo política y estéticamente correcto, cada cosa en su lugar, pero en las últimas cosas que vi se nota la falta de algo más salvaje.

Como en los orígenes del carnaval uruguayo.

Cuando decidimos empezar a salir en carnaval con la BCG, yo fui a la biblioteca a empaparme en el tema y viendo documentos encontré una foto de una murga que eran tres o cuatro, de 1909 o 10; el director parecía que estaba loco, usaba un frac hecho con pajas y estaba en una pose propia de un fauno. Esa foto me quedó grabada y dije: “Por acá tiene que ir”. Había otra murga que se llama Los Políticos de la Época, eran como anarcos. La gente les tiraba queroseno y fósforos; los querían prender fuego por las cosas que decían. Tenían al famoso Ernesto Porteño Nogara de libretista y en el desfile se pelaban y atacaban a la gente. Era como un dadaísmo llevado a un extremo en eso de ir contra el público. Las letras eran muy fuertes.

Eran carnavales con un público que tenía mayor protagonismo.

Hoy lo que todavía conserva algo de aquellos carnavales es el desfile. El año pasado iba para un ensayo de una obra, pasé por el desfile y me partió el alma ver que habían puesto vallas. Era el momento en donde dos vecinos se encontraban y por ahí se abrazaban, venían los gurises y te tiraban agua, papelitos.

En un momento no sé quién fue que prohibió que el público tirara agua a los murguistas.

A nosotros [la BCG] en el segundo año que salimos, nos llamó la Comisión de Actos y Festejos, y directamente nos querían echar porque decían que no respetábamos las reglas del desfile.

Era inconcebible que la gente se parara y se pusiera a bailar con nosotros. Y les dijimos: “Bueno, está bien, nos echan y después se lo explican a la gente”. Nosotros tratamos de hacer lo que yo quería hacer de niño y por ahí no me dejaban. Eso era carnaval.

Foto del artículo 'Jorge Esmoris: “La realidad como estímulo artístico no me mueve, prefiero pasarla por arriba”'

Foto: Alessandro Maradei

De todas formas, y más allá de cambios y avances, el público que va a un tablado sigue esperando que el conjunto que va a ver cruce algún límite.

Yo creo que si hoy el carnaval existe es porque la gente, a pesar de no haber vivido ciertas cosas, las tiene incorporadas en la memoria. A tal punto es así, que a veces murgas jóvenes, con propuestas originales y buenos espectáculos, las ves en una reunión y están cantando “Murga es el imán fraterno” [retirada de La Milonga Nacional de 1968].

Hace muchos años, cuando estuve en Cusco, empecé a internalizar la cuestión de lo popular. Quince años antes de que yo fuera, hubo un terremoto que barrió tres o cuatro iglesias; debajo de esas edificaciones estaban los templos de los incas. Así que podías ver todo lo que había reventado y también lo que habían tapado y que ahora había quedado al descubierto. Entonces hay algo de que podés tapar algo, adormecerlo, pero está ahí, y me parece que el carnaval tiene eso. Aun aquellos que no les gusta, por ahí escuchan una murga en otro país y se ponen a bailar. Podrán cambiar muchas cosas, pero lo que no cambia es el tablado como un lugar importante de la sociedad.

La BCG no sale más, pero cada año, cuando se acerca el carnaval, estrenás algún espectáculo alusivo. ¿Qué te pasa a vos personalmente con estas fechas?

Lo que me pasa es que, naturalmente, descubrí una forma expresiva en el carnaval. Yo venía de una escuela muy rigurosa y de los teóricos como [Konstantin] Stanislavski, [Jerzy] Grotowski, y el carnaval me dio una visión de las cosas que me permitió descubrir el surrealismo. Si la BCG existió fue por la gente, que aceptó ese juego inicial y después lo reclamó.

Y lo sigue reclamando.

Por ahí el público ha cambiado. En el Teatro de Verano antes veías una platea de gente mayor de 40 y otra de un público de 18 a 25 años. Eso ya no pasa. Tal vez en los tablados es diferente.

De la nueva camada, la que más me llamó la atención fue Mi vieja Mula, particularmente el año de los turistas [espectáculo Hola, Uruguay, 2022]. Me llamó la atención porque empezaron cantando en esa especie de spanglish y pensé: “¿Hasta dónde lo van a llevar?”, y siguieron así hasta el final del espectáculo. Quedaba claro que estos locos se la estaban jugando por algo bien concreto y que tenían una clara búsqueda expresiva.

¿Dónde seguís encontrando el lugar para decir tus cosas?

Con este espectáculo [Una noche en el tablado], con Federico Silva, decíamos: “Esto tendría que estar recorriendo los barrios”. Porque tiene que ver con una pasión y con parte de nuestra identidad; yo no tengo muy claro si venimos de los españoles o de los italianos, pero el carnaval es una identidad muy fuerte. Y lo que intentamos con esta obra es rescatar a sus personajes: el vendedor de chorizos, los presentadores, esos que hacían el carnaval con una cierta impronta e ingenio popular. A la vez, yo soy un hombre de teatro, así que el público va a ir ver un espectáculo teatral. Pensá en cualquier barrio: alguna vez tuvo un tablado.

