La mayoría de las historias de amor comienzan de la misma forma: persona conoce persona (no tengo tantos caracteres como para enumerar todas las posibilidades, sobre todo porque suelo desperdiciar caracteres en paréntesis larguísimos). Si hablamos de historias de amor en la ficción, es necesario que tengan un condimento dramático, así que luego de conocerse deberán atravesar obstáculos que pueden ir desde problemas de comunicación hasta el gemelo de uno de ellos que se cura de la amnesia y la ceguera justo a tiempo para arruinar a la parejita recién formada.
De la mano de algunos de estos clichés pero con su propia voz, Netflix acaba de estrenar la serie Nadie quiere esto (Nobody Wants This), creada por Erin Foster y protagonizada por Kristen Bell y Adam Brody. La premisa va de (promitente) pareja despareja, ya que Bell interpreta a Joanne, la ansiosa conductora de un podcast sobre sexo, y Brody es Noah, un rabino.
Si hace décadas los principales obstáculos venían por el lado de las diferentes clases sociales de las personas protagonistas, para luego pasar a otras dificultades sociales como la aceptación de la identidad sexual, en este caso el gran escollo que tienen ambas para intentar construir una relación saludable es la diferencia en la espiritualidad y la religión organizada que profesan, si es que lo hacen.
Más allá de las diferentes personalidades, que en un punto son parte de la atracción mutua, el guion de la serie pone al judaísmo en el centro, ya que la carrera de Noah y su familia parecen ser los dos principales escollos para que él y Joanne vean si funcionan como pareja. Podría ser que no, el tema es que les permitan intentarlo en paz.
Nadie quiere esto no innova en su forma de mostrar la “experiencia judía” en Estados Unidos. Si las películas y series sobre familias latinas se apoyan en estereotipos (que ahora al menos son menos dañinos que los del pasado), aquí sucede lo mismo. La familia de Noah es un cúmulo de neurosis y tradiciones y tiene por centro a una madre controladora con gran manejo de la culpa ajena, una figura que con matices hemos visto en historias protagonizadas por Woody Allen o en series como The Big Bang Theory, Seinfeld o La niñera. Es tan estereotípicamente controladora que la interpreta Tovah Feldshuh, quien encaró prácticamente el mismo papel en Crazy Ex-Girlfriend.
Ese será el conflicto principal que se arrastrará durante diez episodios, pero hay un asunto mucho más importante para el éxito (o no) de la serie: la química entre los protagonistas. Es altísima, y, sumada a un timing para el humor de ambos intérpretes (sobre todo ella), hace que cada una de sus interacciones funcione bien.
Los guiones son muy graciosos y todo el elenco les saca el mayor jugo posible. Ambos emparejados tienen hermanos (Justine Lupe de Succession es la hermana de ella, Timothy Simons de Veep es el hermano de él) y cualquiera de las combinaciones entre los cuatro funcionan en forma de diálogos que, sin ser las metralletas que manufactura Amy-Sherman Palladino (la creadora de Gilmore Girls), despliegan suficiente agilidad como para que los episodios cortos se pasen volando y maratonear se convierta en una decisión muy sencilla.
La serie tiene todo para continuar, siempre y cuando Netflix llegue a las cantidades necesarias de personas atornilladas frente a sus televisores. Los clichés no se suceden con el ritmo tradicional, aunque por ahí están, como el comentario de los grupos de amigos o la desconfianza en esa ex que continúa revoloteando. Y cuando conocemos a otros integrantes de las familias de cada uno de ellos, se suman actuaciones que son de interesantes para arriba.
Entre los elementos que podrían manejarse mejor está el gran catalizador de conflicto previo al final de temporada, que suena un pelín forzado. También podría mencionarse que en la negociación de las características que debe adoptar la relación hay un clarísimo desbalance de poder entre ambos, lo que, si tomamos en cuenta la biografía de la guionista Erin Foster –que se convirtió al judaísmo antes de casarse–, podría complicar las cosas de cara a una nueva temporada.
De todos modos, si entendemos que estamos frente a una simpática telenovela posmoderna, guiada por los diálogos que pronuncia un elenco que maneja muy bien el sentido del humor, el entretenimiento estará garantizado.
Nadie quiere esto Diez episodios de media hora. En Netflix.