En 1991, la pequeña productora de videojuegos Delphine Software lanzó Another World, un point and click con elementos de la tradicional aventura gráfica, creación de Éric Chahi. En este juego, los niños de los 90 controlábamos el destino de un ingeniero que accidentalmente –mediante el uso de un acelerador de partículas– terminaba, como el título indica, en otro mundo. Uno alienígena, extraño y cargado de peligros, pero también maravilloso y deslumbrante en su presentación. Allí podía morir a cada paso, pero el desborde visual era infinito.

¿A cuento de qué viene esta mención de un videojuego de culto? La sensación de maravilla y permanente descubrimiento que provocaba Another World (así como cierta similitud en diseños y paleta de color) es la misma que provoca Planeta de recolectores, reciente bombazo de ciencia ficción animada cortesía de los realizadores Joe Bennett y Charles Huettner que se encuentra en Max.

Aquí no hay ingenieros que trasteen con aparatos complejos, sino los remanentes de la tripulación de un carguero espacial, la Deméter 227 (desde Drácula, tendríamos que tener claro que bautizar así cualquier tipo de nave sólo llama a la desgracia), librados a su suerte después de un accidente y caídos en un planeta desconocido en sus cápsulas de escape. Mientras lo que quedó de la nave sigue orbitando, seguimos los destinos de media docena de personajes. Están Sam y Úrsula, uno de los encargados del viaje y la bióloga de a bordo; está Azi, una mecánica, y LEVI, uno de los robots de carga programados para trabajo pesado; y está Kamen, un burócrata inseguro que quizá haya tenido mucho que ver con el accidente. Ellos, más algunos otros personajes que irán apareciendo en flashbacks, protagonizan esta aventura que sorprende, maravilla y deslumbra continuamente por el infinito nivel de su animación.

En el planeta Vesta todo parece estar vivo. Todo: no hay piedra, hoja o superficie que, de repente, no se mueva, mute o se transforme en otra cosa. O que, de paso, se coma al incauto que se apoyó ahí. Continuo viaje de descubrimiento biológico, el mundo imaginado por Bennett y Huettner puede vanagloriarse de parecer realmente novedoso e impredecible, igual que la propia narración. La construcción de este espacio inmenso es tan lograda que sentimos en carne propia el viaje y los peligros que atraviesan los protagonistas, y nos maravillamos ante cada presencia alienígena, que puede ser tan hermosa como mortal.

La imaginería visual merece destaque. Se puede adivinar las influencias de esta serie –Moebius, la obra de Miyazaki, el surrealismo puro y duro–, pero el tamizado de todas ellas, la construcción conjunta, le da verdadero valor original e identidad propia. Si sumamos una buena cuota de body horror –porque acá cambia, todo cambia–, estamos ante una de las series más originales del año, que sorprende incluso a los fans más avezados de la ciencia ficción.

Scavengers Reign. 12 episodios de media hora. En Max.