¿Y escribís igual que siempre?

Sí, primero el humor, que es mi vehículo, y digo Humor con mayúscula. Ya no lo asocio tanto a la risa sino a la reflexión, la de las viejas charlas de boliche.

Y después, entiendo que la función del arte es sacar a la gente de la rutina de la realidad. Como decía Nicanor Parra: “Por qué me vienen a hablar de cosas requetesabidas”. La realidad como estímulo artístico no me mueve, prefiero pasarla por arriba y tal vez ir hacia otra, a la de la inmensa mayoría de la gente, no de Uruguay, sino del mundo. Hay una grieta, que es cada vez más grande, entre gente que no sé qué hace y otros que tratamos de sobrevivir hasta que esos tipos se decidan a ver qué van a hacer. Si lo tratás de pensar racionalmente es imposible, solamente el surrealismo y el absurdo le pueden dar lógica a esta irracionalidad.

Por la misma razón es que hago El candidato. Como decía John Lennon: “Botija, no te la creas mucho”. Esto lo hago porque ellos también están actuando, pero al menos lo confieso. Los gobiernos cada vez gobiernan menos y no sabemos bien quién gobierna. La economía no depende de nosotros. ¿No podremos hacer algo con la educación, y empezar a hacer algo para formar ciudadanos, antes que trabajadores? Hay como una desidia que nos lleva a naturalizar todo.

En 1981, en esa recorrida que hice por América Latina, lo primero que sentí en Perú fue un olor muy intenso, en Bolivia y parte de Paraguay, igual; era como estar en un baño. Ese olor yo lo siento ahora en Montevideo, con la basura tirada por todos lados.

¿Qué harías si fueras intendente?

No tengo idea, pero lo primero sería que la ciudad esté limpia. Si tu casa está sucia, el problema sos vos, no es la casa. Ves un contenedor vacío y alrededor toda la mugre. ¿Quién lo hace? Me pasó en mi barrio: una persona que evidentemente necesitaba atención, lo único que hacía era sacar toda la basura del contenedor.

Eso también es surrealismo.

Claro. Por donde camines ves a alguien durmiendo, salvo en los barrios privados, que ahí supongo que no los dejaran quedarse. A veces pienso: “¿Y si estos tipos no son de este tiempo? ¿Y si vienen del futuro?”. A los tres personajes de Recuerdos de Niza [su anterior obra de motivo carnavalero] los veía en la esquina de mi casa.

Naturalmente, comparten otra realidad.

¿No será que te están anunciando algo con lo que no dicen? Y hay algo que va más allá de lo económico, pero que no siempre podemos ver, porque cuando entrás en esa de aceptar todo, parece que nada tiene solución. Por ahí te enterás de que en Tambores se juntaron cuatro o cinco e inventaron un proyecto autosustentable. Ves a esas personas y al mismo tiempo a otras viviendo en la calle y es lo más parecido a un universo distópico. Es Star Wars: tenés los del Imperio, otros que son los de la nueva República y un montón que quedaron marginados.

Yo estoy convencido de que el arte educa y logra desdramatizar un montón de cosas, o dramatizar lo que de repente no se dramatiza. Por ahí te largan un montón de pelotudeces para que hables de eso. Todos los días te tiro algo nuevo, te reviento a información, entonces de la que provoca todo lo demás, la que te duele, no hablás. Y entran todos en esa. Yo me pregunto por qué no se centran en una cosa, cuando acá el problema es que la gente pueda vivir mejor.

¿Sos creyente?

No.

¿En qué perdiste la fe y en qué la seguís conservando?

Yo tomé la comunión y por un tiempo fui monaguillo de la iglesia del Reducto.

A veces oficiaba al cura con la misa. Una vez, llega el momento de la eucaristía, el cáliz, y yo era el encargado de echar el vino, que, según me habían dicho, era la sangre de Cristo. Entonces, con mucho cuidado, empiezo a poner el vino y escucho al cura que me dice: “Dale, nene, echá más que vos no pagás”. Ahí dije: “Ta, son humanos. Creo más en los dioses griegos, esos dioses humanos, que en una entidad que, si existe, te dan ganas de pegarle una patada en la cabeza para que reaccione de una vez por todas.

Nunca tuve mucha fe y nunca la perdí. Mi fe y mi religión están en el teatro, eso lo tengo bien claro. Vivimos en un mundo muy hostil, el arte y las cosas que hago me hacen los días más llevaderos, y lo más cercano a la verdad absoluta es el escenario, o es lo que uno busca con cada obra. Siempre pienso en lo mismo cuando la sala todavía está vacía: hoy va a comulgar acá el que viene en auto, el que viene caminando, el que tiene plata, el que está desocupado, y capaz que están sentados juntos y los dos se ríen de lo mismo. Es lo más parecido a la utopía, y alrededor de un espectáculo se vuelve tangible.

Una noche en el tablado. Desde el jueves 1º hasta el domingo 11 de febrero a las 21.00 en teatro Solís (Reconquista esq. Bartolomé Mitre). Entradas desde $ 700 a $ 900 en Tickantel. Comunidad la diaria, 2x1.